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Lo oficial y lo maldito

CINE

 

Tierra de los padres, de Nicolás Prividera: hacia un cine de la historia de los vencidos.

 

La perspectiva de los vencidos, para contar la historia argentina, se ha oficializado. De este hecho nuevo trata, con lógica incomodidad, Tierra de los padres. Lo durante mucho tiempo maldito, lo que nunca se mencionaba en los manuales escolares, tiende a convertirse –a partir de 2003, con los juicios por crímenes de lesa humanidad y la idea de refundar con ellos el Estado– en un tema sobre el que todo alumno debe saber para no llevarse Historia a marzo. Lo mismo había sucedido, más lentamente, durante la década del noventa en las facultades argentinas de Ciencias Sociales y de Filosofía y Letras, con el Libro de los pasajes de Walter Benjamin (el modelo de Prividera para el libro de citas que se lee en su película). La academización de Benjamin, sucedida mientras las leyes de impunidad (Punto Final y Obediencia Debida) estaban vigentes, tiene mucho en común con la oficialización de la historia de los vencidos, que se inicia con la derogación de esas leyes. De hecho, esa era la versión de la historia que las tesis benjaminianas de “Sobre el concepto de historia” demandaban escribir al materialismo histórico. Tierra de los padres combina en su programa estético esos dos procesos culturales, uno reciente y el otro en curso, de una manera inesperada, como si los hiciera coincidir punto por punto, superponiéndolos en los cien minutos de metraje, a modo de un experimento del que se espera ver un resultado. Es más, las citas que se leen en la película están copiadas en un cuaderno marrón de tapas duras que, podría decirse, hace de Libro de los pasajes. Al tomar para sí una consigna que estaba escrita (por Benjamin) para el materialismo histórico, el film parece identificar un contexto político nuevo, en el que es posible entender, por primera vez, cuál era el sentido último de aquella terrible frase dicha por Massera en el Juicio a las Juntas de 1985: “Aquí estamos protagonizando todos algo que es casi una travesura histórica: los vencedores son acusados por los vencidos”.

Con el Himno Nacional de fondo, Prividera muestra, en blanco y negro y con imágenes explícitas, la brutal dialéctica entre lo alto y lo bajo, entre la pompa y el barro, entre lo visible y lo oculto, entre lo público y lo secreto, que le cabe a todo Estado. Dentro de él hay una férrea división del trabajo. Pero entonces, ¿cómo se vinculan esos extremos, que nunca deberían entrar en contacto? En el comienzo de la película, una serie de episodios de represión estatal (entre los que se incluyen Ezeiza y Malvinas) está editada como si todos ellos pertenecieran a un mismo período oscuro, indescifrable pero cercano. ¿Hasta dónde llega la historia reciente? –podría decir un cartel del tamaño de la pantalla como los que Prividera sobreimprime en M (2007), su anterior película–. ¿Terminó con la masacre de Avellaneda, con los asesinatos de Kostecki y Santillán? –puede preguntarse el espectador una vez que terminan el Himno y el montaje–. ¿O sigue, subterráneamente, con la desaparición de Julio López, sin haberse detenido ni un segundo, naturalizada ya en las cárceles y en la trata? Sin embargo, en las imágenes con el Himno, sobre todo por la virtud maniquea del blanco y negro, la represión estatal construye, aun a su pesar, una figura política perfecta: la juventud.

A los jóvenes pisoteados por militares de a caballo, golpeados por culatas de fusiles, puestos a bastonazos contra la pared, arrastrados de los pelos por policías ensoberbecidos, asfixiados por pasamontañas mientras huyen de los gases lacrimógenos, se los ve activos –resistentes– frente a la violencia estatal. Mirados con el prisma de Fogwill en Los libros de la guerra, serían los vencidos vencedores (una figura que el benjaminismo no previó), los que cuentan la historia mientras los verdaderos vencedores siguen dedicándose a los negocios. ¿El que pierde, entonces, cuenta la historia? No, gana el que escribe la historia (parafraseando la consigna con que se promocionó este año, desde un ente estatal, un concurso de cuentos sobre Malvinas). Pero el que escribe la historia gana a largo plazo. Primero viene la academización de Benjamin. Después, la oficialización de la historia de los vencidos. El experimento de Prividera, decíamos, consiste en superponer los dos procesos.

