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Acabo de recibir dos discos de Alan Courtis. Uno (B-Rain Folklore) salió hace muy poco en un sello japonés, pero los “temas” (Courtis emplea aquel viejo término de la jerga del rock) fueron grabados en 2008. El otro es una colaboración con un músico norteamericano, Aaron Moore, y salió (el título es Bring Us Some Honest Food) en el excelente sello Dancing Wayang. Como muchos de los discos de este músico (que nació en Buenos Aires, fue fundador y parte de la banda que tenía el nombre de Reynols, y vive allí en los raros intervalos en que no está de gira) se publican generalmente en sellos de distribución algo limitada, es posible que pocos sepan de la consistencia, la continuidad y la riqueza de su obra.
El procedimiento más constante de Courtis es la improvisación en dispositivos sonoros encontrados. Su instrumento de base es la guitarra, pero es como si los sistemas de señales y modificaciones que luego engendrarán las singularidades que sus álbumes recogen se compusieran cuando el músico descubre algún cuerpo que es capaz de dar lugar a formaciones de sonido, del que no entiende totalmente cuáles son sus propiedades, qué puede esperarse de él, qué manera tienen de callarse o resonar. Tambores, órganos, flautas o la guitarra misma, a condición de que la relación entre el músico y el instrumento se vuelva complicada: partes de una máquina cuyo ajuste es impreciso. En el universo de Courtis, el tempo emerge en una sucesión de arritmias y el pulso, en una serie de actos de parálisis; su música celebra los momentos en que cesa el virtuosismo.
Es decir, el virtuosismo al que estamos habituados, porque las operaciones de Courtis demandan una destreza en particular: la de alguien que, durante los viajes y desplazamientos que son la condición de sus producciones, sabe cómo ponerse en estado de disponibilidad, por si sucede que en el curso de sus actividades se manifiesta algo en el espacio sonoro que tenga sentido registrar. Actividades que suponen contactos anómalos, a veces absurdos, con cosas o personas: la gran mayoría de los discos de Courtis son el resultado de colaboraciones que busca no sólo por la necesidad de partners que es propia del músico que improvisa, sino porque la colaboración facilita el conflicto, y del conflicto surgen los objetos a veces embrionarios que luego monta en construcciones usualmente dispersivas, muchas veces nebulosas. Los álbumes (nunca el término ha sido tan adecuado) son colecciones de estos objetos irregulares, cada uno de los cuales se despliega en el tiempo manteniendo su perfil móvil, desplazándose como lo haría una medusa. No, una medusa no: el universo de sonido de Courtis es un universo seco, hecho de piedras, maderas y huesos. Tal vez por eso nos parezca que las combinaciones que nos propone se le hubieran manifestado en el desierto: son los restos (pétreos, óseos) de una cultura desaparecida. El músico es su arqueólogo. Provienen de otro tiempo, pero su datación es por necesidad incierta. Parecen pobres, escuálidos, pero si se los observa se descubre una riqueza misteriosa. ¿De dónde desciende esta música? A mí me hace pensar siempre en dos antecedentes norteamericanos: Harry Partch y Don Van Vliet, Captain Beefheart, compositores, precisamente, del desierto. Si me preguntaran una analogía literaria, mencionaría a Witold Gombrowicz. Pero las analogías son aquí facilidades: hay que escuchar esta música como se observa un cuerpo desconocido que se aleja.
Alan Courtis, B-Rain Folklore, Yogoh Records, 2015; Alan Courtis y Aaron Moore, Bring Us Some Honest Food, Dancing Wayang, 2015.
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