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La política según el segundo

CINE

 

El estudiante (Argentina, 2011). Guión y dirección: Santiago Mitre. 110 minutos.

 

El final de Lost revelaba, entre otras cosas, que el mejor personaje de la historia (Ben Linus) era el “segundo” de alguien. De quién, había sido uno de los misterios de la serie. El primero –el elegido– termina por reconocerlo: “fuiste un buen segundo”. A lo largo de varias temporadas, la condición de segundo, a la que Ben no se resignaba, lo había convertido en un traidor. Lost era, entre otras cosas, una serie sobre la política.

En política el segundo no es lo mismo que el “ayuda de cámara”. No es una figura trágica. No es el que secunda a un “gran hombre” (o a una “gran mujer”) y que, por estar a su lado, sólo puede ver de él (o de ella) lo que tiene de común. Tampoco es el que imita a quien admira, aspirando a ocupar su sitio en el futuro. Este en particular era el caso de la Eve de All about Eve (La malvada), de Joseph L. Mankiewicz, una película contada desde el punto de vista de un personaje secundario (el crítico) identificado con la gran actriz madura (la “primera”) y no con su joven sucesora (la “segunda”). La segunda era, precisamente, “la malvada”.

En política, el segundo no es el malvado. Es el leal, aquel en quien el primero confía (aunque no ciegamente, porque en política no se confía ciegamente: se confía porque es necesario delegar el poder). Por eso el leal puede ser el traidor. Y por eso, también, puede ser él quien es traicionado. Esta es la hipótesis de Rodolfo Walsh, en ¿Quién mató a Rosendo?, sobre la relación entre Augusto Timoteo Vandor y Rosendo García. Rosendo secundó a Vandor durante diez años. “Participó en sus manejos, asimiló sus enseñanzas, se propuso sus mismos objetivos”. Walsh, no obstante, marca entre los dos una diferencia que bien podría haber sido, por sí sola, la motivación de Vandor para asesinar a Rosendo: “igual que Vandor se enriqueció, igual que él adquirió poder, a diferencia de él llegó a ser querido por muchos”. Pero a Rosendo tampoco le habrían faltado razones, si hubiera seguido vivo, para traicionar a Vandor: “simple delegado en Siam en 1956, secretario de la UOM de Avellaneda en 1958, secretario nacional adjunto ese mismo año, estaba en esa encrucijada de los caudillos: era el segundo, destinado a heredar a un hombre apenas seis años mayor”. El lector ya se pregunta, antes de terminar la frase, cuánto tiempo más iba a poder soportar Rosendo ser el segundo de un hombre que, a esa altura, ya no soportaba más ser el segundo de un General en el exilio y postulaba el “peronismo sin Perón”.

Roque Espinosa, el protagonista de El estudiante, es un segundo. Como Rosendo lo era de Vandor. Como Guastavino (Lautaro Murúa) lo era de Peña Braceras (Arturo García Buhr) en Fin de fiesta, el film de Torre Nilsson basado en la novela de Beatriz Guido, una versión no tan libre de la relación entre Alberto Barceló, famoso caudillo conservador e intendente de Avellaneda en la década del treinta, y su leal mano derecha y brazo armado, Ruggierito. Los segundos, en los tres casos, son los traicionados, no los traidores.

Las ficciones, cuando narran una traición política, suelen adoptar un punto de vista metapolítico, no político: el punto de vista del derrotado, del que narra y el que piensa, como llamaba Fogwill al punto de vista de los vencidos en los “libros de la guerra”, refiriéndose a los libros sobre la militancia armada escritos desde 1984. En esos libros, decía Fogwill, se constataba una victoria-derrota de los vencedores, porque ellos no podían narrar los hechos (el poder económico al que los militares sirvieron debía permanecer callado, porque iba a continuar vigente), y una derrota-victoria de los vencidos, porque ellos sí, como sobrevivientes, estaban autorizados a narrar y pensar.

