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Este Autorretrato sin mí, fiel a la antítesis que lo bautiza, se inicia en tercera persona. El “yo” se separa en dos planos: “Su vida y la mía”, historias complementarias, en absoluto iguales. Muy pronto se abandona este artificio y queda la voz, también dudosa, de la primera persona. Cuenta que los hechos que sucedieron, y los que no, conforman su historia. Memoria y ficción. Los caminos se bifurcan a cada paso y el tropiezo fortuito con un antiguo amor desencadena otro presente posible con recuerdos inventados. “Veo entonces, asomado al hondo fulgor de sus ojos, retozar a los hijos comunes que no nacieron”, leemos en un eco del “Farewell” de Neruda, porque la poesía así palpita bajo el lenguaje narrativo, de forma discreta y elegante. Olvidado por su dueña en el ángulo oscuro del salón, quién sabe si cubierto de polvo, se escucha el silencio de un piano que tocaba Cecilia. El vacío existencial se hace doméstico, ocupa su hueco en ciertos días de lluvia.
En el nuevo libro del autor de la celebrada y superventas Patria (2016), de tono intimista y voluntad autobiográfica, ocurre otro desdoblamiento: un niño interior ilumina las habitaciones del cuerpo y convive con el adulto. Es aquel pequeño que construye, en la orilla, una “montaña” de arena, a la distancia justa para que una ola lama su falda y caiga un hilo de agua y espuma en el hoyo, junto a ella. Los paraísos del narrador son baratos como los libros y se expresan —como puede verse— con lirismo. Una simple manzana será todo el estímulo necesario para crear bellísimos fragmentos en los que reconoce su reflejo en un caracol y escribe: “Yo apenas me alejo de mi soledad. Salgo de vez en cuando un poco, me alargo hasta la esquina para recoger del suelo alguna que otra experiencia novedosa y sin demora me repliego. Yo estoy tan solo a solas como en presencia de los otros”. La prosa se complace en los tópicos de la tradición occidental, como el tempus fugit: se fue la juventud del espejo para no volver, y frisa el hombre la edad de la serenidad y la contemplación. Tragicómico, el narrador recurre tanto a las escenas melancólicas como a las de comedia para reconstruir una autobiografía eminentemente literaria, con abundancia de lecturas de poetas. Lorca pulsó el hilo de su sensibilidad literaria, durante la aborrecida escuela. La lengua castellana se volvió desde entonces una suerte de diosa celebrada por Cervantes, Quevedo, Rulfo, Darío, Góngora, Vallejo, Hernández, por él mismo. No obstante, sobrevive la bofetada de un maestro, resuena en el transcurso de las décadas a pesar de haber realizado tantas veces las tareas pendientes.
Fernando Aramburu, Autorretrato sin mí, Tusquets, 2018, 182 págs.
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