Otra Parte es un buscador de sorpresas de la cultura
más fiable que Google, Instagram, Youtube, Twitter o Spotify.
Lleva veinte años haciendo crítica, no quiere venderte nada y es gratis.
Apoyanos.
Veinte años después, Un millón de pasaportes finlandeses, de Alfredo Jaar, es metáfora de la mercantilización de identidades y el extravío de los valores europeos.
Hace unos años se volvió “sentido común” la experiencia de que la globalización había deconstruido las concepciones polares con las que se había organizado la distribución del poder: Occidente/Oriente, Norte/Sur, colonizador/colonizado. El pensamiento visual y filosófico posmoderno concibió el mundo como una inmensa plataforma para el nomadismo. Se hablaba de los cruces de fronteras como si todos los controles hubieran sido demolidos. Sin embargo, después de la caída del Muro de Berlín se han levantado decenas de murallas. Los acuerdos de libre comercio en pocos casos –como la unificación europea– trascendieron el oportunismo económico propiciando la integración regional de las culturas y ciudadanías transnacionales. Sobre todo a partir de la recesión internacional iniciada en 2008 y de la descomposición social agravada en tantos países, las fronteras se vuelven porosas para las mercancías, las drogas, las armas y el espionaje, mientras se traba la circulación de las personas. Desde que comenzó el siglo XXI, resulta más claro que la interdependencia entre las naciones no es ilimitada ni constante, de todos con todos, sino asimétrica y selectiva. La “desterritorialización” es para pocos. Si bien los fundamentalismos nacionalistas se volvieron inconsistentes, tampoco su opuesto, la globalización, puede ser ofertada como convivencia armónica ni igualitaria. Las utopías de vagabundeos bohemios y migrantes prósperos son para minorías y contrastan con los exilios y con dramáticos desplazamientos masivos. Los intercambios libres e interculturales prometidos por Internet (en parte logrados) coexisten mal con las censuras y persecuciones a la “piratería”, los tribalismos y las nuevas concentraciones de poder comunicacional como las de Google y Amazon.
La mayor circulación de datos e imágenes, más que abolir los antiguos antagonismos, pone de manifiesto las muchas maneras de ser moderno o globalizado. También las diversas formas de ser extranjero. Las nuevas barreras que se levantan exhiben los intereses que impulsan a limitar la interdependencia. Se elige con qué otros vincularse y a quiénes rechazar. En esta geopolítica de interacciones multidireccionales y restringidas, “cada lugar tiene su propio Occidente, y cada lugar es un Occidente desde otro lugar”, como afirman David Morley y Naoki Sakai, desarrollando una observación anticipada por Gramsci. Si el continente europeo se asignó el protagonismo moderno fue porque su dominación del planeta le dio poder cartográfico. A finales del siglo XX, esa ubicación privilegiada, corrida hacia los Estados Unidos, le hizo escribir a Sakai que Occidente podría definirse como “el grupo de países cuyos gobiernos (en algún momento) han declarado su afiliación militar y política con Estados Unidos”. Ni una religión, ni una forma particular de vida económica, política democrática, estilos artísticos o arquitectónicos, resisten ser índices de “occidentalidad” si tenemos en cuenta su difusión y reelaboración en territorios ajenos a Euroamérica.
En Asia oriental y meridional, los modelos más persuasivos de modernidad no proceden de Estados Unidos, sino de varias capitales asiáticas. En Vietnam y en otras zonas, los símbolos y los productos de la cultura popular que simbolizan las formas deseables de cosmopolitismo urbano y cool para muchos jóvenes son las telenovelas taiwanesas, los videos de Hong Kong y los videojuegos japoneses, no los productos norteamericanos. Hay muchas modernidades y sus centros son móviles.
¿Cuáles son los pasaportes para pasar de un lugar a otro? ¿Qué amplitud debe tener el mapa para entender mi país? Muchos antropólogos y artistas vienen colocando estas preguntas en el centro de sus investigaciones. Alfredo Jaar lo hizo a fines de los años ochenta del siglo pasado cuando inventó un pasaporte chileno en el que sólo las portadas repetían el documento oficial. Adentro, cada hoja doble abierta mostraba las bardas alambradas de un campo de concentración que se iban cerrando hacia un infinito interrumpido por montañas. La escena podía estar en su nativo Chile, en Hong Kong, donde documentó a los exiliados vietnamitas, o en cualquiera de los países donde se hablan las siete lenguas en las que se repite la frase “Abriendo nuevas puertas”, colocada en el cielo de ese horizonte clausurado: inglés, cantonés, francés, italiano, español, alemán y japonés. Correspondían entonces a algunas de las naciones con problemas migratorios más arduos y con políticas de migración más restrictivas.
