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Mundos comunes. Metamorforsis de las artes del presente

ESTÉTICA

 

Hubo cierta forma fragilísima de reunir individuos y objetos, deseos y acciones, expectativas y capacidades de experiencia. Hubo espacios en los que esta reunión sucedía: cuartos privados, salas de lectura en bibliotecas, galerías de arte, museos, salas de teatro o de concierto. Hubo ideas que se formularon y que los individuos que recorrían estos espacios podían movilizar para ajustar su interacción con las cosas que encontraban frente a sí: secuencias de imágenes en movimiento, composiciones de sonidos o de imágenes, cadenas cuidadosas de palabras que llamarían obras, y cuya configuración atribuirían a autores, artistas que, en condiciones normales, se especializaban en medios determinados: el sonido, la palabra, la imagen. Hubo nombres que circulaban insistentemente para hablar de lo que allí sucedía: música, literatura, teatro, cine. Hubo la creencia de que objetos de naturaleza muy diferente (un libro, una pintura, un cuerpo en movimiento, un edificio) se dejaban describir con una palabra singular. La palabra era arte, y se suponía que las prácticas que designaba eran de una importancia particular, no sólo porque resultaban en acompañamientos y adornos de la vida o porque en ellas se expresaban verdades respecto al mundo físico o moral ya conocidas, sino porque allí se exponían verdades nuevas. Y hubo un momento en que uno de los mejores observadores de la vida en las regiones donde pasaba esto decía que era imposible no percibir una multitud de “signos de obsolescencia”. Este observador era Roland Barthes, los “signos de obsolescencia” eran los que veía en la literatura de su momento, y el momento era 1979.

Digámoslo de otro modo: una cierta cultura de las artes se constituía en la Europa de la primera modernidad, se estabilizaba hacia comienzos del siglo XIX, tenía una inflexión decisiva hacia mediados de ese siglo con la configuración de un arte de vanguardia, y se desplegaba, en su mayor potencia, durante la primera mitad del siglo XX. Esta cultura era un montaje de prácticas, instituciones y discursos que se habían desarrollado según diferentes temporalidades, y tenía una gran capacidad de expansión: con el curso de las décadas, tendería a convertirse en un lenguaje planetario. La expansión coincidía en el tiempo con una serie de figuras próximas, desde las formas del Estado nacional hasta las presuposiciones del sujeto del inconsciente, desde una cierta cultura del sentimiento hasta una cierta idea de la ciencia. Para los lectores de Michel Foucault, es la época de la sociedad disciplinaria; para los de Niklas Luhmann, la de la modernidad como momento en que una serie de subsistemas se diferencian y comienzan a operar de manera autónoma. Sabemos que las formas inventadas y desarrolladas en este contexto –no menos en la política que en el arte– tienen hoy rendimientos decrecientes, y que la constelación moderna ya lleva algunas décadas declinando.

¿Deberíamos lamentarnos por el proceso de decadencia? No hay una respuesta simple a esta pregunta. Sobre todo cuando en el espacio de las prácticas sociales las energías no desaparecen sino que se transforman. Energías que antes procesaba la cultura de las artes recorren ahora otros canales y dan lugar a fenómenos nuevos. Una cierta manera de combinar imágenes, textos, medios, espacios, cuerpos y mentes se vuelve menos atractiva y, por lo tanto, un número creciente de individuos ensaya otras. La clase de operaciones que entendíamos que eran propias de autores o artistas (componer, en la soledad y en el silencio, apariciones destinadas a otros individuos que las observaran en un silencio atento y una soledad resonante) pierden capacidad de despertar convicción y, por lo tanto, en el dominio de la artes suceden otras cosas. Sucede, por ejemplo, que hay una inquietud creciente por la producción colaborativa y que un número cada vez mayor de individuos formados en la cultura moderna de las artes se aboca a diseñar, desarrollar, inventar formas de colaboración diferentes de esas formas que eran propias de los talleres, las corporaciones o las academias en universos premodernos, de las de las producciones populares (ferias, festivales, celebraciones), de las que se despliegan en la industria –pongamos por caso– del cine, o de las que ensayaban las vanguardias. Sucede que cualquiera que observe con atención los desarrollos que se producen en las artes notará una creciente voluntad de implementar formas de colaboración que permitan asociar durante tiempos prolongados (unos meses como mínimo, años por lo general) a un gran número (decenas, cientos) de individuos de diferentes proveniencias, lugares, edades, clases, disciplinas; de inventar mecanismos que permitan articular procesos de modificación de estados de cosas locales y de producción de ficciones, fabulaciones e imágenes, de manera que ambos aspectos se refuercen mutuamente; de diseñar dispositivos de publicación o exhibición que permitan integrar los archivos de estas colaboraciones, de modo que puedan hacerse visibles para la colectividad que los origina y constituirse en materiales de una interrogación sostenida, pero también circular en esa colectividad abierta que es la de los espectadores y lectores potenciales. En los últimos años, muchos artistas y escritores han comenzado a interesarse menos por construir obras que por participar en la formación de ecologías culturales. No parece casual que esa transformación coincida con los desarrollos tecnológicos de los últimos diez años (la expansión de las formas de lo digital, y en particular de Internet, que ha reconfigurado a velocidad de vértigo nuestras formas de conocimiento y emoción, nuestras maneras de vincularnos con nosotros mismos y los otros) y con las políticas de izquierdas que investigan formas de organización, intervención y protesta diferentes de las de la tradición de la izquierda nacional y social, iniciativa alimentada por el crecimiento de la conciencia de que una cierta manera de constituir mundos comunes (el capitalismo realmente existente, digamos) se ha vuelto insostenible.

