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A treinta años de la muerte de Juan Carlos Onetti, le rendimos homenaje acercándonos a su obra, hecha de tanteos desbordantes, de alambicadas fintas y contrapunteos en los que se pone en entredicho la misma trama argumental. Desde ese lugar de extrañamiento, nos recuerda Piglia en Teoría de la prosa, “el narrador deja de confiar exclusivamente en lo que ve y empieza a elaborar con independencia un mundo ficcional”, contagiando ese corrimiento al lector. Recorremos aquí de manera panorámica y coral sus nouvelles y tres de sus novelas —El astillero, Juntacadáveres y Dejemos hablar el viento—, esperando ofrecer ciertas claves que tal vez inciten a la lectura o la relectura del más elegante y existencial escritor de la República Oriental del Uruguay.
Raúl A. Cuello
Novelas breves
Maximiliano Linares
Siete textos de la prolífica narrativa de Juan Carlos Onetti resultaron seleccionados como novelas breves para la edición de Eterna Cadencia en 2012: El pozo (1939), Los adioses (1954), Para una tumba sin nombre (1959), La cara de la desgracia (1960), Jacob y el otro (1961), Tan triste como ella (1963) y La muerte y la niña (1973). Unos años antes, en 2009 —en ocasión del centenario del nacimiento del escritor uruguayo—, la Colección Archivos y Alción Editora publicaron en conjunto el volumen Novelas cortas. Esta edición crítica, coordinada por Daniel Balderston, adicionaba dos textos —Cuando entonces (1987) y Cuando ya no importe (1993)— a las siete referidas más arriba. He aquí una diferencia respecto de la nouvelle como forma narrativa, cuya definición y práctica sigue prestándose a la discusión teórica ligada al género. Ambas ediciones, tanto la que alude a lo breve como la que tematiza lo corto, coinciden de pleno en la incorporación del fundamental ensayo de Juan José Saer, “Onetti y la novela breve”. Este prólogo saeriano suministra algunas claves relevantes; anotamos tres de ellas: el valor de la prosa onettiana como apuesta fuerte a la escritura; la maestría en el dominio de la forma nouvelle, que en Onetti mixtura de modo único —según el autor santafecino— la destreza en el uso de las técnicas narrativas con el despliegue del universo ficcional, sin resignar hondura a expensas de la extensión; y, finalmente, el reconocimiento del legado onettiano en la construcción de su propia obra narrativa. Con esta incorporación: una acertada coincidencia entre ambas ediciones.
¿Por qué leer, entonces, a Onetti treinta años después de su muerte en Madrid, un 30 de mayo de 1994? ¿Por qué releer este conjunto de textos luego de más de cincuenta años de la factura final del último de la serie seleccionada? Los motivos parecen no circunscribirse exclusivamente a las magistrales resoluciones formales de sus novelas breves: multiplicidad de voces narrativas, simultaneidad de planos, relatos construidos a partir de las elipsis, proliferación de versiones. Hay que pensar, además, en paralelo, que este dominio de técnicas y ardides no puede separarse del Barroco. De este modo, los fundamentos se condensan en sustantivos abstractos que nos arrojan de lleno al centro de lo humano: amargura y desazón por la pureza irrecuperable; conciencia agónica acerca de la finitud; el mismo vacío reversionado una y otra vez hasta lo exangüe; un desamparo absoluto ante la bestialidad ajena; un énfasis obsesivo en relatar una epopeya de la derrota; el desasosiego humano tan inextricable como estéril; el desahucio y la sinrazón como excusa ante el final. Sobradas razones para seguir leyendo al narrador uruguayo. Con extremada claridad lo dice Juan José Saer: “Como los de toda gran literatura, los personajes de Onetti tienen un rostro que tarde o temprano terminamos por reconocer: es el de cada uno de nosotros”.
Juan Carlos Onetti, Novelas breves, Eterna Cadencia, 2012, 352 págs.
El astillero
Fermín Eloy Acosta
Reeditada en 2017, El astillero (1961) es, sin lugar a dudas, una de las obras que relumbran en el centro exacto de la construcción ficcional onettiana. Condensa y reúne muchos de los puntos que el uruguayo trazaría a lo largo de un proyecto de obra por demás generoso —hacia adelante y hacia atrás— hecho de una extraordinaria cantidad de derivas y experimentos: cuento, nouvelle, novela. En palabras de Josefina Ludmer, quien le dedicó un extenso ensayo, Onetti lleva a la práctica aquel dictum de Walter Benjamin: “un escritor que no enseña nada a los escritores no enseña nada a nadie” porque, en efecto, este texto compone, de la misma manera que su serie de nouvelles u obras de más largo aliento como La vida breve, ingentes esfuerzos por desarrollar un artefacto donde la escritura parece nacer y moverse gracias al esfuerzo de una o varias voces que asumen la tarea misma —y sus desafíos— de componer un relato que irá rodeando hechos enigmáticos. Las narraciones que se anudan en este libro siguen la huella de Larsen —otrora el corrupto Juntacadáveres, expulsado del pueblo—, quien regresa después de muchos años abriéndose paso contra los fantasmas que ha dejado su recuerdo, pero también ante una tensión irresoluta donde las cosas parecen sostenidas en equilibrio precario, a punto de derrumbarse.
