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En la obra de Francisco Madariaga, las canciones son poemas y los poemas se vuelven canciones. El poeta encuentra un correlato en la voz de las hechiceras que narran y mantienen vivas las fábulas de la provincia. En “Cartas a mi más antigua hada”, el encuentro con esa figura señala el carácter casi sagrado del poema: “Un gaucho cabalga por el sueño brillante de un / pajonal, / cantando para una mariposa azul que vuela por / la sabana, / y sueña con el tiempo de mis primeras miradas / a la siesta”. Los textos tienen el valor de un rezo, una oración o un conjuro.
Cantar y escribir son modos de la lengua que funcionan de manera sincrética. En el poema “El ataúd de oro”, los cantores ancestrales pueden ser los poetas que se encargan de conservar la materia original de nuestra lengua: “¿Y aquellos otros, / que fueron ancestrales cantores, / saldrán del fondo del agua / reapareciendo, / y espiando, / como yo?”. La experiencia de la poesía es epifánica; la aparición de un poema se da con instrucciones de lectura hacia el pasado originario donde los sentidos de la escritura están intactos.
Así por ejemplo en “Será agua”: “Como los hilos que dejan enredados en / los palmares las hadas junto al / mar, / la aparecida desapareció. / No es en un medio sólo solar, / no es un medio sólo de agua, / es también en la llamarada blanca del / cielo / donde se enciende el arenal. / Antes de morir durmió en los brazos / de una doncella bruja: / ella le hizo transferencia del / cantar. / Cante nomás, / que será agua”. En la provincia, los astros y las constelaciones se corresponden con las experiencias terrestres: leer el cielo implica leer nuestra propia subjetividad y narrar nuestro propio relato como contrapunto de lo que ocurre y sucede en nuestra ciudad. En el poema “Cartas de invierno”, una nave lanzada al espacio parece más una imagen onírica que un logro de la técnica: “Cohetes a la luz de la luna, cohetes de la infancia, pero / surgiendo de los pantanos, de los ojos de los gatos / monteses hundidos / en el agua. / ¿Qué sé yo de la ciudad?”. Madariaga recupera los sueños colectivos de provincia inscriptos en las constelaciones.
Si hay fábulas en los poemas reunidos, también existirán animales que articulan esas narraciones. La visión poética está presente en la mirada de los tigres y en el canto de los gallos: “Las sombras de mis ojos tienen agua de un / árbol desterrado en un palmar, / y camino aliándome con las señas de las ánimas / vivas del dios infinitud. / Me detengo y observo el horizonte donde cantan / gallos de oro que reclaman ¿qué? a ese / dios. Soy uno de esos gallos, y mi reclamo le ha sido / retransmitido por una radio del sol, / pero aún es implacable para escucharme el dios / de ese dios infinito”. La anunciación del canto del gallo es equivalente a la enunciación poética de Francisco Madariaga. La significación simbólica de un animal, aquí el gallo, sitúa la poesía lejos del plano instrumental y traza un puente entre lo espiritual, lo humano y lo cósmico.
El conjunto de los poemas de Madariaga gana en intensidad a medida que avanzamos en la lectura. En la sucesión de los pantanos, las caravanas de gauchos cruzando los ríos, los jinetes sin nombre atravesando el horizonte, los mágicos animales del llano, las hechiceras con sus vocablos intraducibles, las canciones nocturnas de los boliches de provincia, los trenes que regresan una y otra vez, se reafirma una geografía imaginaria de una resonancia visual donde cada experiencia es singular e irrepetible.
Francisco Madariaga, Contradegüellos. Obra reunida, EDUNER, 2016, 2 vols., 532 y 693 págs.
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