Quienes en Tierra de los padres representan a la comunidad de los vivos, a la que la de los muertos “le aplasta el cerebro como una pesadilla” –de acuerdo con el epígrafe de Marx que abre la película–, son, básicamente, personas del mundo de la cultura. Todas ellas pertenecen a las mismas tres generaciones que se ven, como víctimas de la violencia estatal, en el montaje musicalizado por el Himno. En esa Tierra de los padres de la que habla el título, donde en el siglo xix se pergeña el Estado argentino con el matadero como modelo de violencia, la juventud siempre es un estadio mental. Nunca se condice con la edad biológica. Se es joven por la generación a la que se pertenece. Por eso no importa que los que leen en la película tengan edades que van de los treinta a los sesenta años. Encarnando este nuevo concepto político de la juventud extendida –para la cual la imagen de los antepasados reprimidos sigue siendo más poderosa que la de los descendientes libres–, figuras del medio académico, literario y teatral leen en voz alta, sentados o de pie sobre las bóvedas del Cementerio de la Recoleta (o al costado de ellas), fragmentos de textos de autores argentinos, recopilados como citas en un cuaderno de tapas duras, parecido en su exterior a un libro de actas. La figura del lector desaparece dentro del cuadro, una vez que ha leído, como si fuera un fantasma, mientras en la pantalla aparece quién es el autor del fragmento, de qué libro proviene y cuál fue el año de su publicación.

Respecto de la oficialización de la historia de los vencidos, el film plantea su primer efecto: en términos políticos, de todos los argentinos menores de sesenta años puede decirse hoy que son jóvenes. Pero entonces, si hay tres generaciones contemporáneas de los vencidos, identificadas con esos jóvenes a los que se muestra en el instante fatal en que el Estado se los lleva a la fuerza, sólo los viejos –que pasarían a ser una nueva categoría política– se identifican con el Estado. Los jóvenes, mientras tanto, son hijos absolutos de esos hijos absolutos. Contra ellos, del otro lado, aplastándoles el cerebro como una segunda pesadilla, están los viejos muertos, “los padres fundadores”, esos padres absolutos que trazan el recorrido turístico del Cementerio de la Recoleta, los viejos vencedores, los próceres-escritores de la historia y la literatura oficiales (Echeverría, Rosas, Paz, Quiroga, Sarmiento, Alberdi, Lavalle, Mitre), que en vida fueron todos enemigos entre sí, pero terminaron enterrados en el mismo lugar, como sucede en las mejores familias. Y en medio de tantos padres, aparece la figura de Evita, la oveja negra de la gran familia de los próceres de la Recoleta, la madre joven de todos los jóvenes menores de sesenta años, en la única bóveda en la que pueden verse flores frescas.

La presencia de Evita, en medio de esa familia ampliada, resulta incómoda. No importa, para el caso, cuál sea la relación que el espectador tenga con el kirchnerismo. Prividera logra incomodar, en este punto, sin que haga falta discutir si su película es o no es kirchnerista. De ahí su originalidad. Se trata de una película política, exhibida en un momento tan politizado, que puede ser discutida por fuera de la contradicción principal. Quizá sea la primera película metakirchnerista que se haya realizado. De hecho, lo políticamente incómodo no es que Evita esté enterrada en el mismo cementerio que Aramburu (que siga enterrada ahí, de hecho, se debe a que sus sobrinas, las únicas herederas, no quisieron trasladar sus restos al mausoleo de Perón en la quinta “17 de Octubre” de San Vicente, donde tiene reservado su lugar). La incomodidad proviene más bien de que su figura es la primera incorporación oficial a la historia de los vencidos. Y de que por lo tanto quizás sea correcto que esté en la Recoleta (el film muestra cuántos turistas y escolares visitan principalmente su bóveda familiar). Que el perfil de Evita (con rodete, no con el pelo suelto de la imagen setentista) reemplace a la figura de Roca en los billetes de cien pesos es un hecho político que, si bien no domestica necesariamente su figura, sin duda la oficializa, aun cuando la oficialice con todo aquello por lo que fue odiada. Es una joven madre fundadora (fundadora de la historia oficial de los vencidos) que está enterrada junto a los viejos padres fundadores, entre ellos, el responsable de la desaparición de su cadáver. Si lo maldito de Evita deviene oficial, si ella es un nuevo símbolo del Estado (como máxima representante del Estado-madre, el Estado benefactor), lo que se oficializa con la historia de los vencidos es el malditismo mismo asociado al peronismo.

