Hace más de cuarenta años, en su ensayo ¿Para qué la lírica hoy?, Hilde Domin señalaba: “El valor que necesita el lírico es por lo menos triple: valor para decir (que es el valor para ser uno mismo), valor para designar (que es el valor para designar cabalmente y no falsificar), valor para llamar o invocar (que es el valor para creer en la invocabilidad de los otros). Debe dejar pasar por el ojo de la aguja de su yo hacia lo general: hacia la paradójica y puntual verdad de la experiencia irrepetiblemente única y a la vez ejemplar, hacia la ‘realidad más real’”.
La antología bilingüe que ha hecho y traducido Geraldine Gutiérrez Wienken —cincuenta y cinco poemas extraídos de los cinco libros de la poeta (Sólo una rosa como apoyo, Regreso de los barcos, Aquí, Te deseo y El árbol florece a pesar de todo)— es una preciosa prueba de esas conclusiones. Con un verso apretado y textos concisos (a veces sintéticos, a veces enigmáticos), la obra de Hilde Domin nos pone frente a un sujeto que por momentos parece borrarse en la voz. El yo lírico surge del decir y no del enunciarse, como si de esa manera dejara atrás lo mezquino e inútil de sí mismo y el poema sólo se sostuviera en lo dicho.
El sujeto que dice, el sujeto que se vuelve letra, encuentra en la palabra un espacio en el cual existir verdaderamente. Ya no importa de dónde se viene, sino adónde se puede llegar: “Blancas cortinas, relucientes veleros / en mi ventana / hacia el Hudson, / en el décimo piso del hotel. / Abultadas hacia el sol, luminosas y crepitantes / en el viento marino. // Promesa, ruta que conduce / a casa, / a una cita conmigo misma. / Irse sin peso, / cuando el corazón ha quemado el cuerpo. // Velas ligeras como gaviotas / por el azul inmenso. / La habitación está de viaje. / Pero el mar, / el mar está demarcado como un campo”.
Es en ese instante —“cuando el corazón ha quemado el cuerpo”— cuando se da el traspaso, el salto cualitativo (kierkegaardiano) que conduce el decir hacia el designar para la invocación. En el poema lírico el yo queda restringido (pero potenciado) a una instancia de la lengua en que su presencia se limita a llamar a los demás. Así, vale sólo como aquel que convoca a ver juntos, a descubrir y a invitar a permanecer en lo encontrado (ese “quédate aún” de todo poema, del que habla la autora en sus ensayos): “Siento cómo sube / el agua inquieta / de tu corazón. // Nada te pido. / Deja / que me ahogue. / Salva la imagen”.
La imagen, entonces, es el lugar de reunión entre el yo y aquellos que invoca. Pero en la obra de Domin el poder imaginativo no es profuso (en tanto expansivo), sino concentrado y lateral. Aquello que la voz nos invita a mirar con ella se compone principalmente de retazos breves de la experiencia, mínimas referencias (veladas o sesgadas), zonas inexploradas (o sólo explorables con el tanteo ciego del verso): “Mi sombra / la más delgada, la más sola / entre los muertos // En la isla de luz / dispersa / sin dueño // Tal vez / esas multitudes / tal vez / reunidas solas / tal vez / nosotros / entre ellas / sembradas de nuevo // Como árboles / seremos más suaves // Tal vez / como árboles”.
Este lirismo crea en sus hallazgos una “segunda realidad” (sobrenaturaleza lezamiana, si se quiere), “más viva, más real que la real”; su labor de denominación da a las cosas un aliento mayor al del yo en tanto caso individual y las aviva más allá de las posibilidades del sujeto. Su dispersión no implica una fuga, sino la unión, el punto de confluencia en lo no comunicable que arde dentro del filamento incandescente del poema: “Los embajadores / vienen de muy lejos / más allá de los muros // descalzos / recorren / el largo camino // para entregar esta palabra. / Uno de ellos está delante de ti / vestido de lejanía // tiene la palabra Yo / abre los brazos / dice la palabra Yo // en esta palabra separadora / vean / él ya no está // camina lejos dentro de ti”.
Por último, y si —como dijo Hans-Georg Gadamer— la de Domin es una poesía del regreso, después de atravesar la lectura de esta antología quizá debamos concluir que la tarea de la lírica es, por sobre todo, la vocación de reiterar incesantemente la experiencia del encuentro de los humanos en la palabra cruda, en el lenguaje carnal, como si fuera el único y real sitio al que pudiésemos volver para reconocernos como tales.
Hilde Domin, Canciones para dar aliento, selección y traducción de Geraldine Gutiérrez Wienkin, Llantén, 2018, 106 págs.
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