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Resulta imposible acercarse a Simone sin cierta intriga. Por primera vez el Premio Rómulo Gallegos se otorga a un autor proveniente de la periferia de la lengua (Puerto Rico), desconocido fuera de su ámbito, y a una novela fragmentaria y de dimensiones más bien reducidas, en contraposición con los voluminosos libros tradicionalmente premiados en busca permanente de la gran novela latinoamericana. Sin que esto signifique que este modelo esté caduco ni que la propuesta de Simone resulte novedosa, es clara la intención del jurado de querer normalizar otra clase de narrativa.
En efecto, Lalo retoma con desigual fortuna varios de los rasgos de la novela más innovadora: repentinos giros argumentales de corte aireano, apropiaciones y diálogos con el arte conceptual propios de Bellatin, la fusión de vida y literatura presente en Pitol, el ensimismamiento ultrarreflexivo de Chejfec. El problema es que estos elementos aparecen diluidos y con un aire de impostura, como si fueran un agregado ajeno al planteamiento del texto. Para ejemplificar esta circunstancia conviene dar un repaso al argumento porque, pese a las apariencias, Simone es fiel al esquema dramático tradicional.
En lo que parece ser un diario, un escritor y profesor cuenta su historia de amor con la joven Li Chao. Alrededor de este eje argumental se ofrecen estampas de San Juan, pasajes de la vida del escritor y reflexiones de diversa índole. Algunas de estas ponderan el fragmento como método de composición, como si Lalo necesitara justificar sus elecciones estéticas. También se introducen citas literarias, que más que dotar de significación a lo narrado parecen querer dar sustento al elitismo del narrador, quien se escandaliza de que una colega no pronuncie “Derrida” a la francesa. Pero es en la relación sentimental donde el contraste entre los visos intelectuales y el fluir de la trama chirría más, debido a que arrastra demasiados tópicos. Li seduce al escritor con mensajes que no dejan de ser un juego adolescente, por más que se quieran presentar como instalación artística o ejercicio literario simplemente por incluir la figura de Simone Weil. Eso por no hablar del heterocentrismo y del “buenismo” bienpensante condensados en una figura de autoridad que nunca cuestiona su relación con una mujer más joven, lesbiana e inmigrante, y que satisface su conciencia escandalizándose del trato que ella recibe en el restaurante chino donde trabaja.
La autocomplacencia alcanza sus más altas cotas en el clímax que mezcla inesperadamente una escena de ruptura amorosa con un rabioso alegato contra la literatura española. Esta digresión desconcierta por partida doble: por un lado, carece de función narrativa, y por otro, resulta fútil y acaba siendo acrítica, porque el narrador renuncia explícitamente a cuestionar la literatura latinoamericana y, con ello, a cuestionarse a sí mismo. En lo que parece una broma cruel, Simone recuerda bastante al proyecto Nocilla del español Agustín Fernández Mallo, obra más coherente y, sobre todo, abierta al debate. No basta con optar, parece ser, por el fragmento para librarse de los estereotipos narrativos.
Eduardo Lalo, Simone, Corregidor, 2012, 202 págs.
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