La compañía

En Era tan oscuro el monte, la primera novela publicada de Natalia Rodríguez Simón, se narra la historia de una inmigrante sin nombre ni procedencia clara y la de su red de relaciones, con foco en otros dos personajes: Aldo, el padre de su “wawa”, con quien llegó desde “el monte”, y Fermín, su sobrino y empleado en la verdulería. La trama gira en torno a una deuda impaga que desata una violencia visceral, pero también cotidiana, tanto en los suburbios de la húmeda Buenos Aires que habitan los personajes como en los recuerdos que aparecen una y otra vez del árido monte.
A lo largo de treinta y cinco capítulos breves, los puntos de vista cambian, pero la voz narradora se mantiene, adoptando en cada uno las variedades dialectales y las formas de concebir el mundo de cada personaje en el que hace foco. Así, la selección léxica le permite al lector identificar cuándo habla un argentino (“guita”, “jeta”, “birra”), cuándo un inmigrante boliviano (“chelas”, “wawa”, “ay, virgencita”) y cuándo comienza la mixtura entre lenguas (“vos me tienes que ayudar”). Estas distintas voces están puestas al servicio del relato, que se va formando no tanto como una novela coral, sino más bien como un collage de percepciones sobre una serie (breve) de hechos: el encuentro del Aldo y su mujercita en el monte, el viaje a Buenos Aires, el arribo a la casilla de una hermana, el robo a la verdulería, la pelea en el bar con el peruano… Todo lo que se cuenta es presentado desde distintas miradas, en un ir y venir que impide intencionalmente la fluidez del relato, permitiendo comprender matices y motivaciones de personajes oscuros y, a la vez, intensificando los climas opresivos que se describen.
Hay dos personajes, sin embargo, que no se presentan tan ambiguos, que permanecen invariables de principio a fin: la mujer, que entre todos los embates y las peleas “de machos” en torno al orgullo, el sexo y el dinero tiene como única preocupación dar de mamar a su wawa, y Alonso, el capataz de la obra en la que Aldo trabaja, a quien le presta plata en una situación confusa, que va a desencadenar el comienzo de la historia. Este usurero está siempre pulcro, consume cocaína (un polvo, seco y sin olor) y duerme con su sobrina de doce años pero no le da siquiera un beso en la boca, para mantenerla virgen. El ascetismo del personaje más oscuro del relato contrasta con los fluidos que proliferan en torno a la mujer (y que su marido le huele): sangre, saliva y leche se confunden con el pus, el sudor y el vómito, un cúmulo de humedades que se contraponen a la figura de Alonso, pero también a la aridez del monte, una sequedad extrema que “le deja el vientre vacío” (sufre un aborto espontáneo allí) y que la obliga a beber del barro para no deshidratarse.
Era tan oscuro el monte es, entre otras cosas, una novela de contrastes. Estas contraposiciones se pueden rastrear en un plano sociológico, oponiendo el mundo de los hombres y el de las mujeres o el de los inmigrantes y los locales, pero también funciona en el plano sensorial, entre lo que hiede y lo que no, entre lo húmedo y lo seco, entre lo oscuro y esa luz que nunca llega.
Natalia Rodríguez Simón, Era tan oscuro el monte, Mardulce, 2019, 160 págs.
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