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Las matemáticas y la literatura están estrechamente relacionadas, como sabe cualquier escritor (o debería saber). En buena medida, y aunque les suene mal a los fundamentalistas de la espontaneidad, de lo que se trata es de combinaciones, cálculos, estrategias, efectos. Pero de esa trama deriva muchas veces un resultado que huele fatalmente a fórmula, como si se tratara de un destino que ni siquiera el lenguaje puede iluminar. En este caso, el patrón sería: humor + bajo fondo = costumbrismo. Ciertos tópicos sociales, trabajados desde una perspectiva humorística, se convierten con facilidad en una reducción, una parodia de sí mismos. Y ahí es donde la prosa de Ariel Magnus hace su irrupción brutal, sin dejarse –casi nunca– tentar por esa suerte de surrealismo sin fronteras que la realidad le ofrece.
Lejos de lo que podría pensar quien lo escuche hablar de su propia obra, Magnus es un humorista, sí, pero también un enfermo de las palabras, y con ellas de los contrasentidos, la ironía, el distanciamiento que en ocasiones elige la mirada como un modo posible de reflejar algo (algo que sobreviva al caos). La de Magnus es una operación constante, obsesiva, de apropiación de la experiencia –de transformación de la anécdota– desde el lenguaje, un proceso deconstructivo y regenerativo que hace que eso que se nos cuenta no pueda ser contraído y sólo permanezca fiel a sus propios términos. No es otra cosa que un modo del extrañamiento (es decir: volver extraño lo conocido), un logro que se potencia en Magnus porque el contexto con el que dialoga es, si bien identificable, también grotesco. Volver extraño en el sentido de afianzarlo, recortarlo de las generalidades, las vaguedades, los chistes fáciles, el exceso de ingenio, la tentación de estar muy por encima de los lectores.
Tal vez el riesgo del que Magnus no sale del todo ileso en esta novela coral es, justamente, el de la multiplicidad. La 31 es una novela sin centro, aunque el paisaje de la villa de algún modo lo sea; como muchos de sus personajes, carece de norte, y esa apuesta extrema, que acaso genere múltiples expectativas, termina por diluirse en la estructura abanicada, repleta de pliegues, de la historia.
Con todo, lo que persiste es la notable capacidad de Magnus para manipular la realidad o, si se quiere, para intervenirla poéticamente. Una lucha feroz contra el batallón de clichés que de seguro tocaban a su puerta, en nombre del costumbrismo, la réplica social o alguna causa todavía menos noble.
Ariel Magnus, La 31 (Una novela precaria), Interzona, 2012, 176 págs.
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