Perder una figura maldita es algo que produce el mismo grado de incomodidad entre quienes la odian que entre quienes la aman. Por eso, Maricel Álvarez, en lugar de leer profesoralmente (como hace el resto) los fragmentos del mensaje póstumo de Evita, los recita no sólo con el mismo tipo de ira con que ella se los debe haber dictado a su enfermera, sino también con el tipo de ira que buscan inspirar en el lector, como si lo que no se termina de reconciliar con su oficialización como símbolo del Estado-madre fuera precisamente todo aquello que hacía de su figura una parte esencial de la historia de los vencidos (aquello que permitía pensar, hacia 1970, que “si Evita viviera / sería montonera”). Si es una madre, es una madre que lo pide todo. Una madre terrible, como la Evita que se devora las entrañas del Che Guevara en el cuadro La piedad, de Daniel Santoro.

Filmar a alguien leyendo –sostenían Straub y Huillet, quienes también dedicaban sus películas a los vencidos de la historia– es mostrar una situación en la que el intérprete no tiene que fingir que el texto le pertenece. Igual que un profesor. No obstante, ellos buscaron esa ajenidad con el texto leído en menos ocasiones que lo contrario: la memorización y el recitado, por parte de no actores, de obras literarias a las que no sólo no se les modificaba una coma, sino que no eran traducidas de su lengua original (y cuyo subtitulado, cuando lo admitían para la proyección televisiva, supervisaban ellos mismos). En el caso de Tierra de los padres, la extraordinaria lectura recitada que hace Maricel Álvarez del mensaje póstumo de Evita quiebra en dos la película, y la última de las lecturas, la de “Progenitores”, de Joaquín Gianuzzi, a cargo de Prividera, también es un recitado.

Entre estas dos lecturas recitadas, la historia de los vencedores, escrita en el recorrido por las bóvedas del Cementerio de la Recoleta y leída desde el punto de vista de los vencidos (como propone el cartel que abre el film), se cruza con la historia del cine argentino. En su “Carta a los espectadores”, publicada en el programa de mano, Prividera sostiene que los discursos con que armó Tierra de los padres fundaron tanto la Nación como el cine nacional. Es cierto. Aunque los discursos fundadores del cine argentino nunca hacen explícita la violencia estatal que la película pone en primer plano, su historia es la misma historia que la de los vencedores, sólo que contada en la clave reconciliadora del catolicismo (la religión de las imágenes) para un público analfabeto.

Los discursos políticos que fundan el cine argentino son, leídos desde la historia de los vencidos, más alberdianos que sarmientinos. Como el cine estaba dirigido, en sus comienzos, a un público analfabeto, debía pensarse como una verdadera “Biblia para pobres”, con su catolización del criollismo literario, sus gauchos buenos, domesticados por el Ejército, devenidos soldados y patriotas en las guerras de la independencia, sus fábulas tangueras donde se recomendaba no salir del barrio, donde cada persona tenía escrito su destino de acuerdo con su posición social (tópicos que entran en crisis con el primer peronismo) y, sobre todo, con su santificación de la figura de la madre (tópico perdurable, durante y después del primer peronismo). El cine argentino hizo su propia versión de la historia de los vencedores y, al tener que hacerla para analfabetos, reescribió los textos de los padres fundadores en clave católica, borrándoles las huellas de la sangre demarrada.

