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Tiro al blanco

ARTES

 

Fabio Kacero, artista del “entre dos”.

 

Que el arte del siglo XX no se contentó con los límites de la pura experiencia visual no es novedad. La larga historia de tensiones irresueltas entre la imagen y la palabra podría remontarse a Horacio o a Lessing, pero el capítulo más pródigo empieza, una vez más, con Marcel Duchamp. “Me pareció que como pintor era mucho mejor estar influido por un escritor que por un pintor”, dijo en 1946 evocando el impacto de la obra de Raymond Roussel, y desde esa iluminación profana persiguió una continuidad ideal entre visión, palabra e idea que se convirtió en piedra de toque del arte conceptual y medio maestro de muchos artistas contemporáneos.

En el recuento, sin embargo, el caso del argentino Fabio Kacero es absolutamente singular. Empeñado desde hace años en un ejercicio continuo de auto-détour, fue apartándose de la pura visualidad de la escultura (sin por eso abandonarla por completo) hasta acercarse a la figura paradójica, casi un oxímoron para los cánones modernos, del artista-escritor. Un escritor sui géneris, es cierto, si caben en la definición un inventor compulsivo de palabras huecas, un Zelig aplicado que manuscribe textos ajenos, un editor de libros inexistentes o un autobiógrafo circunspecto que sólo lista nombres de personas que conoció. Por si esos ejercicios excéntricos no fueran suficientes como credenciales del escritor, Kacero acaba de publicar una colección de cuentos en el formato convencional de un libro, Salisbury, que lleva en la tapa una imagen de un interior nevado, obra del otro (en este caso –Nieve, 2006–, artista de instalación), tan improbable como los sucesos maravillosos que abundan en los relatos.

El nacimiento del artista-escritor podría fecharse a comienzos de los noventa. Aunque Kacero destella por entonces con una serie de cuadros escultóricos acolchados de formas geométricas, la palabra se adhiere sin mayor aviso a la superficie inmaculada del capitoné y se aúna a lo visible, para ir ganando protagonismo de ahí en más. El artista visual ve abrirse así una salida al atolladero de la “belleza-retina-mudez” enfrentada al “concepto-no retina-discurso” (la fórmula es suya) o, mejor dicho, encuentra en el guión que separa al artista del escritor un blanco oportuno para entrenarse en la “rara puntería” del “entre dos”, un ejercicio que él mismo ilustró alguna vez con una metáfora elocuente: “¿Recuerda en los antiguos parques de diversiones esos juegos donde desfilaban unas figuras por delante y uno tenía que voltearlas arrojándoles una pelota? Bueno, creo que esa puntería o destreza a la que me refiero consiste en apuntarle, en tirarle, no a los patitos –si para el caso fueran patitos– sino al espacio que hay entre ellos”.

El primer tiro, discreto, da en la superficie tersa de los acolchados, con unas pequeñas calcomanías de textos inconducentes. Epígrafes de figuras omitidas, fragmentos arbitrarios de listados bibliográficos, nombres propios de una enciclopedia antojadiza, dejan el texto girando en falso como si, privado de su referencia, hablara en una lengua clara y a la vez opaca, tan abstracta e impenetrable como la cubierta plástica del cuadro capitoné. Si el significado es el uso, aquí el lenguaje, con sus deícticos enloquecidos, no sirve más que para señalar una falta, un murmullo apenas inteligible, que sin embargo perturba la serena belleza geométrica de los acolchados.

El tiro siguiente se demora pero apunta a un vacío más radical. Esta vez Kacero no copia sino que escribe, sentado horas a la máquina durante años, mimando la gimnasia básica del escritor. Sólo que, insatisfecho con la tiranía del lenguaje, el artista-escritor no se contenta con escribir, sino que inventa palabras que no existen en ninguna lengua, o existen en un limbo anterior al lenguaje, como si inventándolas se anticipara a las imágenes o las cosas que en algún futuro remoto podrían nombrar: veilbra, molingoster, blaitel, tweey, spenx, hecself, nicierpulo, tishnunic, drosjin… No quiere crear una pan lingua como Xul Solar, ni un lenguaje idiosincrático como Joyce en Finnegans Wake, ni un gíglico erótico como Cortázar, ni siquiera una glosolalia, sino permutar las letras infinitamente, como un cabalista díscolo destinado al fracaso a falta de una revelación que nunca llega. Nemebiax es el nombre del conjunto extraordinariamente nutrido, que se documenta en larguísimas series impresas, se encuaderna en un libro ilegible, se lee en voz alta o se vuelve puro gesto en un video en que el mismo Kacero las tipea, aplicado en una tarea inútil, absorbente e infinita.