Pero, ¿a qué clase de prácticas me refiero? Pienso en algunos proyectos del tailandés/argentino/estadounidense Rirkrit Tiravanija, tales como The Land, desarrollado con el tailandés Kamin Lertchaiprasert. En 1998, Tiravanija y Lertchaiprasert compraron una parcela de tierra en las afueras de una ciudad provincial de Tailandia. Le dieron al sitio el nombre de The Land e invitaron a algunos de los artistas y arquitectos mas influyentes de la escena europea y asiática de estos años (Pierre Huyghe, François Roche, el Atelier van Lieshout de Holanda, el grupo danés Superflex) a realizar proyectos parciales: un pabellón con tejados móviles, una parada de ómnibus que remite a la arquitectura de Brasilia, un toilet que tiene algo de atalaya, una casa de paredes de colores. Hay residencias dispersas por el lugar y, en el centro, una plantación de arroz. The Land es una comuna, pero una comuna muy diferente de aquellas de las postrimerías de los sesenta y los setenta, utopías grupusculares (como decía Barthes) que se concebían como espacios en exilio para comunidades casi siempre fusionales. Aquí se trata de componer un banco de pruebas en el que se desarrollan formas y ficciones, se experimentan maneras de componer espacios en común y se combinan discursos, programas y acciones, según modelos no convencionales.

Pienso también en una serie de proyectos recientes del suizo Thomas Hirschhorn, quien en diversos lugares de Europa ha montado en los últimos años construcciones temporarias, ocupaciones de espacios que asocian la escultura, la arquitectura, el diseño de eventos y la programación institucional. Así, el Museo Precario que Hirschhorn montó en 2004 en un barrio (periférico, árabe, africano) de París fue, durante sus doce semanas de vida, una disposición de pequeños pabellones en los que se desarrollaba un programa complejo: exposiciones semanales dedicadas a la obra de artistas cruciales del siglo, vastos montajes de imágenes y formas, talleres de escritura, conferencias, fiestas, modestos banquetes comunales y excursiones extravagantes vinculadas a las exposiciones en las que la comunidad que se había formado en la gestión del Museo salía de viaje. Pienso en los proyectos de la artista norteamericana y finlandesa Liisa Roberts o los de la holandesa Jeanne van Heeswijk. Pienso en las prácticas del colectivo brasileño Re:combo que reúne a músicos, artistas plásticos, diseñadores de software, DJS y académicos que –como el grupo mismo lo explica en su website– “trabaja en proyectos de arte digital y música de manera descentralizada y colaborativa”. La descentralización no sólo se refiere a la producción de exposiciones, conciertos, performances y videos, y a la dispersión geográfica de sus miembros. El nombre del grupo remite a la estética de los combos de jazz. Por eso, por sobre la producción de objetos duraderos, privilegia los procesos de improvisación, incluso en dominios como el de la imagen, por ejemplo, en los que la improvisación no es habitual. El grupo, por otra parte, no se limita a la producción de eventos artísticos; también ha trabajado en la producción de instrumentos que permitan a los individuos operar en los entornos audiovisuales en los que viven. Re:combo es, precisamente, el nombre que se le ha dado a una licencia diseñada en colaboración entre programadores, teóricos y abogados brasileños y estadounidenses, con el objeto de permitir la distribución y modificación de piezas musicales, y basada en un modelo que permite el funcionamiento de la programación en fuente abierta. Pienso también en algunos proyectos iniciados por Roberto Jacoby, como el Proyecto Venus, un vasto sistema en el que individuos vinculados de diferentes maneras al universo de las artes pueden realizar intercambios con una moneda inventada, en una comunidad que se presenta como “desutópica, en el sentido de hacer existir un lugar no ‘afuera’ de la ‘sociedad’ sino con los elementos que esa misma sociedad promueve en abundancia”.