El primero en entender que había que hacer esa operación fue Matías Sánchez Sorondo, uno de los principales intelectuales del conservadurismo argentino, gestor del golpe militar de 1930 y ministro del Interior de Uriburu. Sólo por su idea de promover con control estatal la narrativa del cine norteamericano (“contar un romance en medio de acciones militares”) podría ser considerado el primer ideólogo del cine argentino. Así como desde el Ministerio del Interior había creado la Sección Especial de Represión a las Actividades Comunistas –para dirigir la cual designó a Leopoldo Lugones (h), quien introdujo la picana eléctrica en los interrogatorios policiales– en 1932, cuando volvió a la actividad legislativa como senador por el Partido Conservador, mostró hasta qué punto la regulación del cine era para las clases dominantes una cuestión de Estado. “Las actividades cinematográficas pronto se convertirán en un modo de gobierno”, dijo Sánchez Sorondo en 1938, al presentar el proyecto de ley para la creación de un Instituto Cinematográfico. El cine, advertía bien, era una oportunidad civilizatoria para su clase, en la misma medida en que podría convertirse en un peligro si llegara a quedar, como actividad puramente privada, fuera del alcance estatal: “el cinematógrafo es un mundo aparte: tiene su pueblo y sus jerarcas, sus clases humildes, sus burgueses, su aristocracia estrellada, sus magnates, su justicia, sus costumbres, sus descubridores, sus capitanes de aventura y sus filibusteros. A este mundo, si no queremos que caiga en el caos, hay que ordenarlo”. Sánchez Sorondo, pensando en la educación de un público analfabeto de origen inmigrante, parecía responder a la inquietud manifestada por Eduardo Mallea en 1937: “estos hombres venían de anarquías morales, de pobrezas indecibles, de órdenes europeos en crisis a punto de su disolución; con su ansiedad liberatoria, ¿qué podían traer a esta tierra? […] Lo que esos extranjeros podían traer era su hambre y su sed de pan. Eran un material activo ideal para incorporarlo a un orden […] pero ¿quién, cómo, iba a darles ese orden?”.

Casi como una respuesta ideal a este reclamo, el cine argentino clásico catoliza el criollismo para convertirlo en instrucción cívica: el culto de la madre es garantía de virtud y la domesticación del gaucho salvaje, tarea exclusiva del Ejército (que lo había convertido en soldado en la lucha contra el indio, como antes lo había hecho en las guerras de la independencia). En este sentido, el cine argentino, como arte de Estado, es más alberdiano que sarmientino. La idea de que “se debe proceder a la organización nacional aun con los malos, que son también parte de la familia”, parece más afín al programa ideológico de los padres fundadores del cine argentino que la máxima de “no economizar sangre de gaucho”. En todo caso, si para el liberalismo argentino “el disidente es enemigo y su disidencia, motivo de guerra y exterminio” –como sostuvo el Alberdi póstumo–, el criollismo cinematográfico, simplemente, se ocupará de no mostrar gauchos malos (“malos” en la terminología sarmientina del Facundo). Será, de manera consecuente, la versión oficial para pobres de la historia de los vencedores. Es decir, el arte de Estado por excelencia. Recién el nuevo cine argentino, en la década del noventa, mientras en la universidad se academiza a Benjamin, muestra imágenes que podrían ser equivalentes al tercer y último momento de Tierra de los padres, cuando la cámara sube hasta una altura desde donde el Cementerio de la Recoleta se deja ver como una considerable porción de ciudad, dentro de un desplazamiento aéreo que lleva hasta el otro cementerio, el de los muertos sin sepultura, más extenso que el de piedra: el Río de la Plata. El cine de la posdictadura no estaba todavía en condiciones de contar la historia de los vencidos desde una altura que sea abismal.

 

Visiones. Tierra de los padres (2012). Guión y dirección: Nicolás Prividera. Producción ejecutiva: Pablo Ratto. Distribución: Trivial Media.

Lecturas. Matías G. Sánchez Sorondo, El Instituto Cinematográfico del Estado. Antecedentes, notas, y proyecto de ley de creación del Instituto Cinematográfico del Estado, presentado al Senado de la Nación el 27 de septiembre de 1938, Buenos Aires, s/e, 1938 (una selección de textos de este libro, a cargo de Emilio Bernini, fue publicada en Kilómetro 111. Ensayos sobre cine, N° 8, Buenos Aires, Santiago Arcos, 2009, pp. 126-135).

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