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La ciudad se publicó por primera vez en 1970, en la colección que dirigía Marcial Souto en Tierra Nueva. Después de años y reediciones, pasó a integrar, con París y El lugar, la “trilogía involuntaria”, título de la otra edición disponible de la novela. Debolsillo y Random House, ambas de Penguin, retoman el nombre que tenía Levrero y lo suman al plan de trilogización de la literatura contemporánea: las Tres novelas de época, de Alan Pauls, y los cuentos de Luciano Lamberti, de la misma compañía, pero también la Trilogía de la pasión, de Ariana Harwicz, en Mardulce.
La edición de Criatura le devuelve la singularidad a La ciudad: la independiza y la arranca de la uniformidad editorial, a lo que contribuyen los dibujos de Alfredo Soderguit, que hacen algo ligeramente diferente de ilustrarla.
Lo raro es que celebre los trescientos años de Montevideo con un libro como este, en el que el nombre que presupone la conmemoración aparece una sola vez, impreso en un boleto de tren. El resto es inespecífico, como la ciudad en el epígrafe de Kafka: “nada más que algunos contornos imprecisos en la niebla”.
En todo caso, existe la aspiración de llegar a la ciudad. Bajo el signo del epígrafe, La ciudad resulta “kafkiana”, pero podría de la misma manera estar en sintonía con el absurdo de Esperando a Godot, de Samuel Beckett, o con la sospecha de la puesta en escena de “Instrucciones para John Howell”, de Cortázar (publicado en 1966, mientras Levrero escribía La ciudad), o The Truman Show (1998). Lejos de la resolución explicativa de la película de Peter Weir, la apuesta de Levrero, su gracia, es quedarse con la duda. “Ya no quería que nadie me explicara nada, nunca más”, piensa el personaje, algo que la literatura podría decirse más seguido.
¿Por qué, entonces, la conmemoración? Quizás Montevideo sea una ciudad imaginaria, como en la literatura de esta otra orilla, desde el poema en que Borges la llama “puerta falsa en el tiempo” hasta el éxito de ventas La uruguaya, en la que Pedro Mairal cita y recrea el poema de Borges.
Quizás la elección apele a la particularidad de la literatura uruguaya con que Ángel Rama trató de separarla de la argentina: la tradición de los raros. Cuestionada y rechazada, hasta por el mismo Levrero, resuena cada una de las veces que algo de lo que pasa en La ciudad es “raro” o “extraño” —spoiler: son muchas— o cada vez que creemos que lo son —otras tantas—. Se podría usar el término “fantástico”, pero esa es una tradición rioplatense. Quizás la identificación sea esa: más que un nombre en un boleto de tren, mejor que referencias reconocibles —el único rastro de lo que se llamaba “color local” son los refuerzos y el termo bajo el brazo del almacenero—.
Las ilustraciones de Soderguit explotan lo raro, lo extraño, lo impreciso. Los primeros planos —una llave de luz, una cerradura– enrarecen los detalles; otras exageran la literalidad, pero alteran un detalle que cambia todo. Los perros erguidos como personas de la tapa, el detalle de una imagen interior, son la síntesis de los perros y niños que reciben al protagonista en la casa que aparece al fondo de la imagen. La mujer que se ve en la ventana pone en el mismo plano de realidad lo que en el texto es una ilusión del narrador. Soderguit participa del juego de Levrero y de Criatura, con su acto inexplicable de editar lo que vende Random y celebrar una ciudad con una novela que no representa nada.
Mario Levrero, La ciudad, ilustraciones de Alfredo Soderguit, Criatura Editora, 2024, 192 págs.
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