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¿Qué mirar en una obra que parece disolverse en la mera reproducción? ¿Dónde, en qué pliegue de la copia, se esconde el yo del autor? ¿El arte se ha desplazado de la obra al marco que la rodea? ¿Qué deseo mueve al arte evanescente de la apropiación? Howard Singerman vuelve a sus juicios tempranos sobre los “A la manera de” de la norteamericana Sherrie Levine, buscando dar consistencia a la invisibilidad engañosa de un arte que indaga la peculiar dialéctica de suma y resta, completud y falta, “antes” y “después” que define la creación estética.
Contra lo que a mi juicio era una reducción del trabajo de Sherrie Levine a su estrategia o puesta en escena, sostuve, en un artículo escrito hace ya mucho tiempo, que había en su obra algo para ser mirado, un objeto del que era preciso dar cuenta. Aludía también allí a mi propia dificultad para fundamentarlo. No era fácil mirar lo que tenía delante de mí: más bien la mirada se apartaba de la obra, intermitente y cautelosa.
“A pesar del interés y la complejidad de las imágenes –escribí entonces–, me sorprendí evitando mirar las fotografías de la muestra de Levine A la manera de Walker Evans (After Walker Evans). Me retiraba de las imágenes de Evans, y volvía en cambio con insistencia a los marcos, al paspartú y al vidrio; es decir, a Levine. Las incursiones hacia el interior de las imágenes eran, en cierto modo, embarazosas, disfrazadas de una búsqueda de la ‘fotografía de la fotografía’, de una singularidad que protegiera tanto a Evans como a Levine y confirmara al original como inimitable y la mano de la artista como insoslayable.”
¿Por qué rehuía de la imagen? ¿Por qué no podía mirarla de una manera familiar, más placentera y menos distante? Apartaba la vista no porque no hubiera nada que ver, sino porque no quería ver lo que se ofrecía a la mirada.
Esta negación de lo que había visto, e incluso de que había algo en lo que había visto, me recuerda ahora, en perspectiva, el relato de Freud sobre el fetiche. No podía mirar porque aquello que esperaba encontrar no estaba allí; había una falta, una ausencia y por lo tanto –para seguir con Freud– miraba en otra dirección, miraba lo que había visto antes, lo que había entrevisto y lo que la imagen había enmarcado para mí. Allí, en el marco, encontré (o fundé) la plenitud que restablecía, sustituía, la totalidad de la obra.
Haber entrado en la imagen, haberla estudiado en sus matices, habría significado ver la imagen con indiferencia y tomarla por la obra de Walker Evans; habría sido no ver lo que para mí era la obra de Sherrie Levine. Como en el relato de Freud, la falta era sólo relativa, resultado de una comparación basada en lo que yo había imaginado que vería. En la pared de la galería, sin embargo, los términos se invertían. Lo que yo había esperado ver en la muestra A la manera de Walker Evans de Levine era lo que el título, a mi entender, me había prometido: la ausencia de la fotografía, su reemplazo y, por lo tanto, la anulación de mi necesidad de mirar. Pero lo que los marcos de Levine señalaban–lo que, a la vez, ponían en escena y cancelaban– no era la ausencia de Walker Evans sino la presencia de su imagen. La imagen estaba allí en exceso, era más de lo que yo esperaba y demasiado para ver. Al mismo tiempo, era demasiado poco; la imagen no podía colmar el deseo que había creado, el deseo de verla completa y con su propio nombre. En mi relato, el marco de Levine, y el relato de cómo Levine había enmarcado la obra, se convertían en un objeto sustituto, una obra que podía tratar como un todo, que recuperaba el agujero (y el todo), al tiempo que lo presentaba.
Rodeando, suspendiendo y –podría argumentarse– cubriendo la imagen, los marcos de Levine, o mi atención a ellos, invitaban a un acuerdo. Como los calzones en el caso mencionado por Freud, funcionan como un recordatorio permanente de haber percibido la diferencia o tal vez, dada mi vacilación, de no haber sido capaz de percibirla.
