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Posthumano, demasiado posthumano

ENSAYO

 

Oscar del Barco, Alternativas de lo posthumano. Textos reunidos, compilación y prólogo de Gabriel Livov y Pablo Gallardo, Buenos Aires, Caja Negra, 2010, 286 págs.

 

Difícil leer y comentar Alternativas de lo posthumano sin ponerlo de inmediato en relación con la carta abierta que Oscar del Barco envió a la revista cordobesa La Intemperie a fines de 2004, en la que, retomando el mandato bíblico “no matarás”, hacía público acto de contrición y convocaba a “todos los que de alguna manera simpatizamos o participamos, directa o indirectamente, en el movimiento Montoneros, en el ERP, en la FAR o en cualquier otra organización armada” a reconocer su responsabilidad y pedir abiertamente perdón por las muertes que su accionar había causado o alentado. Su intervención, como era de esperar, desencadenó una encendida polémica sobre la violencia revolucionaria en los años setenta en la Argentina, que encontró eco en las revistas Conjetural, Confines, El Ojo Mocho y El Interpretador, entre otras. Los textos fueron reunidos en libro por la Universidad Nacional de Córdoba en 2007 con el título Sobre la responsabilidad: no matar; las intervenciones continuaron y a comienzos de 2010 se publicó un segundo volumen de cartas y ensayos.

En este contexto, no hubiera sorprendido que Pablo Gallardo y Gabriel Livov, autores del prólogo y editores de Alternativas de lo posthumano, una antología de ensayos que abarca los últimos treinta años de la producción de Del Barco, apelaran al recurso de presentarlo, en primer término, como “el autor de la carta abierta a La Intemperie”. Y por eso resulta significativo que hayan decidido no hacerlo. Es evidente su intención de evitar que se reduzca el pensamiento de Del Barco a esta coyuntura, enfatizando por el contrario la autonomía y coherencia interna de su trayectoria, y la dimensión filosófica de su obra. Se exige de nosotros una lectura atenta a las dificultades de una escritura que, nos advierten, no ahorra las inflexiones del pesimismo y la tragedia en su esfuerzo por pensar nuestra época, la del “fracaso histórico definitivo de cualquier alternativa política emancipatoria, el desencadenamiento nihilista de la técnica y la mundialización del sistema capitalista”, y por hacerlo sin concesiones, pues se trata no de la mera derrota de una generación, ni de la de ciertos ideales o valores, sino de “una derrota epocal de dimensiones planetarias”, lo que, claro está, no es asunto que deba ser tomado a la ligera.

Pero, al mismo tiempo que se nos reclama esta lectura sesuda, se nos advierte que las búsquedas de Del Barco lo han conducido, como quien no quiere la cosa, hacia una “teología posmetafísica de raigambre batailleana”, a revalorizar ciertas experiencias límite (el misticismo, el erotismo, la poesía entendida como éxtasis, el consumo de sustancias alucinógenas) pues en ellas es “donde se encuentra la posibilidad de escapar […] a las infinitas y complejas redes del Sistema”. Del Barco no retrocede ante la paradoja que habrían enfrentado todos los místicos: seguir hablando allí donde, entre la “inconmensurabilidad de la experiencia, que es inefable, y la necesidad de transmitirla mediante palabras”, se abre un hiato insalvable. Pero, en la medida en que Del Barco, a diferencia de Wittgenstein (aunque inspirándose en él), no calla ni retrocede frente a aquello de lo que no se puede hablar, no deberíamos cometer nosotros la torpeza de entenderlo –ni de criticarlo– en la literalidad de sus enunciados, sino que deberíamos abrirnos a la posibilidad de vernos afectados por eso que se transmitiría en su palabra, más allá del concepto.

Así, por un lado, si cuestionáramos el lapidario diagnóstico epocal de Del Barco trayendo a cuento alguna alternativa política emancipatoria concreta cuyo “fracaso definitivo” no resultara evidente, o pusiéramos en duda su pesimismo tecnológico aduciendo algún uso plausiblemente contrahegemónico de los medios de comunicación o de las redes virtuales, se nos respondería que sus conclusiones no parten del análisis empírico del escenario político o de los desarrollos tecnológicos, sino de la “esencia de la técnica” en el sentido heideggeriano. Pero, al mismo tiempo que reivindica esta lectura estrictamente “filosófica” del presente, Del Barco, en su ensayo sobre la mística de Nietzsche, impugna la lectura que Heidegger hace de este como “el último metafísico”, por considerarla demasiado limitada a lo conceptual: Heidegger no habría sabido ver que el Eterno Retorno no es para Nietzsche una simple idea sino un “estado anímico vivido”, y habría descuidado así “lo esencial que es la intensidad intransmisible de la experiencia”. Apartándose en este punto de Heidegger, Del Barco extrae, a fuerza de pura intensidad, una mística de Nietzsche, una teología atea de Wittgenstein, un silencio de Bataille y un grito de Artaud, aunque todo ello sea esencialmente incomunicable, y por ello mismo, indiscutible.

