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“Ocurrió o no ocurrió, de este modo o de otro, ninguna memoria tiene Estado, ningún Estado tiene memoria”. Un hombre de ochenta años se sienta a escribir sobre una guerra en la que luchó a los diecisiete, cuyos detalles no sabe si ha vivido o inventado en el curso de los años. Los agujeros se tapan deformando los recuerdos; es decir, haciendo literatura. El procedimiento de construcción de 1948, del escritor israelí Yoram Kaniuk, es análogo al de la historia oficial; su efecto es tanto más potente cuanto desactiva los mecanismos que el Estado utiliza para erigir museos y monumentos, y muestra en su lugar la injusticia, la destrucción y la ruina.
Amos Oz suele decir que el conflicto palestino-israelí es una tragedia en el sentido estricto del término: un conflicto insoluble entre dos pueblos que, con toda razón, reclaman el derecho de habitar la misma tierra. La idea es probablemente correcta pero, en su generalidad, resulta ligeramente exculpatoria. El ojo de Kaniuk, con su párpado atrozmente levantado a la fuerza, es más incisivo y menos autocomplaciente: obligándose a ver lo que preferiría olvidar, da cuenta de una guerra en la que víctimas se transforman en victimarios y un pueblo encuentra su justa reivindicación por medio de la injusticia. Una de las escenas más perturbadoras del libro muestra a un grupo de supervivientes del Holocausto tomando posesión de un pueblo árabe recién desalojado, mientras sus legítimos moradores son mantenidos tras una cerca por soldados israelíes. Pero no sólo hay lugar aquí para el sufrimiento infligido al otro; también lo hay para dar cuenta del propio. Las páginas de 1948 están llenas de cadáveres de ambos bandos, bombas que caen sobre ciudades y pueblos y adolescentes que se transforman a un tiempo en héroes y verdugos; el resultado de este catálogo de horrores es un perfecto retrato del sinsentido de una guerra librada demasiado tarde y que marca el nacimiento de un Estado fundado para los muertos.
Hace unos años, el historiador británico Tony Judt escribió un artículo sobre Israel que tituló “El país que no quería crecer”. El libro de Kaniuk funciona como una respuesta implícita a esa demanda: las memorias descarnadas de un hombre cuya vida es paralela a la del Estado que contribuyó a fundar son, en cierta medida, un modo de reparar una historia de olvidos voluntarios, deformaciones glorificadoras y autojustificaciones adolescentes. Con su prosa rítmica y luminosa, con su lucidez y honestidad demoledoras, 1948 es el extraordinario testamento de un escritor enorme: un adulto que no temió abrir los ojos en la oscuridad, aunque la mayoría de sus contemporáneos fuesen niños que ponían toda clase de excusas para rehusarse a hacerlo.
Yoram Kaniuk, 1948, traducción de Raquel García Lozano, Libros del Asteroide, 248 págs.
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