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Stanley Cavell, El cine, ¿puede hacernos mejores?, traducción de Alejandrina Falcón, Buenos Aires, Katz, 2008, 233 págs.
La filosofía nunca pensó el matrimonio. Aunque el objetivo del filósofo sea entender lo que tiene delante de los ojos, nada se convierte en su objeto si no es para él algo extraño. Para que el matrimonio sea un problema filosófico, casarse tiene que haberse convertido en el más libre de los actos humanos. Las personas deben poder no casarse en toda su vida y, cuando deciden casarse en lugar de vivir en pareja, poder divorciarse y volver a casarse cuantas veces quieran, como para que cada vez que se casen el acto sea libre. El acto más libre del siglo XX fue el que durante la mayor parte de la historia más se había parecido –sobre todo para las mujeres– a un acto obligatorio. De ahí que al volverse tan optativo el matrimonio se convierta, para las parejas de gays y lesbianas, en un derecho a conquistar con el mismo fervor que el aborto para las feministas. No obstante, más allá de la libertad implicada en el matrimonio, la filosofía siguió sin pensar el tema.
Sólo ciertas películas del período clásico han pensado el matrimonio: las “comedias de enredo matrimonial” (remarriage comedies) y los “melodramas de la mujer desconocida”. Cavell (Atlanta, 1926) dedica a esas películas dos de sus cuatro libros sobre cine: La búsqueda de la felicidad. La comedia de enredo matrimonial en Hollywood (1981, traducido en 1999), y Contesting Tears. The Hollywood Melodrama of the Unknown Woman (1996). Exceptuando The World Viewed (1971), una ontología del cine, sus otros libros tratan temas de estética y teoría del valor, la materia de la que Cavell es profesor emérito en la Universidad de Harvard, o si no, de los filósofos que más lo influyeron y más le interesan: Wittgenstein, Austin, Heidegger, Nietzsche y Emerson. En El cine, ¿puede hacernos mejores? (una recopilación de ensayos y conferencias de 2003) explica lo que esas comedias y esos melodramas saben y pueden enseñar acerca de la moralidad.
De cualquier forma, más allá del tema, Cavell siempre escribe filosofía (en forma más ensayística que académica) y, cuando escribe sobre cine, lo que escribe es filosofía del cine, no estética aplicada. El cine no le interesa en tanto arte sino en tanto pensamiento. Y sólo es pensamiento cuando piensa un problema que la filosofía no ha pensado –o cuando lo piensa de un modo en que no lo ha pensado la filosofía–; tal es el caso del matrimonio. De hecho, las otras artes que abordan sus obras –la literatura, el teatro, la ópera– le interesan por las mismas razones que el cine; tienen algún interés filosófico sólo en la medida en que pueden pensar, igual que la filosofía. Antes de que Descartes utilizara la duda como método filosófico, los personajes de las tragedias de Shakespeare dudaban de la fidelidad del ser amado (Otelo), de la autenticidad del amor filial (Lear), del valor de la existencia (Hamlet) o de la naturaleza de la mujer (Macbeth). Antes de que Nietzsche caracterizara como filisteísmo lo que Emerson había llamado conformidad, las novelas de economía (del oikos, de lo doméstico) de Jane Austen y George Eliot mostraban un mundo patriarcal donde no había patriarcas con gusto y energía suficientes para vivir en él. La estupidez, la vacuidad y el hastío de los personajes secundarios daban la pauta de cuáles eran las condiciones sociales que los protagonistas debían superar en sí mismos para aspirar a una vida superior. Pero ¿cuál podría ser la pregunta sobre el matrimonio cuando la negativa a casarse significaba la ruina social, y aceptar un mal matrimonio, la renuncia a la posibilidad de conversación, fuera una conversación racional o ligera?
El matrimonio no pudo pensarse como problema hasta la aparición del cine sonoro. Por qué llegar a pensarlo requiere de la conversación cinematográfica es lo que Cavell explica en “Golpes en el alma”, el ensayo del libro dedicado a diferenciar el burlesco en el cine mudo (que representa el mundo de la infancia, un mundo prepolítico, sin maldad y sin tragedia) de la comedia de enredo matrimonial en el cine sonoro (que representa el mundo adulto, un mundo político, donde cada uno debe evaluar qué es lo que merece ser dicho y debe decirlo a sabiendas de que tendrá que hacerse responsable por su efecto, aun cuando no pueda preverlo). El precio de pasar de los tortazos en la cara a las frases de doble sentido es que cada palabra pueda equivaler a una estocada o a una caricia. Lo que se dice en el cine sonoro puede matar, porque también puede hacer vivir. El pasaje del cine mudo al sonoro introduce la maldad en el cine (aquí Cavell coincide con Bonitzer y con Zizek, aunque es el único de los tres que le agradece a Aristóteles la idea sobre cómo el acto de hablar funda un mundo político). La risa pierde toda inocencia, a riesgo incluso de caer en el cinismo. El cinismo del público, sumado al del cine mismo –al que Cavell le dedica sólo unas pocas páginas del más brillante de los ensayos del libro: “Lo que el cine sabe del bien” – podría ser la razón de que las comedias de enredo matrimonial hayan dejado de hacerse en 1949.