Pienso en prácticas como las del colectivo Wu Ming, un grupo de cinco escritores italianos que despliegan una gama variada de actividades. Una de ellas es escribir vastas novelas más o menos épicas (1954 es, tal vez, la más conocida). Otra es elaborar un boletín que incluye informaciones sobre los movimientos del grupo, pero también del movimiento que solía llamarse “antiglobal”, o proponer lo que llaman “narrativas en fuente abierta”: narrativas colectivamente construidas, según procedimientos diversos. Pienso en las actividades de Dave Eggers, quien asocia la composición de libros con la gestión de la revista McSweeney’s, un centro de articulación de cosas que suceden en diversas escenas del arte, las letras y la música, y la pausada construcción de un taller de escritura para adolescentes llamado Valencia 826. Pienso en la tendencia cada vez más habitual entre escritores jóvenes argentinos a combinar la producción de ficciones con la innovación institucional.

Sería tedioso enumerar la inmensa variedad de formas de colaboración que tienen lugar en el arte de Internet. Para darse una rápida idea, basta visitar el enorme archivo de proyectos que se encuentra en rhizome.org. Pero conviene recordar también que gran parte de lo más intenso e inventivo del cine de los últimos años se debe a formas de colaboración novedosas. Un buen ejemplo son las producciones del británico Peter Watkins, uno de los grandes cineastas vivos menos conocidos. Cuando a finales de la década pasada le propusieron a Watkins realizar un documental sobre la Comuna parisina de 1871, resolvió iniciar un proceso complejo. Reunió a un grupo de unos doscientos vecinos de París –algunos actores, otros no–, los vinculó con un grupo de historiadores y les propuso la realización colectiva de determinadas secciones de una vasta reconstrucción de la Comuna, hecha de mil micropartes y filmada durante dos días. La película dura seis horas y es un cúmulo de dramatizaciones, discusiones, reconstrucciones, registros de momentos de euforia o de crisis. El caso de La Comuna (París, 1871) es extremo, pero formas de colaboración más discreta son comunes en el cine más intenso de los últimos años: el del chino Hou Hsiao-Hsien, el del iraní Abbas Kiarostami, el de Tsai Ming-Liang, o el del tailandés Apichatpong Weerasethakul.

¿Qué reúne a estas iniciativas? Que los individuos y los grupos que las llevan a cabo comparten una orientación común. Que responden de maneras semejantes a la larga declinación de la tradición moderna. Que sus acciones son comparables. ¿De qué modo? Hace un par de meses, la revista norteamericana Artforum publicó un reportaje a Weerasethakul, quizás el menos familiar de los cineastas que acabo de mencionar para el público argentino. Su fama reposa, en gran medida, en su última película, Tropical Malady, compuesta por dos partes perfectamente diferenciadas. La primera sigue las acciones erráticas de dos amantes; uno es un soldado, el otro un campesino. Los amantes hacen poco más que desplazarse entre la ciudad y el campo, mantener rápidas conversaciones, encontrarse con criaturas al azar; la secuencia de escenas tiene algo de secuencia de canciones. Al final de esta mitad de la película, uno de los amantes se retira hacia el fondo oscuro de la imagen y desaparece. La segunda mitad es francamente onírica: el soldado se encuentra en la selva, el entorno es alucinatorio, entretítulos escritos nos hablan de la historia de un fantasma que toma la forma de una fiera asesina de humanos y animales. Cuando la fiera aparece, resulta ser el amante que se desplaza ahora desnudo y como herido; hay luchas increíbles entre los dos y esa atmósfera de particular arcaísmo que se encuentra en algunas películas de Pasolini (en Medea, digamos, o en Porcile). La película es un díptico, una composición de dos paneles, y esto la emparenta tanto con los altares o relicarios que constituían la forma mayor de arte religioso hasta hace poco (y la ceremonialidad de la pieza invita a la comparación), como con el cine narrativo. El entrevistador le pregunta a Weerasethakul por qué las partes de la película se agregan como las piezas de un mosaico y el director responde que la fascinación por la mezcla general le parece el signo de la arquitectura de Tailandia: “Aunque la arquitectura mezcla todo –las columnas griegas con otros estilos– a nadie le parece inusual. Sencillamente, observar cosas me fascina, y las pongo en mis películas”. A una pregunta acerca de los planos largos y móviles de la película, Weerasethakul responde: “Quiero darle al público la libertad de volar o flotar, dejar que las mentes vayan de aquí para allá, que se desplacen, como cuando, sentados en un tren, escuchamos el walkman y miramos el paisaje”. El entrevistador nos recuerda que Weerasethakul es arquitecto, que ha comparado sus películas con espacios en los que se puede entrar y le pregunta en seguida por qué cada uno de sus filmes parece ser parte de una misma, vasta red. “Para mí”, responde el director, “las películas son como diarios. Mi vida se vuelve ficcional, y necesito hacer todas esas conexiones de manera que pueda volver a mirarlas en el futuro y ver que cada película es una variación de mis intereses. Los actores son como una familia; juntos creamos un mundo. Los personajes crecen a medida que la obra progresa”. Por eso, en los títulos usa la expresión “concebida por” en lugar de “dirigida por”. “Cuando uso el término ‘dirigir’”, explica Weerasethakul, “pienso en ordenar cosas, lo que sólo es verdadero hasta cierto punto. ‘Concebir’, en cambio, es más personal. Siento que mis trabajos son mis conceptos, pero que luego se ramifican con las contribuciones de otra gente. Suelo preguntarle a cualquiera que esté en el set –mis asistentes, mi director de fotografía, los pasantes– qué debería hacer yo o los personajes en tal o cual situación”.