El estudiante adopta un punto de vista metapolítico dentro de un relato clásico que, no por clásico en la narración, puede ser épico en el contenido. La de Roque es una típica derrota-victoria argentina y contemporánea. Él se queda con la mujer-botín (Paula), como el varón sedentario en el western, además de quedarse con la palabra (hasta con la última palabra: “no”), como los hombres autorizados a narrar y a pensar en la democracia tras la dictadura. Pero la política que observa la película, en su estricto clasicismo cinematográfico, no es nunca la “gran política”, como la que observaban los westerns, en un Estado todavía en formación, no exenta de genocidio, o la que denunciaban los policiales negros al impugnar la doble moral de las instituciones del orden. La de El estudiante es sólo la política dentro de la universidad, y más exactamente dentro de la UBA. La peculiar autonomía de la UBA impide que la política que se hace en ella pueda leerse, de manera automática, como “la parte por el todo”. Poco importa, entonces, si los nombres de las agrupaciones son reales o ficticios.

Hasta cierto punto, la mirada de El estudiante sobre la política en la UBA es la misma que la del cine de Trapero sobre lo público, sobre cómo en la Argentina de los años noventa se privatizó incluso lo que siguió siendo público. En las instituciones públicas hay política –constata la parte documental del cine de Trapero–, pero la política que hay en ellas no es obvia, no es legible por lo que uno ya sabe de antemano de la “gran política”: es preciso observarla y escucharla in situ. A causa de esa política interna (que durante mucho tiempo fue casi la única que hubo en las instituciones públicas), la policía bonaerense, por ejemplo, llegó a ser todo lo autónoma que es hoy. Que se diga, como una frase hecha, que “detrás de todo policía corrupto siempre hay un gran político”, indica algo más que un saber cínico sobre esta clase de autonomía. Que la Bonaerense no esté subordinada al poder político, y que recaude para su propia “caja”, pone al poder político en posición de tener que negociar con sus jefes como se negocia con una corporación. Es en este sentido que El estudiante, igual que El bonaerense, es una película metapolítica no sobre la “gran política”, sino sobre la política dentro de las instituciones. Por eso el espectador puede proyectar sobre ella, con tanta facilidad, sus propias ideas sobre la política grande. También por eso, y dado que presenta la política dentro de una narración conscientemente clásica –de un clasicismo casi militante, neoclásico, inusual en el cine argentino joven–, puede ser leída como un acontecimiento. La política irrumpe en la vida de Roque como aquello que “abre su vida en dos”. Es el factor que inserta en un relato de iniciación perfectamente clásico una intensidad juvenil y contemporánea.

Lo que mejor se puede mostrar de la política en la UBA, con la exterioridad propia del cine, es todo lo que no tiene de político. Y el punto de vista privilegiado para lo no político de la política es por supuesto el del personaje del segundo. El segundo ve el armado de lo político, eso que en el plano del primero se vuelve secundario, salvo que la estratagema salga mal. El estudiante plantea qué es lo específico de la política para un operador político, no para un político. De ahí que durante la primera media hora de película se vea a Roque observar y escuchar a los militantes de izquierda sin tomar una posición definida, hasta que en una asamblea, en la que se discute la reforma del plan de estudios, escucha a Paula, una profesora de veintinueve años que le parece, además de muy bella e inteligente, pragmática. Ella es una de las fundadoras de la agrupación estudiantil Brecha (un nombre ficticio entre nombres de agrupaciones reales). Brecha “no es la Franja” (es decir Franja Morada), pero “tiene el mismo discursito socialdemócrata pedorro que la Franja”, le aclara a Roque su amiga Valeria, militante de izquierda. La posición política, descubre Roque, no la fija uno, sino quien está a la izquierda de uno.

Roque observa que militar significa entrar en una estructura jerarquizada (como el ejército o la policía) en la que todos empiezan como soldados. Lo que encuentra de común entre los militantes de Brecha (por pragmáticos) y los militantes de izquierda (por principistas) es el modo de hablar. Todo lo que dicen lo presentan como un axioma. Un enunciado que no necesita demostración, y que le enrostran a él seguido del latiguillo: “esto es política”. Roque constata, en contra de lo que escucha, que la política es el terreno por excelencia de la no-verdad, del perspectivismo, de la espacialización, de la construcción y la división del espacio, de la competencia interior, de la necesidad de aumentar el propio poder por medio de alianzas con otros espacios. Y que a cualquier militante, por pragmático que sea, esa no-verdad le resulta intolerable. La no-verdad de la política, por insoportable, se compensa con su contrario: con axiomas. Salvo para Acevedo, que nunca habla axiomáticamente y siempre escucha más de lo que habla.

