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Imaginen una proyección futura, pero cercana, de la ciudad de hoy. Hay pocas innovaciones, como que ha crecido un segundo obelisco, o que los lugares recónditos se muestran; pero no hay terror, sólo abatimiento y cierta desconsideración para con la esperanza. Claro que con el síndrome de Tourette padecido por los protagonistas no caben expectativas floridas: Abelev, Muishkin y Maglier son una fábrica de tics y repeticiones, y al final el lector siente la tentación de vigilar su propia incontinencia gestual. Los incendios en la ciudad forman un marco acaso piadoso: otras cosas pueden ocurrir y son peores que lo que te está ocurriendo hoy, y hablo de la no-ficción. Lo más alarmante de esta invención narrativa es que nos cae la sospecha de que no se trata de una invención, y de que si es así, no disponemos de armas no ya para contraatacar, sino para defendernos con inocencia. En estos espacios de Ricardo Romero no cabe la indiferencia y, lo que es peor, no hay lugar para el reposo, imposibilidad en la que cae el lector frente al libro; su horror es, por cotidiano, casi tan eficaz como las películas de terror sin monstruos ni niñitas, y muy alejado de los prodigios ideados en Hollywood, con sus esqueletos mecánicos. Todos los elementos que aparecen en la novela, los objetos cotidianos, un Fiat 600, por ejemplo, pertenecen a ese futuro inmediato aun proviniendo del pasado. Lluvia, subte, incendios, bombas, todo estará porque estuvo, y está porque es inevitable el presente, aunque insufrible. Abelev, Muishkin y Maglier, amigos del alma, creen que estrechan el cerco alrededor del infortunio, pero sabemos que no es verdad y a lo largo de la lectura el propio texto nos convence de que la catástrofe es inevitable. Trae esto a la memoria el epitafio anticipado de la fotógrafa Diane Arbus: “lo terrible ya ha sucedido”.
Heredera y continuación de las dos novelas anteriores (El síndrome de Rasputín, de 2008, y Los bailarines del fin del mundo, de 2009), El spleen de los muertos recrea con fruición las aventuras ya vividas por los amigos con síndrome de Tourette y reserva espacio a otros personajes que allí ya estaban. Su lectura es como acudir a una reunión familiar de la que se espera lo peor y sin embargo no podemos eludir. Ricardo Romero ha construido un mundo en permanente destrucción, un espacio que cae sobre sí mismo y que aterra por lo familiar, en lo que Juan Sasturain llamó “Blade Runner de cabotaje”; cabotaje porque es un vuelo posible para quien cada día transita la misma ciudad de la ficción, sólo que un poco antes, pero no tanto, porque “lo terrible ya ha sucedido” y todavía le queda lugar para seguir sucediendo. Una novela para optimistas de sonrisa cínica. Eso sí, magníficamente escrita y bien montada.
Ricardo Romero, El spleen de los muertos, Aquilina, 2011, 248 págs.
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