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Si Pablo Katchadjian se atrevió a engordar “El Aleph” de Borges, también supo adelgazar su última novela para volverla libreto de una ópera inesperada. Tal vez lo mejor del libro no había que buscarlo en lo que extraía de la cantera extenuada de la tradición beckettiana, sino en su confianza en el simple poder de un diálogo exento de didascalias y en su simétrica habilidad para moverse tanto en el circuito del nonsense como en los vericuetos de una discusión bien argumentada. Gracias a la música de Lucas Fagin, La libertad total ganó en ligereza y fluidez episódica. A los chistes filosóficos los realza ahora una puesta discreta pero efectiva y, sobre todo, la inventiva incansable del conjunto instrumental. El libro iba del diálogo socrático a la patafísica, de Beckett a Lewis Carroll, del juego de lenguaje a la novela de aventuras. Hoy esas aventuras también son vocales. A excepción de la pareja de amigos, a cargo de dos actores, Fagin les otorgó a los demás personajes una idiosincrasia musical muy nítida. Aunque se los nombre mediante meras letras, resulta difícil confundir a estos seres estrafalarios que van de la ce a la jota: cada uno está amorosamente apegado a un fonema, a una coloratura irrisoria, a la imitación jazzera del punteo de una guitarra, incluso a una forma paródica de Sprechgesang.
Poco después, otro estreno planteó en el Centro de Experimentación del Teatro Colón una articulación alternativa entre música y literatura. Hércules en el Mato Grosso, de Esteban Insinger y Pola Oloixarac, ofreció una música atrayente, pero sin duda menos experimental, y un libreto trilingüe, sofisticado, en el que no faltaron alusiones a la Crítica del juicio ni citas de uno de los fragmentos de Heráclito; la propuesta generó, en este cronista, más reparos que tentativas de adhesión. En La libertad total, en cambio, se destaca la destreza de un compositor muy joven que eligió estudiar en París con un maestro argentino —el notable Luis Naón— y la calidad de una música incidental que, lejos de negar su condición heterónoma, se pone al servicio de la dramaturgia para así desplegarse con mayor soltura. Es una suerte de banda sonora que chisporrotea en una pura sucesión de efectos y que explora, casi con afán de catálogo, las posibilidades de la técnica extendida de cada instrumento. Más que una cualidad cinematográfica, lo que aquí sobresale es una suerte de ductilidad alusiva. Porque Fagin inventa música para combates con y sin armas, la travesía en el interior de una caverna, los dolores y retorcijones de una intoxicación; también para carreras que van hacia ninguna parte o los contoneos de una seducción ganada de antemano. Un sencillo unísono retrata la esencia de la libertad entendida como la concentración en un punto —una de tantas definiciones risibles—, pero también puede suceder que el órgano acompañe la evasión de los personajes con un contínuum que en nada desmerece el estilo de Ligeti. Y si la soprano se explaya en un arioso antes de desaparecer detrás de una cascada, el final de la obra reserva una epifanía que los propios personajes describen como inefable y que el piano subraya con acordes acampanados a la manera de Messiaen. Después de dos crímenes y un flirteo inconducente, a los amigos da pena verlos separarse en caminos aislados, comunicándose a gritos y acaso compartiendo ¿qué? ¿Una visión convergente? ¿Algo radicalmente heterogéneo? En la imagen sonora que Fagin ideó para esta historia algo bobalicona resuena sin énfasis, aunque también sin frivolidad, eso que Adorno le reclamó a un futuro arte de la composición postserial: la frescura de una “musique informelle” en la que no dejaran de intervenir la lógica y la causalidad, pero más bien como en sueños.
La libertad total, ópera de Lucas Fagin y Pablo Katchadjian para cuatro voces, dos actores y noneto instrumental, dirección musical de Mariano Moruja, Ciclo de Conciertos de Música Contemporánea del Teatro San Martín, Buenos Aires, 30 y 31 de octubre de 2014.
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