Partí de un relato sobre el acto de mirar y sobre el lugar central que ocupan los marcos en la obra de Sherrie Levine. Quisiera ahora enriquecerlo, atendiendo a la definición de Robert Stoller: “un fetiche es un relato que se enmascara de objeto”.
A la pregunta por el destino del arte “después de la muerte del autor”, al interrogante sobre una nueva posibilidad de estructurar su sentido y su valor, Craig Owens respondió alguna vez trazando el mapa de un pasaje similar al que acabo de describir, una transición “de la obra al marco”. La visión crítica del posmodernismo, a su juicio, desplazaría el foco desde el centro, desde el interior del objeto o el artista, hacia las condiciones que intervienen en el aspecto y el emplazamiento de la obra. Pa ra situar ese pasaje en algunos de los hallazgos de fines de los años sesenta, y para sugerir que incluso por aquellos años ese desplazamiento ya estaba en curso, Owens comienza su ensayo hablando de Robert Smithson. Más adelante, vuelve a Smithson una y otra vez, en particular a una cita en la que el artista sugiere que la transición de la obra al marco no supone un pasaje unidireccional de un punto a otro, sino más bien una persistencia, o incluso una suerte de bordado. Lo que Smithson propone y Owens tematiza es “una investigación de la trama en la que el artista se entreteje”. “Entretejido” es una imagen feliz porque no sugiere un único punto de partida sino un recomenzar continuo, un pasaje reiterado del interior al exterior, en el que interior y exterior se desplazan y contienen mutuamente. Más aún, ese “bordado” nos recuerda, aunque sea vagamente, el funcionamiento del fetiche. El marco, su densidad y permeabilidad, así como su función en tanto fetiche, son aspectos de una particular teoría del marco que Derrida denomina parergon. La circunscripción que señala la diferencia en la obra de Sherrie Levine –intrínseca a su ser y a la vez la marca de su falta de ser– no es, para decirlo con Derrida, “ni sencillamente intrínseca ni extrínseca, no cae de ningún lado de la obra […] es convocada y ensamblada como un suplemento de la falta –cierta indeterminación ‘interna’– en la misma cosa que viene a enmarcar. Esa falta, que no puede ser determinada, localizada, situada ni capturada en el interior o el exterior antes del enmarcado, es a un tiempo producto del marco y lo que lo produce”.
Donde la función ambivalente y comprometida de los marcos de Levine alcanza mayor grado de claridad –y literalidad– es en las acuarelas “a la manera de” los maestros modernos, de comienzos de los ochenta. En la serie “a la manera de” Joan Miró, por ejemplo, y sobre todo en los bordes de los campos más claros, los contornos a lápiz de Levine parecen marcar y afirmar el límite de la obra. Pasada esa línea, la hoja pertenece a otra persona, a la artista Sherrie Levine y, dondequiera que se encuentre el óleo que le sirve de modelo, al propietario del Levine. La línea de Levine no sólo contornea el borde de la imagen, sino que inscribe obedientemente dentro de ella las formas dóciles y despreocupadas de Miró. Sigue el trazo de Miró, pero si éste era automático y modesto, el de Levine está en la línea del automatismo –un tipo distinto de automatismo– y a la vez asume el trazo de Miró como una carga. Se adentra en la imagen, interviene en el espacio de Miró y, al rectificar la imagen de Miró siguiendo su modelo, lo hace en nombre de Miró. Sin embargo, por más en deuda que esté su trazo, por más exacto que sea, sigue la regla del parergon: es producto del Miró y, al mismo tiempo, producción del Miró. Produce el Miró que le da origen como faltante: es decir, como copia.