Como documento de identificación a la vez individual y nacional, el pasaporte está hecho para precisar el origen de los viajeros. Habilita para salir del lugar de nacimiento y a veces para impedirlo. El pasaporte, combinación de acceso y encierro, sirve de metáfora a los hombres y mujeres de un tiempo multicultural, y entre ellos a los artistas para los cuales, decía un artículo de Adriana Valdés sobre aquella obra de Jaar, “su lugar no está adentro de ninguna cultura en particular, sino en los intersticios entre ellas, en el tránsito”.
Así lo vivieron otros artistas, como lo vimos en las camas con mapas de Guillermo Kuitca, en el programa de obras On Translation de Antoni Muntadas y en muchos más que contribuyen con potentes metáforas a hacer visibles y pensables críticamente los estereotipos de la interculturalidad. Pero por más intentos que haya de intervenir en los intersticios y no dejarse apresar por culturas particulares, las discriminaciones vuelven selectiva la globalización cultural. El mercado del arte y las redes institucionales limitan el número de quienes logran exponer en los foros mundializados. Aunque cada vez más artistas africanos, asiáticos y latinoamericanos son exhibidos en los museos faro de Nueva York, Londres, Beijing y Tokio, en las bienales con más resonancia, a los creadores de países periféricos se les pide algo no requerido a un alemán o un inglés: que sean representativos de identidades nacionales.
Pese a las tendencias homogeneizadoras de algunos mercados de bienes materiales y simbólicos, pensar y crear sigue requiriendo trabajar con la diferencia, con la riqueza y los conflictos de la interculturalidad. Por eso, la obra de Jaar creada en 1995 y repuesta en 2014, One Million Finnish Passports, mantiene plena actualidad. No sólo porque Finlandia tenga una política muy restrictiva con los inmigrantes, más severa que la mayoría de los países europeos. En el momento de la primera exhibición de esta obra, los escasos extranjeros aceptados en Finlandia contrastaban con la solicitud de ingreso de este país, en ese mismo año, a la Unión Europea, donde existía una política más abierta. En los años posteriores a la crisis de 2008, la receptividad europea a gente de otras naciones se viene cerrando, aun con los miembros de la propia región.
La invasiva lógica de especulación financiera, impuesta en todas las áreas de la vida social y política (en presupuestos educativos y de salud, desahucios a compradores de viviendas con préstamos impagables, corrupción internacional entre políticos, banqueros y empresarios) se ensaña particularmente con los migrantes. Como dice el informe presentado por Intermón Oxfam en la cumbre de Davos de 2014, se gobierna “para las élites” con “secuestro democrático y desigualdad económica”. Dos de las derivaciones grotescas, más antidemocráticas de esta política, son estas: a) consentir la evasión de la responsabilidad de los privilegiados ante los gastos públicos de sus Estados mediante la deriva de inversiones a paraísos fiscales; b) la compra de nacionalidad y residencia europeas por quienes pueden pagar un millón de euros. Ese es el costo de un pasaporte en Malta. Con variaciones, algo aproximado se pide a quienes lo buscan en España, Portugal, Chipre o Grecia. Algunos países dan la residencia y hasta la nacionalidad a altos inversores, otros prefieren a quienes compran deuda pública o acciones de empresas en trances críticos. El “bazar de pasaportes” alimenta despachos de abogados conectados a las embajadas y multiplica negocios ficticios, empresas falsas, hasta el punto que, como señala un artículo en El País de España, “la misma secretaria, dice un informe, aparece empleada en veinte firmas a la vez”.
“Asistimos a una competición entre países de la Unión Europea por ver quién se lo pone más fácil a los ricos y quién vende más permisos de residencia”, sostiene Kinga Göncz, europarlamentaria socialista húngara. “Es un fenómeno que mueve mucho dinero y que es muy peligroso porque atenta contra los valores europeos que establecen la no discriminación entre las personas. Por un lado ponemos todo tipo de barreras a los refugiados para que no entren, y por otro abrimos las puertas a los extremadamente ricos”.