La nula relación que para la película guarda la política dentro de la UBA con la política fuera de la UBA es visible en la escena en que aparece por primera vez el personaje de Acevedo. Acevedo es profesor titular de Teoría Social Latinoamericana, miembro del Consejo Directivo de la UBA y ha sido alfonsinista (la voz en off no deja lugar a dudas: la suya es una de las cinco firmas en el proyecto de traslado de la Capital a Viedma, que data de 1986). Todos los diálogos entre los militantes de Brecha, a partir de su llegada, se escuchan fuera de campo. La cámara toma, en un mismo plano, el rostro de Acevedo y el de Roque, de modo que el espectador vea cómo ellos dos observan a los otros y cómo se observan mutuamente. Roque ha encontrado de quién ser el segundo.

Esa noche los militantes de Brecha discuten la traición de Ángel Molina, su candidato a presidente del Centro de Estudiantes. Ángel hizo un acuerdo con otras dos agrupaciones para armar un frente. Como en Brecha no aceptaron el acuerdo, Molina se lo ofreció a la UES (“unos burócratas que están con el gobierno”, según un militante trotskista) y el frente lo puso primero en esa lista. Acevedo escucha y relativiza la traición. El problema no es Ángel. El problema son ellos, que “se tragaron el veneno” que “los otros” les inocularon. En este punto interviene por primera vez Roque aclarando que él no sabe nada de política. “Hay que hacer que todos sepan que Ángel es un traidor”, propone después. Los militantes de Brecha le replican que “así no funciona la política”. “Que todos se enteren nos va a hacer quedar como unos boludos”. “No –insiste Roque–, la gente va a pensar que él es un hijo de puta, no que ustedes son unos pelotudos”. Acevedo le presta a Roque cada vez más atención, pero permanece callado y deja que los otros lo humillen: “en política, si te cagan, el boludo sos vos”. Sólo le dice, al pasar, que difunda la traición de Ángel como “una cosa de él”. Roque lo hace; la jugada sale bien, por supuesto, y él se convierte en el segundo de Acevedo.

Es llamativo cómo la película pone en boca de los personajes, trastocado y reescrito, un dicho usual de la política. “El que pierde es un traidor” ellos lo convierten en “el que es traicionado es un boludo”. Esa es la lógica que aprende Roque, la que va a aplicar cuando sea traicionado por Acevedo. La derrota, que en la “gran política” puede –y debe– transformarse siempre en una victoria pírrica, en la política estudiantil tal como la muestra la película resulta insoportable. La traición (que Acevedo considera “lo más frecuente” en política) Roque la vive como una derrota personal. Por eso en la última escena le dice “no” a Acevedo, pero no como Willard le dice “no” a Kurtz en el final de Apocalypse Now, sino como Vandor le decía “sí” a Perón mientras actuaba a sus espaldas. En aquello en que Acevedo es bueno, Roque es mejor. Pero actúa frente a él según el axioma pequeñoburgués aprendido en Brecha: lo importante es cómo a uno lo ven los otros, sobre todo los que están por encima de uno.

En una carta dirigida a José Alonso, Perón hacía referencia a Vandor como el “enemigo principal” y aclaraba: “en política no se puede herir, hay que matar, porque un tipo con la pata rota hay que ver el daño que puede hacer”. Pero en El estudiante la traición no está puesta en el nivel de la política. La traición, para Roque, queda circunscripta a la vida privada. Es una cuestión de honor, planteada desde el punto de vista de las apariencias: “no se puede quedar como un boludo”, tal como decía el axioma de clase media aprendido de Brecha. De ahí que la voz en off, antes del desenlace, cuente la historia de un duelo entre Hipólito Yrigoyen y Lisandro de la Torre. El dominio de la esgrima por parte del caudillo radical es lo que explicaría por qué el fundador del Partido Demócrata Progresista tuvo que usar barba por el resto de su vida.

 

Visiones y lecturas. El estudiante (Argentina, 2011), escrita y dirigida por Santiago Mitre. Producida por Wanka Cine, El Pampero Cine y Tierra Colorada, con el apoyo de la Universidad del Cine y de Pablo Trapero. Historia original: Santiago Mitre y Mariano Llinás. Producción ejecutiva: Agustina Llambi-Campbell y Fernando Brom. Elenco: Esteban Lamothe, Romina Paula, Ricardo Félix, Valeria Correa. Rodolfo Walsh, ¿Quién mató a Rosendo? [1969] (10a ed., Buenos Aires, De la Flor, 2004). Rodolfo Enrique Fogwill, Los libros de la guerra (Buenos Aires, Mansalva, 2009).

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