Lo que estas comedias habían pensado con el mismo rigor que la filosofía era la posibilidad de que el yo se transformara para mejor (en lugar de para peor, como suele suceder a medida que se avanza en edad) dentro de un vínculo creado libremente. Ese pensamiento, no obstante, necesitaba complementarse con ideas nacidas en otro género, el melodrama de la mujer desconocida. Este tipo de melodrama –derivado de la comedia de enredo matrimonial– plantea la imposibilidad de que el matrimonio se constituya o, si se constituye, de que sea un vínculo auténtico y recíproco. En este sentido, el problema moral que plantean estos melodramas es el mismo de la comedia, pero con un enfoque negativo.
A este problema, el de si es posible escapar al deterioro moral que conlleva vivir la vida adulta, estas películas responden, no si se puede, sino que cualquiera podría intentarlo y tener éxito o fracasar en el intento. Su novedad filosófica consiste en democratizar el planteo de un problema de vieja data, el del perfeccionismo (el perfeccionismo sería lo contrario del cinismo). El problema del perfeccionismo –planteado con distintos matices desde Platón y Aristóteles hasta Emerson y Nietzsche– pasa a ser, a partir de que el cine lo democratiza, una cuestión que no depende del mérito individual. No se trata de por qué el hombre justo, que merece ser feliz, no lo es –debido a que vive entre hombres injustos–; se trata de si aquellos que, en medio de la injusticia general, gozan de las condiciones de máxima justicia posible (belleza, riqueza, salud, suerte, simpatía, inteligencia, talento) pueden llegar a ser felices en la madurez. Cavell sostiene, no sólo que en la juventud no puede aspirarse a la felicidad en el matrimonio, sino también que la felicidad no depende de tener hijos o, mejor dicho, que depende de no tener hijos. En el melodrama, de hecho, la causa de la infelicidad de las mujeres son sus madres o sus hijas. Es obvio que el vínculo con los padres y con los hijos no tiene la misma libertad que con la pareja ni puede disolverse como se disuelve el matrimonio; de ahí que el mundo de la comedia sea un mundo adulto pero utópico, sin padres y sin hijos.
Ahora bien, si el cinismo, como lo contrario del perfeccionismo, implica haber perdido toda expectativa de que el mundo humano pueda mejorar, y actuar como si no valiera la pena haberla tenido o que alguien todavía la tenga, no sólo no puede haber más comedias y melodramas como los de la edad dorada de Hollywood, sino que tampoco puede haber filosofía como la que hubo hasta Nietzsche. Cavell le dedica a este problema –el de cuán parecidos son el destino de la comedia y el de la filosofía– buena parte de todos los ensayos del libro; pero sobre todo le dedica espacio y tiempo (poniendo a prueba la paciencia del lector, porque su estilo gusta de las digresiones y de las preguntas interesantes que se plantean sin ánimo de responderlas, como de abrir cuestiones laterales a cada tema principal para luego dejarlas truncas) en el ensayo ya nombrado –“Lo que la filosofía sabe del bien”– y en los que abren y cierran el libro:“El pensamiento del cine” y “La filosofía pasado mañana”.
Hay una analogía entre el cine y el acto de cantar y bailar que Cavell no se atreve a hacer explícita en “El pensamiento del cine”, pero que parece estar sugerida, como una consecuencia fácil de deducir, en su análisis de Pennies from Heaven (presentada allí como una comedia musical que descree del principio básico de la comedia musical, que es el de cantar y bailar en medio de la desgracia). Esa analogía, leída entre líneas, podría explicarle al lector por qué el cine, como la filosofía, ya sólo puede pensarse a sí mismo. Cuando Steve Martin y Bernardette Peters imitan a Fred Astaire y a Ginger Rogers bailando sobre el tema “Let’s face the music and dance”, de Irving Berlin, uno se pregunta si la escena original era creíble. ¿Qué nos haría creer (y qué hacía creer a aquellos espectadores) que alguien que ha perdido todo el dinero en el casino, al salir a la calle dispuesto a suicidarse, desistirá de hacerlo si ve a una mujer bella, invitándola a bailar una canción que habla de “entrar en la pista” y olvidarse de todo? ¿Por qué creerían esa escena –por qué no la creemos nosotros está mucho más claro– espectadores que iban al cine con la misma intención leve de “olvidarse de sí” con que iban a bailar cada fin de semana? ¿Por qué el cine sería más poderoso que el baile precisamente en el momento histórico en que más se lo consumía a la manera del baile? Un misterio no muy distinto encierra hoy la filosofía, sobre todo cuando se la imagina en la mente de hombres que habrían sido, en otro tiempo, movidos por ella a la acción. Cavell, al respecto, hace un aporte nada desdeñable desde este, su extraordinario último libro sobre cine: dice que del cinismo no sale ni buena comedia ni buena filosofía. Si alguien está resignado a esperar la repetición sin variantes de las instituciones que le ha dejado la generación anterior es porque ya ha dejado de pensar. La filosofía de Cavell, por ideas como esta, puede resultar edificante, atributo que todo lector de las tradiciones filosóficas francesa y alemana usa siempre de manera peyorativa y descalificatoria. Pero valdría la pena aplicar el término como el propio Cavell lo usa cuando dice que en su país, a falta del edificio de la filosofía (construido en Europa), tuvieron el cine. Otra cuestión, que merecería un libro aparte, sería por qué el cine de Hollywood no pudo pensar otros problemas, además del matrimonio.
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