Claro que es una copia –no es necesario complicar esta cuestión–; está pintada “a la manera de” (after) otra imagen, como la misma Levine lo admite en cada título. A la manera de y acaso, de acuerdo con una acepción más antigua de la palabra after (“siguiendo a”), es decir, cubriendo y ajustándose estrechamente a la superficie de la imagen, como el césped que “crece al ras, siguiendo la tierra” (“groweth flatte, after the earth”). En las acuarelas “a la manera de” Mondrian, las capas de un color verde pálido, casi blancas, los encarnados y a veces veteados azules y rojos velan los planos de Mondrian, los recubren por completo. La acuarela es una copia evidente; lo que la identifica como obra de Sherrie Levine –su condición de obra, de obra de Levine– es, precisamente, el hecho de no ser un Mondrian. Pero ese no ser, esa falta, parece irrefrenable, porque puede enmarcar cualquier Mondrian con que lo pongamos a prueba. La imagen de Levine se diferencia si imaginamos a partir de ella un Mondrian real, pero el Mondrian evocado tampoco es el objeto que necesitamos. También el original es tenue como una imagen, una imagen construida sobre su diferencia con la versión de Levine y magnificada por esa misma diferencia, una imagen real de sí misma. A través de las superficies delgadas y embebidas de las acuarelas de Levine, podemos ver, siquiera de modo sutil, a Mondrian, Miró, Kandinsky y Léger reducidos a una imagen, en el momento en que comienzan a representar se a sí mismos. Más específicamente: en el momento en que representan algo que pertenece a otro nombre propio y que es signo de ese nombre.
Los objetos de Levine, como muchos han advertido, hablan del deseo: son objetos de deseo o quizás un registro de esos objetos. Podríamos imaginar a Levine diciendo algo así como “Ojalá lo hubiera hecho yo” o “Desearía que fuera mío”. Pero para hacerse suyos, esos objetos han tenido que vaciarse. Dicho en términos más precisos: han tenido que convertirse en objetos deseantes. Son incompletos y no hay contenido ni teoría que puedan generar capaz de completarlos. Según la famosa formulación de Lacan, lo que deseamos es el deseo del otro. En otras palabras: desear algo, incluso el Miró, es desear que el objeto nos reconozca, que a ese objeto le falte algo para completarse, ya sea un amante, un artista o un propietario. Mientras el Miró que la copia de Levine aspira a ser pierde intensidad bajo la cubierta que ella le aplica, mientras se convierte en signo de sí mismo para defenderse de la misma copia que necesita para que se lo recuerde, la acuarela de Levine se transforma en una obra momentáneamente plena y completa: precisamente lo que el Mi ró necesita. Pero aun así, el par es desparejo; una vez más el objeto terminado es muy poco y demasiado. El problema, según la lógica lacaniana por la que todo par establecido será incompleto, consiste en que cuando obtenemos lo que deseamos –el objeto faltante– encontramos una falta. Pero es precisamente la construcción de ese par –la operación de Levine de completar el objeto con su propia imagen (la del mismo objeto)–, lo que hace a su obra tan difícil de mirar.
El trabajo de Sherrie Levine consiste en completar. Como lo ha sugerido Rosalind Krauss, todo lo que hizo con Duchamp, o más bien con los solteros de El gran vidrio, en su obra Los solteros (A la manera de Marcel Duchamp) (The Bachelors [After Marcel Duchamp]) fue completarlos. Según el ensayo de Krauss es este acto de completar –la certeza de que Levine, a pesar de las apariencias, no estaba haciendo nada nuevo– lo que convalidaba su incursión en la escultura. Levine encontró a los solteros en la superficie de El gran vidrio y las instrucciones para completarlos, en La caja verde (The Green Box). “Fabricar un molde de los solteros en vidrio y luego escarchar el vidrio implica, por lo tanto, no agregarles nada, no crear nada.” Pero tal como Krauss explica a continuación, para seguir las instrucciones de Duchamp y completar a los solteros, Levine tuvo que recortarlos del vidrio y separarlos. Algo se agrega, pero “lo único que se agrega […] es lo que se ha sustraído”. Para decirlo con una frase que recuerda la matemática del suplemento, según la cual “B es al mismo tiempo un agregado y un sustituto de A”, Levine ha “agregado la sustracción”. Extraídos del vidrio y de la maquinaria que los mantiene allí –a la que Krauss se refiere en términos de “la serie: tamices-moldes málicos-tubos capilares-corredera-molinillo de chocolate”–, los solteros son “liberados con mayor firmeza que nunca hacia la otra serie: Rodin-Maillol-Brancusi-Duchamp-Hesse…”. La lista de Krauss está compuesta por esculturas consideradas como piezas de repuesto, una serie de sustitutos de un enchufe perdido, un objeto faltante e imposible. Pero esta serie unida por guiones está construida como un relato, la serie de los antes y los después, de espacios ocupados y completados que componen la historia familiar del devenir de la escultura hasta el presente. Más freudiana que deleuziana (el ensayo de Krauss es una lectura de Los solteros de Levine desde el Antiedipo de Deleuze y Guattari), la lista es un único relato repetido una y otra vez que oculta y enmascara el objeto que queríamos ver, una lista que completaría el relato y al mismo tiempo se colocaría fuera de él, plena, desinteresada, certera. Pero es el relato mismo el que ha traído sus objetos, ha llamado nuestra atención sobre ellos, al tiempo que los ha dispuesto en series, los ha acechado con sus antes y después, y los ha cubierto con sus imágenes, es decir, al tiempo que los ha hecho imposibles de ver.