Pero evitemos deslizarnos también nosotros hacia lo inefable y avancemos en nuestra caracterización… Alternativas de lo posthumano –¿por qué callarlo si es tan fácil decirlo?– tiene dos partes. En la primera se anuncia la crisis del marxismo y de todas las prácticas políticas orientadas a la emancipación colectiva del ser humano. ¿Por qué, se pregunta Del Barco, fracasaron todos los movimientos revolucionarios del siglo XX? Y ensaya una respuesta que combina una dimensión criminal (fracasaron porque “los llamados revolucionarios se convirtieron en asesinos seriales, desde Lenin, Trotsky, Stalin y Mao, hasta Fidel Castro y Ernesto Guevara”), con una perspectiva ingenua respecto de los poderes de la técnica, a la que los revolucionarios habrían considerado neutral (y entonces solo se trataba de arrancarla de manos de la burguesía y ponerla al servicio del proletariado). “Esta idea de que la técnica puede ser utilizada en un sentido o en otro, es decir por los capitalistas o por los socialistas, oculta el hecho esencial de que la técnica es técnica-del-Sistema.” Pero si el Sistema es “algo enorme, fuera de toda medida, increíble”, ¿es posible atacarlo sin replicar y reforzar involuntariamente aquello que se pretendía destruir? ¿Hay algo que no sea Sistema y que permita fundar una política alternativa? La respuesta que Del Barco da a este interrogante es tan imprecisa como el Sistema mismo: “El no-Sistema real no es el obrero (como creyó Marx) sino cierta dimensión inconmensurable del hombre, abismo imposible de decir y definir”. Es en ese punto donde se juegan las alternativas de lo posthumano, entre un no-humanismo del Sistema (el devenir máquina del hombre) y un no-humanismo del más allá del hombre, un “desborde sin límites” que Del Barco rastrea en la segunda parte del libro, a través de Artaud, Bataille, Nietzsche y Wittgenstein, hasta llegar a los protocolos de sus experiencias con alucinógenos en México, sin olvidar ocasionales menciones al Zen, el Tao y el sufismo. Semejante viraje no impide, sin embargo, una notable coherencia de pensamiento: ni siquiera bajo los efectos del peyote Del Barco abandona su pesimismo: “Mi charla, luego, está llena de sollozos: hablo de lo miserable que es el hombre, de la maldad que lleva adentro, de cómo torturan a los niños. Siento una tristeza desesperada, violenta. Pero pasa”.

Llegados a este punto, cabe regresar a la carta de Del Barco a La Intemperie para preguntarnos por qué su intervención fue el desencadenante propicio de tan dilatada polémica. Si nos detenemos en las diversas intervenciones, es evidente, más allá de las diferencias (entre los que apoyan a Del Barco y aquellos –los más– que lo acusan de deshistorizar y descontextualizar la discusión sobre los usos políticos de la violencia), un férreo consenso acerca de las precondiciones del debate. En primer lugar, en lo relativo a la homogeneidad ideológica, generacional y genérica de los participantes, todos hombres de izquierda que vivieron aquellos años. Es curioso, pero ninguna de las más de treinta intervenciones reunidas en el primer volumen lleva firma de mujer. La única “voz femenina” que se deja oír es la de Jorge Jinkis, quien tildado por Del Barco de haber caído en una “trampa para rubias”, le responde simulando ser (¡qué ocurrencia!) una rubia (entiéndase: una tonta) y escribe una página que imita las tribulaciones postales de Nené en Boquitas pintadas. Este es el único momento del debate en el que –con la excusa de la ficción y la “liviandad femenina”– uno de los participantes se permite transgredir el tono dramático y viril que –segundo acuerdo tácito– gobierna todo el intercambio.

Hay una serie capilar que va de esta “trampa para rubias” a Los rubios de Albertina Carri e Historia del pelo de Alan Pauls, hasta llegar al bigote de Aramburu en Secuestro y muerte de Rafael Filippelli, suplemento piloso en torno al que giró la discusión acerca del carácter ficcional o histórico de la película. Una serie articulada según las oposiciones serio/trivial, profundo/superfluo, masculino/femenino, que ordenan el debate actual sobre los setenta. Un debate al que, como el director de un coro, y más allá del “contenido” de su carta, Del Barco supo dar el tono.

 

Imagen [en la edición impresa]. Fotograma de La Commune (Paris 1871), Peter Watkins, 2000.

Lecturas. Algunos de los libros publicados por Oscar del Barco son El otro Marx (México, Universidad Autónoma de Sinaloa, 1983), La intemperie sin fin (México, Universidad Autónoma de Puebla, 1985), El abandono de las palabras (Córdoba, UNC, 1994), Exceso y donación. La búsqueda del dios sin dios (Biblioteca Internacional Martin Heidegger, 2003). El debate al que hacemos referencia se encuentra en Pablo Belzagui (comp.), No matar: sobre la responsabilidad (Córdoba, UNC / El cíclope, 2007) y Luis García (comp.), No matar: sobre la responsabilidad. Segunda compilación de intervenciones (Córdoba, UNC, 2010).

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