Aun naciones fundadoras de los derechos humanos modernos, como Francia e Italia, exacerban xenofobias y expulsiones de migrantes que contribuyeron a su bienestar. Suiza aprobó en un referéndum, en febrero de 2014, cuotas de entrada a los vecinos europeos que acaban con la libre circulación vigente desde 2002. Los gobiernos del Reino Unido, Alemania, Holanda y Austria, respondiendo al avance electoral de partidos ultranacionalistas, restringen los derechos laborales y el acceso a servicios sociales de trabajadores de la Europa mediterránea y del Este. Como dijo Gayatri Spivak de la Ilustración, podemos afirmar de la democracia que “está enferma en su hogar”. Otro modo de decirlo sería que Europa o la democracia están fuera de sí, son extranjeras, extrañas a su historia, al discurso con el que concebían el sentido de su nación. Es como si se privaran de su pasaporte, de lo que documentaba lo que pretendían ser.
El monumento en el que inevitablemente se convierte un millón de pasaportes apilados, encolumnados, no alude a ningún logro histórico. Evoca paradójicamente lo que no se quiere tener, aquellos a quienes no se recibe. ¿Está hablando de los migrantes indocumentados o de la pérdida de sentido de quien niega el documento?
Imagino que la monumentalización de los pasaportes sugiere hoy otro significado. Jaar representó en 1995 el número de migrantes que Finlandia debería recibir en relación con su población de entonces –cinco millones de personas–, comparado con el veinte por ciento de extranjeros residentes en Europa. La obra es resemantizada en este otro juego millonario de los euros que cuesta ahora un pasaporte europeo. Hace dos décadas, la pieza adquiría sentido en su relación proporcional con las personas virtualmente rechazadas; en 2014, se vuelve metáfora de la mercantilización de las identidades. Lo que la obra monumentaliza ahora es el extravío de los valores europeos que, como dijo Kinga Göncz, conferían el sentido a una convivencia basada en la no discriminación.
Los pasaportes, que nacieron como documento de identificación, indicaban el origen de los viajeros y los habilitaban para vivir en otros territorios. En este tiempo se vuelven representación ficcional de lo que hace posible, o simula, la pertenencia a una sociedad: ser aceptados como inversores, turistas con capacidad adquisitiva, mercancías desarraigadas. La pregunta para el arte: ¿cómo levantar en esta escena una poética?
Imágenes [en la edición impresa]. Alfredo Jaar, One Million Finnish Passports, 1995, un millón de pasaportes replicados y vidrio, 800 x 800 x 80 cm, vistas de la instalación en el Museo de Arte Contemporáneo, Helsinki. Cortesía de Alfredo Jaar y Galerie Lelong de Nueva York.
Lecturas. One Million Finnish Passports, exhibida por primera vez en Helsinki en 1995 y luego destruida, se recrea en la retrospectiva de Alfredo Jaar, Tonight No Poetry Will Serve, que se presenta en el Museo de Arte Contemporáneo Kiasma de Helsinki del 11 de abril al 7 de septiembre de 2014. Se citan en este artículo: Ana Carbajosa, “Sea europeo por un millón de euros” (El País, Madrid, 2 de febrero de 2014);David Morley, Medios, modernidad y tecnología.Hacia una teoría interdisciplinaria de la cultura (Barcelona, Gedisa, 2008); Gayatri Spivak, An Aesthetic Education in the Era of Globalization (Cambridge, Harvard University Press, 2012); Adriana Valdés, “Alfredo Jaar: imágenes entre culturas”, en Arte en Colombia internacional, N° 42 (diciembre de 1989).
Crónicas sobre Appetite.
En 2005, hace casi diez años, cuando todavía el kirchnerismo peleaba con Eduardo Duhalde bancas de senadores, una aspirante a...
Fabio Kacero, artista del “entre dos”.
Que el arte del siglo XX no se contentó con los límites de la pura experiencia visual...
Mariela Scafati, la pintura como pertenencia urbana.
Diario íntimo a la vez que herramienta, diapasón emocional y archivo de recursos, la pintura de...
Send this to friend