No contento con la empresa del demiurgo lingüista o fracasado como cabalista, Kacero recala muy pronto en otro género, la autobiografía. En el arte de los noventa campea el culto a la celebridad y la puesta en escena de la vida del artista, pero Kacero, empeñado en la invisibilidad discreta del guión, quiere seguir sustrayéndose. Quiere vaciarse. Pero ¿cómo escribir una autobiografía sin el protagonismo obligado del yo? ¿Cómo contar una vida en el “entre dos”? Extremando el gesto blanco y hurgando en los márgenes, el artista-escritor encuentra una respuesta en la evanescencia de la imagen virtual y el texto subsidiario de los créditos finales de un film, la película de su vida que nunca nos mostrará. Compone así Cast/K (2001), un video de casi dos horas que se actualiza en versiones periódicas, en el que lista a todas las personas que conoció, personajes principales, secundarios o meros extras de su escamoteado biopic. En el desfile hipnótico de nombres duplicados del rodante, la vida no es más que una sombra, sin sucesos, sin trama, sin intimidad, una historia narrada por un idiota, musicalizada con una banda sonora generacional. El yo de autobiógrafo es una nada difusa que media entre los nombres-vectores, el fondo negro por el que rueda la lista, presente apenas en la inicial del título, Cast/K.

Ahí mismo, en el ”margen pleno” que también buscó Breton, se abren para el artista-escritor otros blancos de tiro, sin apartarse demasiado de la cosa misma, el libro, fetiche irreemplazable del escritor: libros agujereados, variante perversa, que apenas dejan entrever el contenido; libros en blanco pero con un índice, variante libertaria que deja el contenido librado a la imaginación del lector; libros que lo crean todo (la tapa, el título, la editorial, el autor) excepto el contenido, variante lúdica del escritor-editor que juega con las palabras; páginas de dedicatorias de libros reales que, desgajadas del libro, sólo conservan el don, variante generosa del escritor-coleccionista que se borra en la entrega y se inmola para ofrecerse al lector.

Pero para perfeccionar el ejercicio de sustracción, a Kacero le restaba todavía una prueba capital: enajenar al artista-escritor de la letra manuscrita, su marca más indeleble y personal, deshacerse de ese rastro artesanal de la escritura, único e inalienable. Kacero lo intenta esforzadamente, apuesta incluso a un efecto de autotransformación (lo tienta la promesa de una revista dominical: ”Cámbiese usted mismo, cambiando la letra”), pero desalentado con el fracaso, decide buscar modelos, grafías de otros que lo guíen en la difícil empresa de la automutación. En el camino, da con una tarea infinitamente más rica: apropiarse de la letra de un escritor y volverse así, por pleno derecho, un verdadero escritor. En tren de elegir, elige a Borges, ¿por qué no?, y para completar la hazaña decide escribir uno de sus cuentos más celebrados. Compone así la obra más asombrosa del artista-escritor, Fabio Kacero, autor del Jorge Luis Borges, autor del Pierre Menard, autor del Quijote (2006). Como Menard, de hecho, multiplica los borradores, corrige tenazmente y desgarra miles de páginas manuscritas, tratando de imitar la “letra de insecto” de Borges. Si el Menard borgiano no quería componer otro Quijote, lo cual es fácil, sino producir unas páginas que coincidieran palabra por palabra y línea por línea con las de Miguel de Cervantes, Kacero, Menard monástico, no quiere copiar el original de ”Pierre Menard, autor del Quijote”, lo cual es fácil, un mero ejercicio de falsificación, sino cambiar la letra, escribir como Borges: escribir el cuento sin el ardid de la copia, una tarea que reduplica la paradoja borgiana y aspira a mutaciones de más largo alcance. Por increíble que parezca, Kacero sale airoso en más de un sentido: la letra de su Fabio Kacero… se parece prodigiosamente a la de Borges (y para dar fe, Kacero escribe fragmentos en vivo y los entrega a los escépticos espectadores de la muestra en que se exhibe la obra), cambia la propia (algunos rasgos de la letra de Borges persisten en la suya hasta hoy) y, en la cadena vertiginosa de copias y apropiaciones, crea una obra inimitable, única y original que es a la vez un apócrifo. En el pináculo de sus logros, el artista-escritor escribe una de las más grandes piezas literarias de todos los tiempos, le cambia apenas la dedicatoria y la fecha al pie, y desanda de puño y letra la cadena borgiana que lleva a la quimera originaria de Paul Valéry. Afinando la puntería, da esta vez en el estrecho blanco que se abre entre Cervantes, Borges y Menard (Menard, recordemos, “devoto esencialmente de Poe, que engendró a Baudelaire, que engendró a Mallarmé, que engendró a Valéry, que engendró a Edmond Teste”), para ”conservar el arte”, como su precursor lejano, Monsieur Teste, “erradicando la ilusión del artista y del creador”.

Pero Kacero, Monsieur Teste imprevisible y multimediático, quiere dar todavía un tiro más certero entre la imagen y la palabra, sin resignar la consistencia del mundo real, y lo intenta montando sus propias imágenes y palabras en video, esta vez visibles y legibles, sí, pero igualmente insignificantes. Aspira a la transparencia del montajista capaz de reunir cosas tan reales como un paraguas y una máquina de coser en el bastidor etéreo de la pantalla virtual. Entre los sucesivos ensayos (Lola García, una nena que lee a los tropiezos un fragmento de la Crítica de la razón pura de Kant; Katherina Amato, otra nena que dibuja mariposas en la portadilla de la Fenomenología del espíritu de Hegel), refulge Earlater, un video brevísimo que finalmente revela el verdadero fondo por detrás de los patitos. Imagen y texto se combinan en el video para desnudar el mecanismo básico de la narración que entrama la experiencia vivida del tiempo en un relato, sólo que el relato se quiere también vacío de contenido, y por lo tanto lo que se ve es lo que se ve y los textos que reúnen lo que vemos, meros indicadores irrisorios de la flecha del tiempo, cuantificado por un narrador tan díscolo como el cabalista del Nemebiax.

