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Desde el collage que ilustra la tapa, diseño de Nacho Jankowski sobre una obra del propio López, al collage interior de formas, materiales, voces y géneros que le dan espesor al relato, uno tiende a creer que, en Las malas lenguas, lo que va a contarse depende, sobre todo, de la eficacia de las formas y los procedimientos artísticos. El montaje de escenas brevísimas, los cortes temporales y su deliberado desorden, como un cut-up ejecutado sobre el propio material y desplegado, a su vez, en una serie de tramas paralelas o sucesivas cuyo punto de convergencia podría ser el de una novela familiar, son algunas de las estrategias compositivas de las que se vale —y en las que confía— Las malas lenguas para desplegar su historia. Sin embargo, hablar aquí de una historia sería decir poco; hay muchísimas, y algunas apenas insinuadas en velocísimos punteos. Podríamos pensar, en cambio, que hay un personaje —Maxi Posse, el profesor de tenis cuya vida de disipación y promiscuidad sexual está en centro de la novela—, pero así como la arquitectura del relato es fruto de un cruce de múltiples nudos dramáticos —de la homosexualidad del respetable “señor Dionisio” a la apropiación de un bebé nacido en 1977; de la limpieza hogareña de la vidente ciega a la muerte en Milán de José María—, Maxi es producto de los encuentros y desencuentros de la familia en cuyo universo se mueve.
Las señoras Violeta y Cielo Posse, sus maridos y sus hijos, primos entre sí, son el centro incandescente de esa galaxia en expansión. La cocinera, los masajistas y taxi boys, el ama de llaves o “la diseñadora”, satélites y asteroides cuya gravitación o influencia desacomoda una armonía ilusoria. Sueños, fantasías, horóscopos, canciones, poemas, chats virtuales y regresiones a vidas pasadas, entre otros registros, asumen muchas veces el lugar del narrador. Un crimen, estafas de entrecasa, mentiras, relaciones cuasi incestuosas y desgracias múltiples se suceden como se suceden las voces, los recuerdos y las proyecciones que van amalgamando esta suerte de excursión a un inconsciente familiar. El ritmo es vertiginoso y la capacidad de invención desplegada en los cuadros tiene un efecto adictivo. No es exagerado suponer que la novela pueda leerse de una vez y de corrido, a la manera en que se lee una revista del corazón. Dicho esto, cabe cerrar con una observación que ya puede resultar más o menos evidente: en el uso de los materiales y de los recursos narrativos que hace Las malas lenguas resuena Boquitas pintadas, de Manuel Puig, como si de a ratos se nos ofreciera una actualización de aquel clásico dispositivo.
Alejandro López, Las malas lenguas, Blatt & Ríos, 2017, 168 págs.
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