De esta forma el narrador de El astillero irá recogiendo diversos fragmentos de impresiones inacabadas, esmeriladas —a veces en demorado zarandeo— para componer un retrato general —aunque agujereado— de aquel Larsen que se mueve por las calles de un pueblo en ruinas —la mítica Santa María que centraliza gran parte de la obra onettiana— debido a que ha conseguido un trabajo en el astillero del viejo Petrus. En ese tránsito se enamora y corteja a su hija, Angélica, trata de controlar a sus dos únicos empleados, Gálvez y Kunz, y espera la llegada de una importante inversión económica que mejorará su posición en el astillero. El titubeo del texto se arma en derivas insistentes, una sintaxis porfiada que cabalga y se demora, permanece con una morosidad que a veces encuentra interferencias. “Es probable que persistiera durante el viaje que había venido para despedirse”, “Lo vieron o lo vimos” o “Lo oímos”. Toda percepción aquí es plausible de rebatirse, toda percepción tambalea pero cuando hace pie demuestra la inexorable pericia detrás de una de las escrituras más importantes de Latinoamérica de la segunda mitad del siglo XX: “Iba con el sombrero descuidado en la cabeza, los ojos moviéndose a compás, desconfiados por deber, para pasar revista a las filas de máquinas rojizas, paralizadas tal vez para siempre, a la monótona geometría de los casilleros colmados de cadáveres de herramientas, alzada hasta el techo del edificio, continuándose, indiferente y sucia, más allá de la vista, más allá del último peldaño de toda escalera inimaginable”. En ese avance del personaje por esta tierra yerma los narradores irán añadiendo distintas impresiones hasta relatar, incluso, su final miserable y en soledad. Sin lugar a dudas, una de las cosas que más relucen de este material —en épocas en que el artesanado detrás de una prosa quizá sea una retaguardia que resiste ante la exigencia de una prosa transparente, de novedad de mercado, de tema— tal vez se consolide en la construcción demorada de esa prosodia de música traqueteante, insistente, que se arremolina en torno de cada anécdota y alumbra, entonces, breves párrafos de una intensidad trascendental: “El perro ladraba lejos, yendo y viniendo, el cielo se hizo repentinamente negro y las velas ardieron crecidas, intensas, como un júbilo vengativo”.
Juan Carlos Onetti, El astillero, Eterna Cadencia, 2017, 224 págs.
Juntacadáveres
Raúl A. Cuello
En el universo literario de Juan Carlos Onetti, el prostíbulo gravitante de Juntacadáveres es algo más que una plaza de entretenimientos bizarros; es un símbolo algo mutante y desgarrador del fracaso que define el flavor de la obra del autor uruguayo. La historia, publicada en 1964, se centra en Junta/Larsen, conocido por su apodo “Juntacadáveres”, un hombre cuya vida ha estado marcada por el estupor y la melancolía. Larsen, dotado de una gran intensidad trágica y grotesca, regresa a Santa María con la ilusión de establecer el prostíbulo de sus sueños. Sin embargo, esta travesía onírica se choca con la facticidad de su estado vital ya que, en simultáneo, y tras varios intentos frustrados, busca fundar un burdel en el declinar de su existencia.
Con el estilo que lo caracteriza, es decir, con una prosa alambicada y millonaria, Onetti busca plasmar la atmósfera de un escenario que hace las veces de commedia dell’arte. En el corazón de la novela, el prostíbulo se convierte en una metáfora de la corrupción y la moralidad fallida que envuelven a Santa María. Esta ciudad, que se presenta como un microcosmos de la sociedad en general, es un lugar donde la modernización y los valores conservadores se enfrentan de manera brutal y a menudo ridícula. El rechazo de los habitantes de Santa María hacia el prostíbulo es a la vez atrabiliaria y algo programática. Encabezada por el padre Bergner y otros miembros de la Liga de Caballeros Católicos, la oposición al burdel refleja una resistencia a cualquier forma de cambio que desafíe el orden moral establecido. El enfrentamiento entre el ideal de Larsen y la realidad que lo rodea es un claro reflejo de la tensión entre el sueño y la desilusión que permea la novela. A su vez, Juntacadáveres es una pieza de un universo narrativo más amplio, un fragmento del mundo creado por Onetti en el que los personajes se entrelazan y la historia de Santa María se despliega con una complejidad que va más allá de la mera trama. Los personajes de la novela, como el concejal Barthé y el doctor Díaz Grey, forman parte de un tejido narrativo que explora la corrupción política y la doble moral, elementos que Onetti aborda con un agudo sentido de ironía y desilusión.