Conviene detenerse en Earlater, pequeña obra maestra del artista-escritor, que no solamente consigue contar la historia de la eternidad en seis minutos, sino que deja ver qué hacen las palabras con las imágenes y viceversa. El video se abre con una leyenda en un cartón negro, 22 segundos antes, indicador de un orden esquivo de doble dirección. ¿Antes de qué, si todavía no vimos nada? Es el comienzo de una sucesión arbitraria de tomas breves, inconexas, dispares, insignificantes, restos de videos que él mismo filmó sin propósito aquí y allá, elegidos precisamente por su mero fluir (sin punctum ni studium, diría Barthes), que sólo se fijan en el tiempo a expensas de la palabra escrita en los cartones negros, hasta componer un antirrelato hecho de cosas visibles y a la vez abstracto, que sin embargo alcanza a revelar la cronología engañosa de toda narración. Pero veamos: 22 segundos antes ¿qué? Una toma: un camión pala rodeado de arena en un galpón. Enseguida otro cartel: 5 días más tarde. Y otra toma: gente retozando en un parque arbolado. 3 años antes. Unos operarios municipales entran en un túnel subterráneo en una plaza. 6 meses más tarde. Un bigote pintado en una pared arriba de una puerta. 1 semana más tarde. Un muchacho emerge del agua en una pileta de natación. 17 horas más tarde. Una fogata para un asado chisporrotea entre ladrillos y chapas. 523 minutos más tarde. Una pareja de esgrimistas se baten en un salón de esgrima. 9 segundos más tarde. La misma pareja de esgrimistas levemente desplazados. 5.000.000.000 de años más tarde. Una nebulosa colorida. 200 años antes. La misma nebulosa colorida. 4.999.800 años antes. La misma sala de esgrima y los esgrimistas. Media hora más tarde. Una cortina de voile se mece con el viento que entra por una ventana… y así.

El relato, documentado en imágenes reales y convenientemente ordenado en una trama, es verosímil, pero ¿es un relato? La aparente supremacía de las artes temporales de la que todavía desconfía el artista-escritor encuentra en la alternancia de tomas y leyendas un revés inesperado. Todo es presente en el tiempo real del cine pero a la vez es pasado en el registro, y aunque pareciera que la palabra puede manipular la flecha del tiempo, virarla hacia adelante, hacia atrás, acelerar el tempo, ralentarlo y ordenar los jirones dispersos de la experiencia en una narración, tampoco acierta a darle sentido. En su ir y venir enloquecido de segundos, minutos, días, meses, años y millones de años, en sus mínimas concatenaciones lógicas, Earlater nos confronta con la dimensión inconcebible e irrepresentable de la eternidad. Máquina del tiempo absurda, metáfora vacía, quiere, entre imágenes y palabras, dar en el blanco del inapresable paso del tiempo y delatar entretanto el carácter ilusorio de toda representación visual o verbal. Lo hace sin dramatismo, con ironía y humor. Doblemente afiliado a la estética del silencio, heredero tardío de una familia de escritores y artistas que reúne a Roussel y a Beckett, a Duchamp y a Cage, Kacero quiere librarse de sí mismo, librar a la obra de la historia del arte, a las cosas de las imágenes y las palabras, a ambas del relato y al arte de esa doble, triple esclavitud. En su discurrir leve al ritmo de la Pavana para una infanta difunta de Ravel en versión electrónica adocenada de William Orbit, Earlater concibe un relato sin relato, melancólico y etéreo como el viento que mece la cortina de voile. “(Bello)”, para decirlo con un détournement suyo que lo define, “como el encuentro de un paraguas y una máquina de coser donde alguna vez hubo una mesa de disección”. Erradicada la ilusión del artista y el creador, una nada sustancial que encanta y hace pensar.

 

Imágenes [en la edición impresa]. Fabio Kacero, Nemebiax, 2004, libro (edición de 100 ejemplares), p. 24; The Long View, 2006, libro agujereado, y Libro índice, 2006, p. 25; Cast/K, 2001 (primera versión), video digital, 110’, selección de fotogramas, p. 26; Fabio Kacero, autor del Jorge Luis Borges, autor del Pierre Menard, autor del Quijote, 2006, bolígrafo sobre papel, fragmento, p. 27; Earlater, 2010, video digital, 6’, selección de fotogramas, pp. 28 y 29.

Lecturas. Las citas de Kacero pertenecen a “Ensoñaciones de un conversador solitario”, incluido en Kacero (Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2007), de consulta imprescindible sobre su obra, y a conversaciones con el artista en 2013. Mansalva publicó Salisbury en 2013.

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