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Qué sensación rara la de llegar al Mario Alberto Kempes o alejarse del Estadio Único de La Plata —antes y después de volver a ver a Paul McCartney— reescuchando el debut solista de Emitt Rhodes. Qué ganas de agarrar al tuntún a cualquier persona caminando por la 32 y poner en sus oídos una canción de Emitt Rhodes, un álbum de one man band que suena como lo que hubiera sido McCartney (ambos de 1970) sin experimentos low fi o viñetas casuales: sólo una gran canción detrás de otra. Pero bueno, parte de ese público ni siquiera escuchó el primero de Macca.
La historia de Emitt Rhodes es uno de esos grandes what if del rock. Después de pasar por The Palace Guard y The Merry-Go-Round, dos bandas que reflejaban el impacto de la British invasion en Estados Unidos, se mandó solo con uno de los primeros ejemplos de álbumes íntegramente realizados por un multiinstrumentista. Un moderado éxito, Emitt Rhodes impactaba por la similitud en timbre vocal, composición y arreglos con McCartney; tal es la mimesis que un oído desprevenido podría pensar que se trata de outtakes del Beatle.
Pero el camino pronto se tornó sinuoso. Rhodes estaba atado no a uno sino a dos contratos leoninos, tanto para sus discos como para el publishing. Un perfeccionista que también era su propio ingeniero de grabación, Rhodes debía entregarle a su discográfica dos álbumes por año: para cuando salió Mirror (1971), el segundo, Dunhill le había hecho juicio.
Farewell to Paradise (1973) ya era una despedida desde el título. Deprimido, Rhodes no volvió a grabar un álbum entero hasta Rainbow Ends, editado este año. Así, su rentrée se une a la de otras figuras de culto como Bill Fay y Linda Perhacs, cuya propia vuelta también estuvo a cargo de Chris Price, el productor de Rainbow Ends.
Muchas cosas cambiaron. Rhodes no produce y sólo toca guitarra acústica y piano. Tampoco es el postadolescente de rasgos aniñados, sino un sexagenario con sobrepeso; la barba de 1973 es más tupida y totalmente blanca. Más importante: el registro vocal más grave que se insinuaba en el disco de ese año es ahora la constante. Y si bien el reproche a una mujer que lo hace sufrir ya estaba presente en 1970, varias letras de Rainbow Ends aluden a sus dos divorcios, pintando, en conjunción con sus fotos actuales, un cuadro decididamente derrotista.
Pero Rhodes nunca dejó de componer grandes canciones. Lo ayuda mucho la producción de Price, quien buscó responder a la pregunta de cómo habría sonado Rhodes a fines de los setenta. Respuesta: soft rock radiable, con “Friday’s Love” y el sonido del piano eléctrico llamado como él.
Para este fin, Rhodes fue rodeado por un seleccionado de admiradores de su breve obra. En la banda aparecen dos ex-Jellyfish y colaboradores de Beck: el tecladista Roger Manning Jr. y el guitarrista Jason Falkner, quien no sólo grabó con McCartney (cuya influencia en Rhodes sigue ahí, como lo certifica el riff de guitarra a la “Let Me Roll It” de “If I Knew Then”) sino que también toca todos los instrumentos en sus propios y recomendables discos. Por las sesiones también pasaron Nels Cline y Pat Sansone de Wilco, Jon Brion, Susanna Hoffs (Bangles) y Aimee Mann.
Los que piensan que una secuencia de acordes puede tener propiedades casi curativas no tienen más que buscar en el estribillo y puente con inversiones de “Isn’t It So” (originalmente grabada en 1980, ahora con bajo y percusión dignos de Brian Wilson) o en el puente de “Someone Else”, firmada con Price. Para cuando termina el disco con el deseo de paz del tema título y la convivencia sagrada del Mellotron con cuerdas y brasses reales, no quedan dudas de que Emitt Rhodes regresó con la gloria que lo eludió por más de cuarenta años.
Emitt Rhodes, Rainbow Ends, Omnivore, 2016.
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