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Los mejores libros sobre música trascienden el acopio para acariciar la filosofía del arte. Son escritos un poco raros, condenados a convivir con los recetarios para aprendiz de brujo sonoro y los anecdotarios insulsos, esos a los que si les borráramos todos los nombres propios y todos los títulos de canciones, el saldo sería una serie de adjetivos, coordinantes e interjecciones. Y las malditas fechas de la música.
El libro de Carlos Sampayo, originalmente publicado en 1999, es de los buenos, un texto mestizo, atravesado por igual por las dos operaciones básicas de toda construcción discursiva: la narración y la argumentación. Lo primero, para contar su vida, o partes de ella, en complicidad con audiciones solitarias o levemente compartidas de Louis Armstrong, Miles Davis y Sarah Vaughan, entre otras epifanías. Lo segundo, para ponderar –o, muy ocasionalmente, defenestrar – el inventario de discos birlados. De cualquier manera, no se trata de un libro completamente huérfano de familia literaria. Al volver a leerlo, más con auriculares que con anteojos, no pude dejar de pensar en Alta fidelidad (1995), de Nick Hornby –si bien los discos sentimentales de este último eran de música pop, no de jazz– y en But Beautiful (1997), de Geoff Dyer –si bien aquí el jazz está escrito en tercera persona, y los discos son menos importantes que los músicos de carne y hueso–. En definitiva, eso que llamamos estilo literario –un ritmo de frases, una cierta entonación, un repertorio de imágenes y atmósferas– hace de Memorias de un ladrón de discos algo muy de Sampayo, una parte de ese todo literario que nuestro escritor ha ido tejiendo, a lo largo de su vida, con los hilos de la novela, el guión de historieta, la poesía y la crítica cultural.
Como en un juego nemotécnico iniciado hacia el final de un largo exilio, el ladrón escribe para recuperar quizá no el tiempo perdido –los discos acumulan tiempo, no lo pierden ni lo extrañan– sino la propia memoria. Ponerla a prueba a partir de esas piezas que supieron integrar su discoteca de adolescente jazzófilo. De ese ejercicio de recuerdos y olvidos emerge un intenso registro de época; un registro finamente generacional. Como si dijéramos: podemos recordar los cincuenta y principios de los sesenta sin estar obligados a dar clase sobre orquestas de tango y cine argentino. En cambio, una mirada un tanto agazapada le permite al memorioso rememorarse como habitante de ese submundo de viejas disquerías y librerías un tanto extravagantes, como la de Gustavo Gregorio Estrogonoff, y de jóvenes coleccionistas –a la sazón, poetas– que no se cuestionaban que su adhesión al jazz pudiera convivir con prejuicios de clase y de raza, ni menos aun con una misoginia que, pertrechada de saberes muy puntuales, encubría torpezas sexuales y otros desacoples con el mundo “real”.
Con las dotes de una atrapante Bildungsroman, el libro de Sampayo nos sumerge en un tiempo que, si bien descrito con minuciosidad, no va a ninguna parte. O mejor aún, termina y vuelve a comenzar, como en los discos. Será por eso que estas Memorias…sólo pueden ser transitadas de manera pausada y saboreada. Y en eso tienen una ventaja sobre el jazz grabado: el tiempo de la lectura lo ponemos nosotros.
Carlos Sampayo, Memorias de un ladrón de discos, Gauderio Editor, 2013, 324 págs.
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