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La ignorancia y la igualdad de las inteligencias

ENSAYO

 

Jacques Rancière, El espectador emancipado, traducción de Ariel Dilon, Buenos Aires, Manantial, 2010, 131 págs.

 

Hace nueve o diez años, Jacques Rancière ocupaba en la Argentina ese espacio que a tantos les gusta demarcar y que nunca alberga a más de uno o dos autores en simultáneo: era lo nuevo de la teoría francesa (aunque contara ya sesenta años). Relativamente pocos habían leído alguna de sus obras, y podían considerarse poseedores de un secreto importante. Acaso disfrutaban participando del pequeño grupo que conocía la nueva voz que asomaba en el horizonte. Pero en los últimos tres o cuatro años ocurrió lo que los fanáticos de la obra de culto más temen: el reconocimiento de Rancière creció de manera inmanejable, a tal punto que se hizo difícil encontrar en el medio cultural a alguien que no lo hubiera leído o que no se hubiera prometido, al menos, leerlo en el próximo hueco que le consintieran sus obligaciones. La “división de lo sensible”, propuesta teórica axial de su obra, comenzó a formar parte del discurso de muchos y, principalmente en la academia y en los ámbitos especializados, se volvió corriente escuchar ese o algún otro de sus conceptos en el centro de las discusiones en cursos, reuniones y bares.

Desde entonces, como antes el rizoma o el devenir deleuzianos, o como la deconstrucción derrideana, la “división de lo sensible” mostró una prodigiosa capacidad para invadir el aparato analítico de cualquiera que se topara con ella. Su zona de atención es la relación entre estética y política, y su competencia es tan amplia que críticos de arte y literatura, educadores, politólogos y filósofos, por nombrar sólo algunos, han encontrado allí una base a partir de la cual abrirse un camino de reflexión en su propia disciplina o interés. (Valga, sin embargo, una aclaración para aquellos que recién se encuentran con el autor: Rancière no es un “escritor difícil”, si por tal cosa se entiende algo así como la complejidad del estilo. Siguiendo con la arbitraria comparación que abría el párrafo, podría decirse que sus textos no recorren las búsquedas escriturales que se consideran características de tantos autores franceses de la segunda mitad del siglo XX. Aunque suele repetirse que su actitud parricida apunta contra Althusser, su camino de exposición conceptual tiene más que ver con el del autor de Ideología y aparatos ideológicos de estado que con los de aquellos cuya misma poética de expresión construye la complejidad de las ideas.) No sería errado sostener que todos los textos de Rancière analizan de un modo u otro la manera en que se divide lo sensible o, más cerca de sus propios términos, el modo en que se articulan lo visible, lo decible y lo factible y los repartos que se establecen entre los agentes que ven, dicen y hacen. En otras palabras: todos los textos de Rancière estudian las operaciones por medio de las cuales nuestras sociedades definen o modifican quién y cómo puede ver, decir, hacer. Y como sucede con otros desarrollos teóricos fundamentales, no hay un texto específico en el que se encuentre su explicación definitiva, ni siquiera en el que se titula La división de lo sensible, de modo que cualquiera de sus escritos puede ser un buen punto de partida. (Sin embargo, como recomendación, tal vez sea mejor empezar por alguno de los de la última década.)

En El espectador emancipado, Rancière continúa su análisis de la relación entre estética y política. No es un libro escrito “en primera instancia”. Se trata de textos que representan la última versión de un conjunto de conferencias dictadas entre 2004 y 2008 en diversas instituciones de Estados Unidos, Europa y Brasil. Aun así, no carece de unidad. Esta vez, su objeto son los espectadores (pero sus conclusiones pueden extenderse fácilmente sobre lectores y oyentes). Para quienes no hayan leído aún ninguno de sus textos, se presenta aquí la ventaja de un breve escrito que funciona como repaso de todos sus temas centrales: la división de lo sensible, los regímenes de expresión, su crítica al consenso, la dialéctica entre lo político y lo policial, la igualdad considerada simultáneamente como horizonte y fundamento. Por otro lado, quienes estén familiarizados con su universo conceptual encontrarán algunos nuevos postulados y la continuidad de un estudio siempre interesado en la complejidad y las tensiones, antes que en la repetición de una crítica desahuciada por la situación presente o de una nostalgia por las utopías perdidas.

