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Miró: la experiencia de mirar

Joan Miró

ARTE

La obra de Joan Miró implica practicar el ejercicio de la nostalgia, una tendencia viral que aparece en la producción de series ochentosas como Stranger Things o en remakes de clásicos como It, en gestos pequeños como usar ropa de nuestros abuelos o en gestos grandes como votar por un proyecto político parecido a uno de los años noventa. El presente decide mirar para atrás porque está cansado de bautizarse a sí mismo, ningún título le ha quedado bien: ni posmoderno ni contemporáneo. El presente es un huérfano que busca algo para comer entre los escombros de la historia.

La educación sentimental es una formación prematura hecha a base de películas románticas, clásicos de la pintura, casetes y discos de los héroes del ayer, que sirvieron para armar la casita inestable del gusto y dotar al cuerpo joven de una brújula y armadura que pudiera darle batalla al mundo adulto. En algunos casos tutelaron el camino hacia la adultez; una pintura puede haber funcionado como motor para que muchos jóvenes se inscribieran en las facultades de artes o para que tomaran la decisión de ser artistas. La educación sentimental, por más ingenua que parezca, configura un modo de observación y está presente en todas las generaciones y en todas las formas del tiempo, en el llanto púber y en las arrugas que marcan un final. Haber sido los elegidos de la juventud puede que sea uno de los grandes logros de los artistas del siglo XX. Las vanguardias europeas fueron la vitamina visual predilecta de esos adolescentes interesados en los misterios y poderes de las imágenes. Algunos eligieron de ángel guardián a Salvador Dalí, otros a René Magritte, a Marc Chagall, a Henri Matisse o a Joan Miró, quien desde siempre se eligió a sí mismo en lugar de pertenecer a un grupo definido.

Entre tantas cosas, la obra de Miró nos enseña a ver el oleaje que la conforma. Este movimiento no nace ni muere, aparece como una línea negra que dibuja, con movimientos irresponsables y despojados, un pedazo del mundo. La línea adolece hasta que no puede más y le arranca la piel, el mundo se desangra en azul, amarillo y rojo. El cielo y la tierra se salpican en las manos de Miró, las puntas de los dedos se empapan de negro y el artista que prefirió la introspección antes que el renombre sonríe, oculto del mundo en su casa-taller de Palma de Mallorca. Hasta el último momento Miró quiso perderse en sus pinturas, sacarse de encima el título de “maestro” que los hombres de su tiempo le impusieron. Si él dialogaba con algo era con los árboles de Mont-Roig, con un panel azul en París o con la juventud a la que abría las puertas de su taller. Miró sabía que si quería sobrevivir al tiempo y ser más que una cita bibliográfica tenía que conectarse con el futuro y no con su pasado inmediato, imaginarse a miles de artistas jóvenes que pudieran encontrar en su obra un placebo para la incertidumbre y un combustible para la creación.

El ejercicio de la nostalgia opera de manera instrumental en la actual exhibición de Miró en el Museo Nacional de Bellas Artes. Las líneas de tiempo complacen al espectador y sus frases más icónicas aparecen en las paredes, la gente posa contenta con sus pinturas y esculturas. Lo peligroso empieza cuando el ejercicio se lleva al extremo y tanto las obras como las personas se agotan de sí mismas y el diálogo conmemora pero no renueva. Hay un problema con mirar para atrás en busca de una única forma de pasado, y es que este es otra casita inestable, un tipo de imagen creada a partir de una memoria editada. Es la escenografía del pasado lo que nos conmueve, no el interior, y cuando la cobertura es el gran protagonista, a pesar de las filtraciones de sentido, el contenido se vuelve uniforme. Una obra que sólo sirve para mirar hacia atrás es una obra estéril.

Tal vez a Miró le hubiera gustado que se busquen en su obra otras marcas más allá de su biografía, algo que abra su lenguaje hacia los artistas que producen en la actualidad.

 

Joan Miró, Miró: la experiencia de mirar, curaduría de Carmen Fernández Aparicio y Belén Galán Martín, dirección de Manuel Borja-Villel y Rosario Peiró, Museo Nacional de Bellas Artes, Buenos Aires, 25 de octubre de 2017 – 25 de febrero de 2018.

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