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Polar noise

Alan Courtis

MÚSICA

Tendemos a pensar que lo experimental sonoro asume desde el inicio su estatuto de borde exterior de la música, afelio con respecto a un sol que brilla en todas partes y en todo momento, y que esa situación de extremidad se manifiesta en sus condiciones de emisión y recepción: aspereza, riesgo y cierta soledad. Para sus practicantes, esto puede incluir tocar para cinco, diez, quince personas, así se esté en Berlín, París, Nueva York o Buenos Aires, y que varias de esas personas sean otros músicos que tocan en la misma oportunidad. A la vez, ese mínimo siempre es suficiente para poner en marcha el ritual de la resonancia y la vida autónoma del sonido. 

Pero todavía se puede ir más lejos, más al norte y más al extremo. Por ejemplo, al círculo polar ártico. Una región que obsesionó a los exploradores europeos del siglo XV que buscaban encontrar el mítico “paso del Noroeste”, la ruta que une los océanos Atlántico y Pacífico a través del océano Ártico (y que, significativamente, se constituiría en los sesenta en metáfora privilegiada de las investigaciones situacionistas, que buscaban “el paso del Noroeste en la geografía de la vida verdadera”, la “superación del arte” que lo experimental siempre pretendió encarnar). Hasta allí fue Alan Courtis, uno de los más reconocidos exploradores sonoros argentinos, en un viaje realizado en 2009 con motivo del Festival Super Ultra North of Everything, organizado por un grupo de músicos noruegos, en el archipiélago de Svalbard, Noruega. Courtis recrea, más de dieciséis años después, el relato de este singular viaje de nueve días en Polar noise.

El libro, con el formato de un diario de textos cortos fechados, acompañados de fotos de austeridad también polar, narra su travesía junto a una decena de otros músicos, desde la ciudad de Longyearbyen, capital de Svalbard, hacia dos locaciones mineras: Pyramiden, antiguo asentamiento soviético de extracción de carbón, hoy abandonado, situado a cincuenta kilómetros hacia el norte, y Barentsburg, una colonia minera rusa aún en actividad. 

¿Cómo suena el Polo Norte? Probablemente preguntarse por el ruido polar del título del libro es como preguntarse por el sonido de la palmada de una sola mano. O, en todo caso, de manos enguantadas que no pueden dar palmadas muy sonoras. Lo que se desprende del texto es la suma del ronroneo de los scooters en caravana, deslizándose por el paisaje ártico durante cinco horas que al narrador le resultan tan interminables como extraordinarias, de las pisadas en la nieve, de la lengua rusa, del agua que hierve para hidratar raciones, de una amenazante tormenta de nieve, de la soledad de parajes glaciales y también de los sonidos imaginados del pasado de un pueblo minero fantasma, que los músicos recorren, asistiendo a la fascinante entropía que genera la ausencia humana.

Pero el tópico predominante en Polar noise no es el sonido: es el frío. Treinta grados bajo cero, como temperatura incluso benigna, porque allí el termómetro todavía puede ir mucho más abajo. El frío lo cambia todo: el sonido, la luz y la percepción de los objetos desde un cuerpo aterido a pesar de estar enfundado en un traje como de astronauta, “un segundo cuerpo que resulta tan protector como incómodo”. El frío se equipara al silencio, lo produce, se instala cómodamente en su centro. Y el recuerdo de aquel frío induce a una constante hipérbole narrativa del propio diario para calentar las frases que intentan traerlo al presente.

Sin embargo, también hay sonidos. El motivo del viaje es, después de todo, un festival de música experimental. Que en Pyramiden tiene como público desprevenido a los tres cuidadores rusos del pueblo, que purgan allí alguna infracción cuya gravedad se ignora, y que luchan por entender los motivos de esos viajeros que traen una novedad a su monotonía, pero que no hacen, propiamente, “música”: “Trato de conectar mi guitarra eléctrica. Los cables están rígidos. Las cuerdas son un témpano. El generador y el amplificador parece que funcionan. Logro que suene algo. Entonces me animo y con dos pares de guantes toco una andanada desaforada de ruidos helados”. En Barentsburg, el público que se congrega con entusiasmo para el concierto en la Casa de la Cultura, de aires soviéticos, está constituido por familias de mineros, unas cien personas, de las cuatrocientas cincuenta que viven en el pueblo. La decepción llegará pronto. Resisten estoicamente los sets de poesía sonora, improvisación libre y electricidad que saca chispas a los amplificadores rusos. Pero ya no vuelven para una segunda función.

El clima, es decir el frío extremo, campea en Polar noise hasta el final: no hay nada personal en la inclemencia. Como escribió Marcelo Cohen, con el tiempo que hace “uno es sucedido”, y finalmente, encuentra en esa pura exterioridad que se impone a los sentidos y al cuerpo, los motivos para sonar, y para narrar lo que persiste en ese recuerdo congelado.

Alan Courtis, Polar noise, Mansalva, 2025, 64 págs.

4 Dic, 2025
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