¿Por qué me detengo en las declaraciones de Weerasethakul? Hay en ellas una cierta familiaridad con la producción estética de los artistas y grupos que mencioné más arriba. Antes que como productores últimos de apariciones fijas, estos artistas se consideran a sí mismos como iniciadores de procesos en los que disponen materiales y algunas reglas de combinación iniciales de modo tal que grupos más o menos amplios puedan operar con ellos. Se trata, así, de “conceptores”; pero lo que conciben no es solamente (o no es tanto) una historia o un estilo, sino los contornos de un territorio para la acción común y una serie de mecanismos que permitan la integración de diferentes aportes. La relación entre las acciones de estos grupos o individuos y los procesos, los metabolismos, los híbridos que producen, se parece a la que existe entre un programador de software en fuente abierta (en la vasta empresa de Linux, por ejemplo) y sus proyectos.

Para estos individuos y grupos la condición de felicidad de las ficciones, las imágenes, las construcciones de espacio y tiempo a las que apuntan, es que en el curso de su realización encuentren la manera de –dice Weerasethakul– “crear un mundo”: una agrupación real, una asociación sostenida en la cual circulan corrientes de pensamiento y afecto, una asociación de individuos en la cual cada uno ingresa al mismo tiempo como portador de un saber técnico (como DJ o arquitecto, técnico o escritor) y como persona (como soporte de esas cualidades genéricas que son el ser hombre o ser mujer, ser vecino o visitante). Las iniciativas son exitosas cuando la construcción de un sistema de imágenes y de ficciones hace emerger un modo de vida social artificial en que las vidas de los participantes se vuelvan “ficcionales”, en el sentido de configurarse en condiciones especiales que las hacen observables. De estos modos de vida singulares, las cintas, los libros, las instalaciones, las arquitecturas que son las marcas tangibles del proceso constituyen, en parte, los archivos.

Y lo cierto es que el observador externo se encuentra con estas marcas tangibles, como se encuentra con los archivos en la pantalla de su computadora. Para el que mire a distancia, lo que resulta de los procesos son acumulaciones de pequeñas unidades, de diferente orden y naturaleza, que se agregan como incrustaciones en una marquetería. O como nudos de una red, una entidad reticular cuya forma es siempre extensible. La temporalidad del despliegue de estas formas (cuyos bordes son a veces imprecisos, de manera que no siempre es posible decir dónde comienzan y dónde terminan) es diferente de la de la obra, que, en su configuración moderna, tendía a presentarse como una manifestación siempre instantánea. La cultura moderna de las artes era inseparable de una preferencia por el acontecimiento, la presentación exorbitante, el resplandor o el oscurecimiento súbitos, producidos en ruptura con el espacio en donde la obra sucede. Estos individuos y grupos, en cambio, prefieren producir procesos que transcurran según una temporalidad particular, un despliegue pausado de figuras entreabiertas, que se suspenden allí donde aparecen, no como volúmenes nítidos o cortes, sino como núcleos pulsantes en un campo extenso.

