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Nutrido por textos provenientes de Atlético para discernir funciones (1999), No arroje en la vía pública (2009), Manual Arandela (2009), Poemas Inc. (2010), Canciones (2015), El imán (2016), O sea, viniste (2018) y Pequeño Arandela (2018), este volumen concreta uno de los rasgos más salientes de la escritura de Sebastián Bianchi: el arte del patchwork.
En efecto, el lector reconocerá que los textos están confeccionados con retazos de la lengua, de la cultura y, especialmente, de la literatura (“pobres figuritas para la comunicación humana”). La frase, la palabra se recogen de los desechos del habla y la escritura y, aun cuando estos resultan ya in-significantes, son reutilizados para hacer sonar la voz como si fueran sus instrumentos (valga el ejemplo de la serie Atlético para discernir funciones). De este modo, los sintagmas sin hálito, las ruinas del lenguaje, se unen y conforman una nueva respiración, un aire ardoroso que, para hacernos saber que ha nacido, nos dice secamente, como en “Canutos”: “lo que escuchaste recién eran palabras”.
Este aserto no implica una simple remisión lingüística; es una afirmación de la presencia de la voz, su denuncia de estar en el mundo ante los otros, “contento con el ruido que hacen las palabras” (“Si el ferretero te dijera”). Leamos “Vivostos”: “Un decir decimal esquimal animal visvistos / Un decir abismal, visvistos, un decir / Un decir decir visvistos un decir esquimal / Un decir visvistos abismal, decir animal decimal / Un decir decir decir esquimal, un visvistos, decir / Un decir un esquimal, un esquimal, un esquimal”. El tembladeral sonoro de estos versos, más que un lucimiento de aliteración o un tanteo vocal experimental, lo que hace es poner en evidencia la ocupación física del lugar de enunciación (es decir, el cuerpo de la voz).
Reparemos un momento en lo que Aristóteles distingue en el Órganon cuando se sirve de la expresión tà en tê phonê: “lo que está en la voz es símbolo de las afecciones del alma y las letras escritas son símbolos de lo que está en la voz” (a lo que Agamben agrega: “El lenguaje está en la voz, pero no es la voz: está en el lugar y en lugar de ella”). ¿No se vuelve, entonces, la obra de Bianchi una especie de martillo de insistencia espiralada sobre esta cuestión? ¿No se nos remarca en cada texto la necesidad de desenterrar la voz del derrumbe de las palabras y las frases, de lo comunicacional?
Con todo, hay que considerar que, por más derruido que se encuentre, el material del que se sirven estos poemas no pierde del todo su poder referencial, ya que el despojo simbólico de las figuras no comporta la pérdida de connotaciones que permanecerán actuando en el aliento: “Jamás se puede golpear un poco fuerte sobre el corazón del hombre sin que de él caigan mármoles” (“Estatuas”). De lo que se desprende que la selección que realiza la voz para descubrirse no es casual ni aleatoria; su cobertura, su combustible responden a un valer de la parte por el todo y del todo por la parte (“Un cospel”).
A esta altura cabe pensar que la maquinaria, la lanzadera escritural que hila los retazos de cada patchwork sonoro, en vez de invocarse como Lalamatic, podría ser rebautizada como “Blá-blá-matic”. Porque recordemos que, debajo de las articulaciones ya caducas del lenguaje y de la lengua, de “la cárcel del alma”, yace, como bien concluye Jep Gambardella al final del film La gran belleza (2013), lo vital, lo valedero, la organicidad de una voz y su frágil homo sapiens loquendi.
Sebastián Bianchi, Lalamatic y otros versos, Caleta Olivia, 2019, 182 págs.
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