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Rengo yeta

César González

LITERATURA ARGENTINA

Al comienzo de Merca, la novela de Loyds, en poco menos de quinientas palabras, además de con tópicos como la droga o la rubia de piernas interminables, uno se topa con un catálogo de marcas cuya mención tiende a plantear una jerarquía. Del lado del protagonista caen los Ray Ban, el iPhone y un BMW; del otro, más grasa, Samsung y Megane. En la última novela de César González, semejante a la de Loyds en algunos aspectos —la frase corta, indicativa; la primera persona—, el narrador y protagonista viene de más abajo en la escala. Rengo yeta también tiene su droga, una variante cortada con Novalgina y apuntalada con dosis de porro, pegamento y clona; están el estilo crudo y directo y las marcas, pero, y aquí radica la diferencia capital, está la cárcel: mientras el merquero de clase alta peina en libertad con la Amex de papá al amparo de los vidrios polarizados, las apariencias y las influencias, en baños en suite o en terrazas con vista al río, el villero añora un saque desde una celda húmeda en la que los ruidos del exterior, a través de los barrotes de una ventanita, suenan a “carcajadas burlonas”. Y claro, dirá el cheto de Merca, ese está preso por delincuente. Ajá. ¿Y tu viejo evasor, su plata sucia escondida en paraísos fiscales, no afana? La pregunta, extemporánea, se sale de los límites de la narrativa y apunta a un ladrón a quien un nudo estratégico de trastornos y complicidades convierte hoy en una especie de “héroe”. 

Novela de iniciación, de aventuras, policial, juvenilia y, sobre todo, del encierro, si vale esa etiqueta para las que, como esta, vienen de “Rejalandia” y narran y describen lo que pasa en los pabellones de una cárcel, en las celdas y en el interior todavía más desolado de un personaje sin folklorismos berretas, sin golpes bajos coreografiados y destinados a conmover o empatizar higiénicamente, el fondo narrativo de Rengo yeta es impactante. Uno puede encontrar ecos del volumen documental Los pibes del fondo, de Patricia Rojas, en el que la palabra y las imágenes vienen de los pasillos de la marginalidad, la miseria y la supervivencia cotidiana con mínimas mediaciones, o de Las tumbas, de Enrique Medina, con la que además de la experiencia de base comparte la voluntad narrativa. Es sorprendente, o no, el dibujo especular que en uno y otro relato compone la geografía carcelaria. En una y otra novela, entre las que median más de medio siglo y un sinfín de cambios y reconfiguraciones del mundo, del lado del adentro no parece haber diferencias. Ritos, órdenes, rangos, apodos, arquitectura y mobiliario; de una u otra forma todo se replica en los interiores tumberos, de 1960 o de 2010. Ambos protagonistas son todavía chicos, nuevos en el circuito de las instituciones. El rengo de González llega al cabo de un enfrentamiento, baleado por la gorra y consagrado por las noticias policiales; su andadura carcelaria arranca casi en el mismo punto en que había terminado la de El niño resentido, encabalgando una saga entre las dos. Adentro, en esta segunda mitad, una mezcla extraña de individualismo salvaje y comunismo de las vituallas se entrevera casi sin arbitrajes. Es tan vital pararse de manos para no ser tomado por gil como integrarse al grupo adecuado y allí compartir sin mezquindad lo que viene de afuera, yerba, galletitas o pastillas. El deseo sexual y la autosatisfacción, casi cualquier debilidad aprovechada, por poco y todo el conurbano pobre tiene su ranchada entre las rejas. Esa especie de continuidad trágica que hilvanan la miseria, el trampolín hacia la delincuencia y la prisión hacen que el encierro pueda volverse un laberinto, uno cuyos recovecos se alargan aún en la libertad, como si la cárcel tuviese su perímetro y sus paredes ciertas, y como si más allá se levantasen otras, tan densas como invisibles, hechas de más condena y desigualdad. Así como el personaje de Rengo yeta planea salir para volver a robar con “más pericia y conciencia económica”, el de Las tumbas vuelve cuando, de grande, se convierte en celador.  

Como si la zona de la vida que la novela explora, refiere o señala no debiera embellecerse bajo pena de traición careta, escatología, lunfardo, descansos e insultos toman por asalto la página y la vuelven tensa, chispeante, iluminando una corriente del habla tan ingeniosa y mañera como particular, la de los vecos iniciados en una jerga de corte chabón cuyo uso más virtuoso acaso esté entre las décimas paródicas de “El guacho Martín Fierro, de Oscar Fariña. A veces, sin embargo, Rengo yeta trepa en el registro para descolgar de las ramas de su diccionario bárbaro alguna que otra fórmula pulida, como si después de todo fuese el registro alto el que impusiera al relato su sello de literaturiedad: mientras una “brisa hedionda” se cuela para describir el aire viciado de la celda, un “suave torrente” se derrama para dar cuenta del chorro de agua esquelético que sale del caño de la ducha en el baño del Instituto. Los berretines del lenguaje, las maneras de decir, son cruciales.  

Pensando en torno a El juguete rabioso, y más cerca de la enunciación del problema que de alguna solución, David Viñas preguntó una vez si el uso del lunfardo entre comillas por parte de Arlt no sería algo así como el escrúpulo de una escritura que temía quedar pegada “en ‘lo pringoso’ del ‘infierno’ popular”. ¿Será que los oropeles de un registro culto hacen algo así en la novela de González, al revés? Contrabandeando parla fina hacia la narrativa tumbera, a su modo —y trayendo la que usa adentro de la cárcel hacia aquí—, el rengo de González puede ensayar una respuesta: “Los presos son especialistas en el arte de narrar. Cargan las anécdotas con aguda emoción, le dan musicalidad, saben cuándo es el momento de intensificar el tono, recrean voces de otros pibes y hasta actúan de diferentes personajes, víctimas incluidas […]. Una mentira bien contada pesa lo mismo que una verdad. En la cárcel, el que domina el arte del relato vive más tranquilo”. Fuerte, pringoso y barriobajero, rico en su “creatividad primitiva”, el arte narrativo de Rengo yeta se desacopla de la corrección textual y política casi como si la novela saltara la reja de una casona residencial, trepara por las paredes hasta el piso alto de la literatura, saqueara los cajones del estilo y las convenciones y, vestida con una ropa de marca sobre otra y con un bolso lleno de joyas y valores, se escurriera camuflada en colectivo, tren y remís hasta el Hueco de la Gardel para reventar el botín con el alma estallando de “puro regocijo”.   

 

César González, Rengo yeta, Reservoir Books, 2025, 192 págs. 

25 Dic, 2025
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