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Alguien tendría que escribir la historia improbable que conecta a Kurt Vonnegut y Bernd Alois Zimmermann. Dos soldados perdidos en el campo de batalla que fue Europa hace no tanto tiempo, peleando en bandos enfrentados pero imaginando, a partir de esa experiencia personal con el Apocalipsis, una obra desgarradora e irresistible, que parte de la idea de que el tiempo no existe. O de que, si existe, se parece demasiado a un monstruo que se enrosca sobre sí para devorarse periódicamente. Conectar la idea de Zimmermann de la “forma esférica del tiempo” con el encuentro tralfamadoriano de Billy Pilgrim, que lo “despega” del tiempo en ese inolvidable comienzo de Matadero cinco. Pero lo que en el escritor norteamericano es un humor absurdo y delirante se convierte, en la imaginación torturada del compositor alemán, en una igualmente absurda tragedia en la que cada estamento de la sociedad (la familia, el amor, la amistad, la religión, el poder) está atravesado por la misma matriz de violencia que rige la vida en los cuarteles.
En una muestra involuntaria de humor vonnegutiano, el Teatro Colón estrenó Los soldados de Zimmermann cuando los ecos de las botas castrenses en los desfiles del Bicentenario todavía no se habían apagado. No es el único punto de actualidad de esta ópera, estrenada en Colonia en 1965: la trayectoria de su protagonista, de joven burguesa enamorada a mendiga despreciada por su propia familia después de haber soportado vejaciones de todo tipo, resuena especialmente en tiempos de la consigna #NiUnaMenos. Zimmermann se inspira en la obra homónima de Jakob Lenz, una suerte de anti-Goethe, para escribir una ópera en cierto modo antiwagneriana: obra de arte total, sí, pero sin rastros de utopía romántica.
En su campaña de difusión, el propio teatro enfatizó las enormes dificultades que implica la realización de la obra. Es cierto que Los soldados es una obra increíblemente compleja (muchos de los problemas en el estreno se fueron suavizando con el correr de las funciones, otros no tanto), pero sería un error creer que se trata de una obra de vanguardia. Su principal atractivo es su propósito deliberado de insertarse en una tradición, la de la ópera como gran espectáculo, y dialogar directamente con ella. Si las dificultades de su realización son muchas, ello no se debe a que exija algo distinto de lo que exige cualquier otra producción lírica, sino a que exige lo mismo, pero multiplicado exponencialmente. En ese sentido, el notable dispositivo escénico imaginado por Pablo Maritano es la mayor virtud de esta producción, seguido por la extraordinaria actuación de Susanne Elmark como Marie, unos escalones por encima del resto del elenco.
Es precisamente su clara pertenencia al género la que hace que Die Soldaten sea una de las óperas de los sesenta más representadas, a diferencia de otras obras experimentales contemporáneas. Si las vanguardias de esos años pedían “volar por los aires” los teatros de ópera, Zimmermann parece retrucar que, por el contrario, la ópera, ese género burgués por excelencia, puede ser el instrumento por el cual sea la sociedad la que vuele en mil pedazos.
Bernd Alois Zimmermann, Die Soldaten (Los soldados), ópera en cuatro actos, dirección musical de Baldur Brönnimann, dirección de escena de Pablo Maritano; intérpretes: Susanne Elmark, Leigh Melrose, Tom Randle, Julia Riley y elenco, Orquesta Estable del Teatro Colón, Teatro Colón, Buenos Aires, 12 al 20 de julio de 2016.
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