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Bar Scorpios

Blair

MÚSICA

Bar Scorpios es el segundo y hasta ahora último disco de Blair, el alias de la cantautora bonaerense Julieta Ordorica. El álbum dura treinta y ocho minutos. Dieciséis más que el anterior (Llorando en la fiesta, 2022): tiempo suficiente para contar una historia. O para no contarla.

Las trece pistas (diez canciones, una intro, un track hablado y una outro) introducen al oyente en una sucesión de eventos y sensaciones alrededor de una chica joven, sola y atormentada. Una sucesión de eventos de la que resulta un cambio de estado, una transformación. No hay muchas más certezas que esa. La historia, si es que hay una, hay que armarla (y desarmarla) con cada escucha. Como en un Elige tu propia aventura guiado (no interactivo: ¿alguien se acuerda hoy de Black Mirror: Bandersnatch?), a Blair le basta con la delicada dosificación de lo que se cuenta y lo que no para demandar algo del oyente: que escuche el disco entero (y de corrido), que tenga que poner algo de sí.

Claro que las canciones de Bar Scorpios también pueden escucharse sueltas, descontextualizadas. Pero quien opte por eso tiene que saber que se va a perder algo. Bar Scorpios es un disco conceptual que, con una densidad in crescendo (que hacia el final se vuelve casi insoportable), se acerca a la ficción literaria. Como si la idea hubiera sido contar una historia llena de agujeros, pero con la suficiente dosis de continuidad como para querer seguir escuchando. Una ópera pop.

El álbum empieza con una intro twinpiquera: sobre una tenue melodía de piano, un coro de Blairs repite tres veces el mantra “Nací sola. Crecí sola. Me siento sola. Moriré sola”. De inmediato arranca el hit “Todo lo que tengo”, que perfecciona la fórmula thecuriana de su disco anterior: melodía alegre, letra triste. En “Rabia del corazón” (con un estribillo que parece haber sido hecho para que lo canten los Miranda!), la voz de la protagonista se despide de alguien: la madre, un amor, una parte de sí misma. “Intenté salvar a Dios” instala una duda y, sobre la base de una guitarra bien grunge, traza una melodía vocal que parece haberle sido extraída al aura del último Cerati.

En “Pecados brutos” asoma explícitamente Mariana Enriquez. La escritora le pone su voz a un fragmento del diario de la protagonista que termina en amenaza: librarse del dolor pasándoselo a otros.

“Carne viva” es una colaboración con Dillom. El registro, de pronto, se pone grave, casi hip hop. Parece asumir el peso de cierta acción: “El problema no es el diablo sino quien lo invoca./ Todo lo que hice fue para no estar tan sola”. Le sigue “Padre muerto”, un hit oscuro, pero de estribillo tarareable. En “Bar Scorpios”, la canción que le da nombre al disco, resuenan Mario Levrero y el pájaro azul de Charles Bukowski (“Hay algo que llevo adentro / Que todo el / tiempo intenta salir / Nunca ve la luz pero tampoco / se guarda en mí”). A partir de cierta resignación (a la mal llamada madurez, al fin de la infancia, a conocer la propia naturaleza y enfrentarla, al abandono, a lo que sea que se haya perdido), la transformación parece consumarse: aceptación (“Yo sé que no hay una escuela que te enseñe a vivir / Pero alguien puede decirme cómo hablar y qué sentir”) y ¿pasaje al acto? (“Veo a un chico que no me va a salvar / Mi cuchillo lo va a hacer sangrar”).

“Hombre roto”, con la voz de Santiago Barrionuevo (alias Motorizado), es una balada cruzada donde las voces juegan a oponerse (“Si soy la chica de tus sueños / suéñame mejor” versus “Nunca las chicas de mis sueños / tienen corazón”) y encontrarse (“La soledad / es una amiga que no puedo echar / pero me lastima”). Los versos hipnóticos de “Nunca lo van a entender” advierten una venganza trágica (“Pronto me voy a ir / Todos van a morir / Viendo mi cara / en todas partes) que se prolonga en “Mañana hablarán de mí”, donde, como acto final, la voz se desdobla: a la vez que habla de sí, se refiere a su cuerpo como si ya no fuera suyo. Y finalmente, en la outro se escucha la misma melodía de piano que en la intro pero ahora en versión instrumental. Ya no hay ninguna voz que dé cuenta de su soledad.

Debe haber algo de muerte en la consagración. O eso se puede inferir, al menos, en tres de los artistas populares argentinos de la última década. Marilina Bertoldi representando la muerte de Mojigata. Dillom con su álbum Post mortem y haciendo circular la falsa noticia de su muerte. Blair abordando su segundo disco como una puesta en escena visual, sonora y literaria que documenta la vida de una chica atormentada que le pide a Dios un último favor: dejar de ser ella.

A los veintipico se intuye que se está en un clímax de la vida. Se sospecha que la juventud es algo biológicamente valioso. Se sabe, de alguna manera, que no quedan demasiadas certezas por descubrir, que los valores y paradigmas que regirán el propio desarrollo ya están tatuados en la carne. En este disco Blair juega un poco con la idea de una muerte en pleno hype: una chica que, con la certeza de haber perdido algo que no va a volver, renuncia a la existencia dejando “un cadáver triste, lindo y sabio”. En una época que disimula el dolor y expone una alegría de la que todos sospechan, la tragedia de la condición humana puede estar tan oculta que cada individualidad tal vez ya no tenga otra forma de vivirla, de sentirla, de habitarla, que como drama íntimo, propio.

El dolor silenciado, oculto, no dicho, ofrece el siempre confortable anhelo de unicidad (aunque más no sea por la negativa): nadie siente lo que yo siento, ergo, soy especial. Bar Scorpios aborda una existencia que literalmente no entiende su dolor, no sabe qué hacer con él, no tiene dónde ponerlo. Y ante la incapacidad de comunicarse, ante la imposibilidad de compartirlo, se le ocurre que replicarlo, expandirlo, proyectarlo hacia afuera, hacia otros, puede ser una forma de purgarlo.

Suena familiar.

 

Blair, Bar Scorpios, Sony Music Argentina, 2025.

 

 

 

7 Ago, 2025
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