Es en este relato, el de la historia del arte como relato del devenir en el que cada nombre propio se transforma en un hito histórico, donde Sherrie Levine siempre ha “liberado” sus objetos. Pero es allí también donde siempre los ha encontrado. El tema del arte de Levine, el modelo que dispone ante sí, es la obra de arte entendida como una posición, como una diferencia significativa y estratégica. Dado que pinta a partir de láminas y reproducciones de la historia del arte, la suya podría considerarse una tarea de preservación, incluso una tarea amorosa; Levine restaura la obra en su dimensión concreta y en su singularidad y le restituye su realidad. Pero es una realidad duplicada, demasiado plena, porque lo que ha pintado es una obra que conoce su nombre, sus parentescos, su lugar en la lista unida por guiones o, una vez más, la obra y su marco. Al rehacer la obra, al ir tras ella de manera implacable, insiste en la estrategia y la necesidad histórica de cada uno de los objetos que la han precedido. Cada obra, como la misma obra de Levine, se vuelve consciente de su lugar, y también ese lugar es siempre un “a la manera de”. Las copias de Levine son objetos que han sido vistos, objetos especulares, cuya sumisión al orden de la historia los ha completado y cuya completud los acecha, los suplementa y los vuelve difíciles de ver. Tal vez podríamos decir que son tan difíciles de mirar porque ya los hemos visto. Y que los vemos a la manera de Sherrie Levine.
Traducción: Maximiliano Papandrea y Silvina Cucchi
Imágenes [en la edición impresa]. Sherrie Levine, After Walker Evans # 4 (1987), fotografía en blanco y negro (35,6 x 27,9 cm), p. 43. Cortesía Galería Paula Cooper, Nueva York. After Walker Evans (1987), p. 44.
Howard Singerman es Profesor de Arte Contemporáneo en la Universidad de Virginia. Ha publicado Art Subjects: Making Artists in the American University (University of California Press, 1999) y numerosos ensayos sobre artistas contemporáneos en Art in America, Artforum, Parkett y October. Bajo el título de “Looking After Sherrie Levine”, este ensayo apareció en la revista Parkett Nº 32 en 1992 y fue cedido especialmente por el autor a Otra parte para su primera publicación en español.
Lecturas. Los textos citados pertenecen a: Howard Singerman, “Sherrie Levine, Richard Kuhlenschmidt Gallery”, en Artforum 22 Nº 1, septiembre de 1983; Robert Stoller, en Marjorie Garber, “Fetish Envy”, October Nº 54 (otoño de 1990); Craig Owens, “From Work to Frame, or, Is There Life After ‘The Death of the Author’?”, en Lars Nittve (ed.), Implosion: A Postmodern Perspective (Estocolmo, Moderna Museet, 1987); Jacques Derrida, La verdad en pintura, Barcelona, Paidós, 2001, y La diseminación, Madrid, Fundamentos, 1975; y Rosalind Krauss, “Bachelors”, en October Nº 52 (primavera de 1990). “Sherrie Levine´s Art History”, un ensayo más reciente y extenso de Howard Singerman sobre la obra de Sherrie Levine, apareció en October Nº 101 (verano de 2002).
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