Los grupos e individuos que he mencionado no esperan que quienes se encuentran con sus producciones les dediquen la clase de observación que demandaba la obra de arte en la modernidad –una atención estricta a la estructura y a la configuración que un cierto medio adquiría en un objeto que debía situarse, para captarlo adecuadamente, en el contexto de una tradición (la musical, la pictórica, la literaria)–. Esperan, en cambio, que se aproximen a sus proyectos como a espacios susceptibles de ser navegados, que suscitan una atención flotante, que no capturan un elemento sin dejar caer algún otro, que son siempre parciales, que dejan al visitante el tiempo y el lugar para observarse a sí mismo, que lo incitan al monitoreo de las propias reacciones, que toleran su retracción, su distancia e incluso su dar la espalda a lo que se les presenta. El observador que estos artistas quisieran atraer se relaciona con la pieza menos como un sujeto se relaciona con un objeto que como un organismo se relaciona con un entorno.

Si se aceptara que hay un ideal del arte a comienzos del milenio, habría que decir que este ideal es la arquitectura, incluso para aquellas artes más distantes de la arquitectura en sentido estricto (claro que, a la vez, es el momento en que nadie sabe muy bien qué es, dónde empieza y dónde termina la arquitectura).

El artista moderno tendía a concebirse como alguien llamado a concentrarse en las propiedades de un medio determinado (el lenguaje, el color o el sonido) para componer un objeto en que estas propiedades, por reducción o sobrecarga, se llevaran al límite, de modo tal que, una vez frente a la forma fija que lo esperaría en un salón, un teatro, una librería, el espectador se encontrara con un objeto altamente anómalo (una anomalía valorizada porque interrumpía el curso de las cosas y revelaba lo artificial, lo injusto o lo penoso de las condiciones imperantes en el entorno en que la experiencia sucedía) y sin embargo revelador. Un grupo creciente de individuos formados en la tradición moderna se conciben hoy, en cambio, como iniciadores de procesos que tienden a encabalgarse entre varios dominios, que producen configuraciones variables, híbridos de arte y otras cosas, que se confunden a veces con el mundo y que, lejos de solicitar la atención de los objetos fascinantes, se presentan como entornos, redes, conjuntos de signos y aparatos que un individuo puede movilizar en acciones, reflexiones, experimentaciones. ¿Experimentaciones de qué? El mismo Roland Barthes que en 1979 hablaba de “signos de obsolescencia” en cierta cultura artística, titulaba un seminario suyo de 1977-78 “Cómo vivir juntos”. Esta pregunta está latente en todos los proyectos contemporáneos que acabo de mencionar: una interrogación sobre las formas posibles de vida en común con otras personas, sí, pero también con el mundo natural y con los objetos técnicos. En las condiciones del presente, cuando los modelos intelectuales e institucionales de lo moderno ceden hasta desvanecerse, cuando las sociedades se vuelven hiperplurales y las recorren canales de comunicación hiperveloz, hay una necesidad de encontrar maneras de deliberación en grandes grupos que permitan recomponer alguna noción o experiencia de lo común que no responda a las figuras modernas de lo público. Una nueva cultura de las artes ha estado emergiendo en los últimos años en torno a la voluntad de asociar la construcción de imágenes, narraciones, eventos, festivales, arquitecturas, con esta exploración. Su forma es aún incierta; su existencia, a mi juicio, necesaria.

 

Imágenes [en la edición impresa]. Foto-collage digital de The Land, Sampatong, Tailandia, 2003, Pattara Chanruechachai, pp. 8-9; Thomas Hirschhorn, Swiss-Swiss Democracy, 2004-2005, p. 10; foto fija de Tropical Malady de Apichatpong Weerasethakul, en esta página.

Lecturas. La entrevista de James Quandt a Apichatpong Weerasethakul, “Exquisite corpus”, apareció en Artforum XLIII, 9.

Reinaldo Laddaga es profesor en el Departamento de Lenguas Romances de la Universidad de Pennsylvania. Es autor de una novela, La euforia de Baltasar Brum (Buenos Aires, Tusquets, 1999) y de dos ensayos, Literaturas indigentes y placeres bajos (Rosario, Beatriz Viterbo, 2001) y Estética de la emergencia. La formación de otra cultura de las artes (de próxima publicación en Adriana Hidalgo) del que proviene el argumento de este artículo.

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