El estilo de Onetti, por momentos inigualable en la narrativa latinoamericana y d’ailleurs (“No quiero aprender a vivir, sino descubrir la vida de una vez y para siempre”), y su exploración en torno a la idiotez crean una experiencia de lectura que se transforma de un solo golpe en algo hipnótico y desesperante.
En un examen concluyente podríamos afirmar que, más allá de la trama argumental, el libro podría ser tomado como el gran tratado sobre la estupidez. En este sentido es que la obra no solo refleja la visión del autor sobre la sociedad de su tiempo, sino que también ofrece la dimensión exacta del fracaso que marca la decadencia irremontable de nuestra especie.
Juan Carlos Onetti, Juntacadáveres, Eterna Cadencia, 2018, 288 págs.
Dejemos hablar al viento
Mercedes Alonso
Puede ser que todas las novelas de Onetti, al menos las que transcurren en Santa María, sean sobre hacer ficción. En La vida breve, Brausen arma el pueblo a partir del consultorio del médico Díaz Grey; en Para una tumba sin nombre, tres narradores cuentan tres versiones de la misma historia, tres interpretaciones de una misma escena que se contradicen más de lo que se complementan. Todo está en quién le cree qué a quién.
Se trata siempre de contar el cuento, de producir o construir el relato, como lo dice Josefina Ludmer en los dos ensayos sobre esas novelas que integran Onetti. Los procesos de construcción del relato, reeditado por Eterna Cadencia en 2009. El término “construcción” como reemplazo de “producción”, que figuraba en el título de la primera edición de 1977, podría contar la historia de la teoría literaria en la Argentina (en la que Ludmer ocupa un lugar importante), pero ese es otro cuento.
El que importaría para empezar, en cambio, es el de las reediciones de los libros de Onetti a la par de los libros sobre Onetti. Una paradoja: Eterna Cadencia publica Dejemos hablar al viento, que es de 1979, en 2019, a la par de Teoría de la prosa, que reúne las clases que dio Ricardo Piglia en la Universidad de Buenos Aires en 1995. En el título está el modo Onetti de pensar la ficción en su hechura: en el seminario, la teoría de la prosa es la que el crítico lee en los textos. En esas clases, Piglia no habla de Dejemos hablar al viento. Su tema son las obras mayores, que —otra paradoja— son las breves, porque condensan los procedimientos de la prosa de Onetti.
Dejemos hablar al viento, la novela larga y tardía, es la enciclopedia de Santa María. No contradice a Ludmer, que no podía preverla cuando publicó su libro en 1977, ni a Piglia. Al contrario, pone en escena la escritura como cita y reescritura, que es lo que Onetti estuvo haciendo siempre de manera, tal vez, más sutil.
En la novela, Medina viaja de Lavanda, donde vive, a Santa María, donde fue comisario y personaje menor. Cruza el río y reencuentra nombres conocidos; la novela vuelve con él y cita. La más obvia es el fragmento de La vida breve en el que Brausen tiene, finalmente, “la ciudad de provincia” que es Santa María, transcripto en párrafo aparte con sangría, de acuerdo con la norma. Hay entrecomillados, alusiones y mis favoritos: títulos de lo que en la novela llaman “libros sagrados” que aparecen en medio de las frases: Medina evoca sus “vidas breves”; Juanina habla “desde su tierra de nadie”.
Simétricos de los “textos de comienzos” que parecen anunciar lo que sigue en la obra de un autor, Edward Said piensa en “textos de recapitulación” que la cierran aunque después vengan otros, como vienen Cuando entonces (1987) y Cuando ya no importe (1993). Dejemos hablar al viento mira Santa María —que es la ciudad y la obra— desde su decadencia y desde el otro lado del río; Onetti repasa su universo narrativo en 1979 desde el exilio español, a treinta años y todo el Atlántico de distancia del Buenos Aires de 1950, donde Brausen empezó a imaginar el consultorio de Díaz Grey.
Como él, Medina espera Santa Rosa, que llega después de amenazas y amagues. La tormenta es una cita; la novela, como lo que quiere pintar Medina, una “ola borrosa” hecha de restos —“vendas con sangre y pus”, “bordes de muebles viejos”—; una ola que lo absorba todo y “que se parezca a la última”.
Juan Carlos Onetti, Dejemos hablar al viento, Eterna Cadencia, 2019, 296 págs.
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