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A modo de epílogo de un solo compás, Egberto Gismonti cierra su inolvidable concierto en el Centro Cultural Kirchner con la escala de tonos enteros. ¿La favorita de Debussy? Como sucede en otros finales de sus temas —innombrados por el músico, como si la fina frecuentación de su público a su música volviera redundante cualquier explicación—, esta clausura no parece del todo compuesta. Parece más bien una decisión tomada en el fragor de la ejecución. De todas las fronteras que el músico brasileño transgrede —entre lo popular y lo erudito, entre lo nacional y lo universal, entre la tradición y la vanguardia, entre la guitarra y el piano—, la que separa la composición de la improvisación es la más sutil, la menos evidente. Naturalmente, es tópica en los ambientes por los que Gismonti suele moverse desde hace décadas: festivales de jazz, encuentros discográficos en el sello ECM, escuelas de música poco apegadas a las didácticas tradicionales. Sin embargo, el autor de “Infancia” y “Agua vino” —por citar dos de los temas que tocó la otra noche— no procede a la manera de un músico de jazz. No parte de un tema que luego será objeto de una metamorfosis más o menos osada. Sus creaciones, generalmente nacidas de poderosos ostinati y arpegios repetidos a manera de gran pedal, están diseñadas a partir de formas cerradas que, en un determinado momento, parecen asomarse a una zona de turbulencia, una zona desconocida. O muy conocida pero extraviada en otro contexto, como la ingeniosa cita de “Brasil” de Ary Barroso en uno de sus selváticos solos de guitarra o el maravilloso desarrollo que inventa a partir de “Silence” de Charlie Haden.
Primero la guitarra, en un set de cuarenta y cinco minutos. Luego el piano, otro tanto. Gismonti dice preferir ese orden para poder ir “de menor a mayor”, de acuerdo con el potencial sonoro de cada instrumento. Esta disposición dramática de su música condice perfectamente con su estilo de concierto. En este sentido, cabe decir que Gismonti inventó un tipo de performance: la del doble virtuoso. Pero también en ese terreno, el de la competencia instrumental, Egberto es tremendamente singular. A la guitarra la toca con premeditada desprolijidad, en busca de una suciedad tímbrica y tonal que le permite crear ciertos climas atávicos, por momentos cercanos al birimbao (un birimbao polifónico, si cabe), y llevando las letanías del choro y el samba a un grado de exasperación que sólo su maestría melódica logra encauzar antes de que sea demasiado tarde. Al piano, en cambio, lo interpreta delicadamente, con un extraordinario rango dinámico y una articulación de frases perfecta. Orgulloso de su condición mixta de músico erudito-popular (es un tema importante en las entrevistas que brinda), distribuye esas cargas en función de las respectivas tradiciones de la guitarra y el piano.
Pero esas estrategias diferenciadas de ningún modo implican una dualidad en la concepción general de su música. Por el contrario: Gismonti se distancia completamente del artista posmoderno que procede mediante fragmentaciones y pastiche. La poderosa individuación de su estilo, sea cual fuere el instrumento seducido por sus manos, siempre nos recuerda la altivez de su admirado Heitor Villa-Lobos, para quien la pregunta por lo folclórico debía responderse en primera persona.
Egberto Gismonti, Ciclo Verde Amarelo, Sala Sinfónica del Centro Cultural Kirchner, 27 de agosto de 2016.
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