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La nueva novela de Isaac Rosa puede leerse como una vuelta de tuerca de la anterior. En La mano invisible (2011) nos encontrábamos ante una mezcla de parque temático, reality show e instalación artística en la que el trabajo era despojado de su fin tradicional para ser presentado como una actividad que, pese a ser tan concreta, acababa siendo abstracta y se representaba a sí misma, plena y a la vez vacía de significado. El efecto conseguido, de extrañeza y perplejidad ante lo cotidiano, mecánico y repetitivo como el trabajo mismo, resultaba fascinante. Ahora, en La habitación oscura, Rosa nos sitúa en un espacio que, por su singularidad conceptual, en principio pudiera parecer similar, pero en realidad es opuesto: el de la parábola, siempre tan necesitada de interpretaciones y moralejas.
Un grupo de amigos españoles rentan, durante los mejores años de su vida, un apartamento para estudiar de día y reunirse de noche. Casi por accidente, durante un apagón, improvisan una orgía en la que la identidad de los otros, transformada en puro cuerpo, queda difuminada. La experiencia resulta tan grata que, ante la fiabilidad de la industria eléctrica española, los amigos deciden montar una habitación oscura a la que acudirán al principio en busca de sexo más o menos anónimo y, más tarde, cuando comprenden que la vida va en serio, de un lugar que les permita imaginar que no están en ninguna parte. Fuera de la habitación, mientras tanto, asoma la verdad desagradable de la crisis en España, y es entonces cuando la parábola, a veces recordando la prosa evangelizadora de Saramago, se hace presente para brindar sus enseñanzas.
El hijo pródigo, banquero que estafó más o menos con inocencia a sus clientes más indefensos, regresa al buen camino y adquiere conciencia social. El buen samaritano, que salta de ONG en ONG, auxilia a sus compañeros. El buen pastor dirige el rebaño hacia una discreta insurrección que recuerda la del hacker politizado de Acceso no autorizado (2011), de Belén Gopegui. Pero el individualismo, causante, según Rosa, de la desastrosa situación actual, también mina los esfuerzos comunitarios por buscar una salida, y es en este punto donde La habitación oscura remite a El despoblador de Beckett, en la que una masa de cuerpos también encerrados buscan una salvación imposible.
Lo más destacado de la novela, sin embargo, no se encuentra en su planteamiento político o moral, sino en la voz narrativa que lo desarrolla, que Bruno Galindo ya había explorado en El público (2012) con la misma finalidad. Hay un juego de narradores en que se acaba imponiendo la primera persona del plural, mediante la cual la historia se colectiviza y alcanza sus mejores páginas, cuando se describen los hábitos de una generación que se imaginó opulenta y que de pronto se encontró arruinada. Sorprende la naturalidad con que estas voces avanzan y van construyendo una historia compartida, lo que manifiesta a un escritor de primer nivel. Si en esta ocasión quizás peca de obvio, se debe a las limitaciones que impone la parábola, la cual no deja espacio para el conflicto interno ni el cuestionamiento.
Isaac Rosa, La habitación oscura, Seix Barral, 2013, 252 págs.
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