“El teatro ha estado, más que cualquier otro arte, asociado a la idea romántica de revolución estética”, escribe al comienzo del libro, y la postura sirve entonces de fundamentación del análisis que vendrá. En el primer capítulo, titulado precisamente “El espectador emancipado”, se presenta el argumento cardinal que recorrerá el texto todo. Se lo podría resumir así: dos son las posiciones que han caracterizado, a lo largo del siglo XX, las intenciones revolucionarias del teatro. La primera, cuyo modelo ejemplar se encuentra en Artaud, aboga por la anulación de la distancia entre espectador y actor. El origen de esta posición podría encontrarse ya en Platón y su crítica a las ilusiones de la representación. El antídoto contra este mal, el del espectador pasivo embrutecido por aquello que mira, sería la presentación de un espectáculo enigmático, que lo forzara a tomar una posición activa e invirtiera entonces la lógica del teatro mismo, hasta suprimirlo como tal y convertir al espectador en actor de su vida. El objetivo de este teatro, dice Rancière, es ético, por cuanto se propone deshacer la distancia entre mundo y representación, empresa marcada por el ansia de alcanzar el “devenir vida del arte”; ético porque, como Platón, considera “mala” (o inútil) la representación y busca retornar a la acción verdadera, restablecer la ceremonia de la comunidad. La segunda de las posiciones toma por modelo a Brecht. Aquí, el embrutecimiento del espectador se combate no anulando la separación entre actor y espectador, sino promoviendo una distancia respecto del drama tal que deshaga la identificación con los personajes y sus pasiones. Así se apuntalaría la toma de conciencia de la propia situación por medio de la presentación de un dilema ejemplar que, una vez atravesado, modificaría el modo de actuar de cada cual en el mundo. Ambas posiciones, explica Rancière, constituyen pedagogías: la pedagogía de la inmediatez ética y la pedagogía de la mediación representativa. Y, al mismo tiempo, comparten un problema que el autor ya ha analizado en El maestro ignorante: el de la pedagogía que, a fin de suprimir una distancia que se da por supuesta entre el que sabe y el ignorante (aquí, autor o actor y público), recrea constantemente una supuesta distancia. Pero si algo se instaura, entonces, no es el simple hecho de que el ignorante ignore lo que el otro sabe, sino que se lo sitúe una y otra vez en la posición del que no sabe qué ignora ni cómo saberlo. En última instancia, ambas poéticas implican una diferencia de las inteligencias, asentada en el hecho de que el artista es quien conoce el objetivo que su arte debe cumplir y a la vez sabe cómo llevarlo a cabo. Son dos intentos de eficacia política que han dado muchísimo a la experiencia humana, que incluso han modificado la división de lo sensible tal cual se daba antes de ellos, pero que no han cumplido con sus fines en el sentido en que los habían planteado.

No es infrecuente que Rancière analice poéticas y señale su “falla”: en La palabra muda, por ejemplo, se permite hacerlo incluso con Balzac, Flaubert y Mallarmé (pero no con Proust). Tampoco es infrecuente que insista en la existencia de alguna relación otra, diversa de aquella a la que ha dirigido sus críticas, entre política y estética. En El espectador emancipado, se trata de una tercera forma de eficacia, que llama precisamente “eficacia estética”. A esta noción y sus alcances están dedicados los capítulos que componen el libro. Y por esa misma razón no resulta sencillo resumirla. Pueden, sin embargo, adelantarse algunas de sus propuestas. La única verdadera emancipación intelectual es la verificación de la igualdad de las inteligencias. La política es la actividad que reconfigura los marcos sensibles, y el teatro, como todo arte, participa de ella en tanto vuelve sobre los repartos que distribuyen las actividades, las escenas, los pensamientos. Pero plantear un objetivo específico para una obra es, antes que nada, olvidar la inteligencia ajena, colocar al otro en la posición de aquel que necesita que se le enseñe lo que no sabe que ignora. “La eficacia estética –escribe en uno de los párrafos más significativos del libro– significa propiamente la eficacia de la suspensión de toda relación directa entre la producción de las formas del arte y la producción de un efecto determinado sobre un público determinado.”

Rancière es un pensador que no rehúye la opacidad de su objeto. Que sea tan productivo tal vez se deba a que su apuesta no es por un arte empeñado en definir quiénes somos, o dónde deberíamos ubicarnos. En ese sentido, piensa, un proceso de subjetivación valioso no es el que lleva a cada cual a tomar conciencia de quién es, sino el que habilita a negar una identidad impuesta por los otros. Ya lo sabe, amigo artista, no nos diga que somos ignorantes.

 

Imágenes [en la edición impresa]. Allora & Calzadilla, Stop, Repair, Prepare: Variations on Ode to Joy, 2008, Piano C. Bechstein 1908 con agujero, pianista (p. 37: Amir Khosrowpour; p. 38, Mia Elezovic). Fotos: David Regen.

Lecturas. Jacques Rancière, La división de lo sensible. Estética y política (Salamanca, Centro de Arte de Salamanca, 2002); Sobre políticas estéticas (Barcelona, Bellaterra, 2005); Política, policía, democracia (Santiago, LOM, 2006); La palabra muda. Ensayo sobre las contradicciones de la literatura (Buenos Aires, Eterna Cadencia, 2009).

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