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Entre las posibilidades del relato de anécdota mínima está siempre la de su propio fracaso: el riesgo de que en la trama realmente no ocurra nada, ni por encima ni por debajo de la línea de flotación del cuento. 222 patitos, versión corregida y aumentada del primer libro de Federico Falco, que Eterna Cadencia reeditó a fines de 2014, está afortunadamente muy lejos de caer en esa trampa.
La colección se abre con “El pelo de la virgen”, cuento que remite a “Elefantes”, tal vez el mejor relato del libro anterior de Falco, La hora de los monos (2010). En los dos se reproducen el escenario escolar, la atmósfera de extrañeza y el despertar sexual como temática, aunque con algunas modificaciones. Donde antes estaba el chico del circo ahora hay una chica rapada, y donde antes había un elefante moribundo ahora aparece una estatuilla religiosa que esconde pelo humano. Es un comienzo muy poderoso, y los once relatos que lo siguen mantienen esa intensidad solapada. En todos ellos la narración simula dejarse llevar por aguas tranquilas, simples, para dar entrada a súbitos raptos de violencia. Un ave exótica se prende fuego en una jaula. Un hotel se prende fuego. Un auto en medio de la ruta explota y se prende fuego. La insistencia en la combustión enfatiza el sentido del título del libro (que también tiene cuento propio): la violencia obligatoriamente irrumpe, estalla. La quietud no es más que un incendio dormido.
Son cuentos apretados, muy breves. La única excepción es “Pinar”, donde Falco se toma su tiempo para demostrar que lo primero que se necesita para subvertir un género es conocerlo. Este relato avanza sobre la premisa de un cuento de terror (una cabaña aislada, un grupo de amigos, la posibilidad de un acceso de locura), mientras al mismo tiempo se va tejiendo una historia subterránea que recién emerge en las páginas finales.
Queda para el final la cuestión del regionalismo, un aspecto del análisis que sólo puede ser relevante a los ojos de un lector porteño un tanto ombliguista. Falco es cordobés y escribe sobre Cabrera, su pueblo. Las luces capitalinas, como ocurre en el cuento “Ada”, son parte de un mundo que no importa, o que a lo sumo importa subsidiariamente. Como los cuentos de Faulkner, de Payró, de Rulfo y de Sherwood Anderson, los de Falco se montan sobre la certeza de que las historias de pago chico en realidad no tienen tamaño. La narración las amplifica, las carga de símbolos universales y así, sin brusquedad, por puro influjo de la palabra, Cabrera termina pareciéndose mucho al mundo entero.
Federico Falco, 222 patitos y otros cuentos, Eterna Cadencia, 2014, 160 págs.
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