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Cuerpos de mármol y simples nombres

LITERATURA

 

De las mitografías novelescas de Pierre Michon a las listas de fantasmas de Patrick Modiano.

 

Desde el cambio operado a partir de la escuela de los Anales, la historiografía se ha ocupado de demostrar que la narración del proceso judicial a un ignoto molinero friulano, acusado de hereje y quemado en la hoguera por orden de la Inquisición a fines del siglo XVI, puede ser una ventana para asomarse a la cultura y los valores de una época. Sin embargo ya a fines del siglo XIX, en su libro Vidas imaginarias, Marcel Schwob había vaticinado esa manera de hacer historia que supo interesarse más por responder a la pregunta del lector obrero de Brecht sobre quiénes fueron los albañiles que construyeron Tebas, que por consignar las “gestas de los reyes”. Para Schwob, el biógrafo se distingue del historiador en que para este los individuos (y sus circunstancias personales) están supeditados a los acontecimientos en los que participan.

“Los biógrafos, los antiguos sobre todo, son avaros. Como casi todo lo que estimaban era la vida pública o la gramática, lo que nos transmitieron de los grandes hombres fueron sus discursos y los títulos de sus libros”. Esto Schwob lo escribe en las postrimerías de un siglo en que la vida pública y las hazañas personales solían marginar, en este tipo de relato, las insignificancias de la experiencia íntima. Por eso insiste en el interés que puede haber tanto en un personaje histórico como en un auténtico don nadie, si se escrutan sus hábitos más triviales, sus caprichos, sus anomalías. Dar con los resquicios singulares de una existencia es lo que Schwob le exige a la empresa biográfica (despegándola así de la historia, tan acostumbrada a las “ideas generales”). Y en la medida en que el biógrafo no tiene que cuidarse de ser veraz, sino de dar un orden al caos de rasgos humanos, es la ficción la que puede abrirse camino. Borges esto lo sabía muy bien cuando afirmó que una biografía puede entrañar innumerables versiones. Ya que “no es inconcebible una historia de los sueños de un hombre; otra, de los órganos de su cuerpo; otra, de las falacias cometidas por él; otra, de su comercio con la noche y con las auroras”.

En la ficción biográfica titulada Rimbaud el hijo, Pierre Michon imagina el lugar que habría tenido, en un supuesto álbum de fotografías de la vida de Jesús, el retrato del primer oficial del taller de José, “ese que enseñó al Hijo a manejar la garlopa y al que los Evangelios ni siquiera mencionan”. Una ocurrencia en la que se trasluce la marcada curiosidad de Michon por los comparsas, los personajes de segunda fila, esos que en su obra casi siempre aparecen en la anecdótica situación de conocer a algún artista célebre. Schwob, para quien “el arte de un biógrafo radicaría en atribuirle tanto valor a la vida de un pobre actor como a la vida de Shakespeare”, es el modelo conceptual a partir del cual Michon inventa relatos sobre seres reales de cuyas existencias poco o nada se sabe. Algo que en su primer libro, Vidas minúsculas, hace con su propia genealogía familiar, y que en Rimbaud el hijo lo lleva a detenerse en aquellos que marcaron la existencia del autor de Le bateau ivre. La madre, el padre ausente, el maestro Georges Izambard, el poeta Theodore de Banville, el fotógrafo Carjat, artífice del retrato que lo inmortaliza, son depositarios, cada uno a su turno, de una atención que no recibe en el libro la poesía de Rimbaud, de la que no se cita siquiera un verso. Y es que Michon se ampara en un punto de vista épico (novelesco) antes que crítico; preguntarse cómo pudo haber existido alguien como Arthur Rimbaud, se diría, es para él más interesante que su zarandeada biografía.

Al comienzo de La cámara lúcida, Roland Barthes habla del asombro que un día le produjo darse cuenta, mientras miraba una foto de Jerónimo, el hermano menor de Napoleón Bonaparte, de que sus ojos, esos ojos, habían visto al Emperador en persona. Este extrañamiento, que Barthes no alcanzó a explicarse entonces, se parece bastante al que Michon cuenta que experimentó una vez en una biblioteca mientras observaba, en el Álbum Rimbaud de la colección de La Pléiade, las fotos de quienes conocieron al poeta en vida. “Has visto a esos hombres; has sondeado esos retratos en la breve iconografía canónica; y, hoja tras hoja, esas miradas, que se posaron en la poesía en persona, han saltado hacia ti, saliéndose de la página.” En esa pequeña epifanía se juega el sentido entero del libro. En la condición oblicua de la mirada de esos seres. En la utopía de ver lo que no nos ha sido dado ver, y en cómo ese deseo nos orienta, como Orfeo, hacia la muerte. La interrogación sobre los límites, sobre las imposibilidades de la tarea biográfica (la pregunta es cuánto de una vida puede capturarse a través de la escritura), se frena, en el caso de Michon, ante la impotencia de no haber podido hablar con Rimbaud ni haber cruzado una mirada con él; en la suprema desazón de no haber estado en el instante en que Carjat fotografió a ese adolescente de cabellos revueltos, al que nadie avisó que llevaba la corbata torcida; en el irremediable inconveniente de no haberlo visto escribir como lo vio Verlaine.

La literatura de Pierre Michon nace de la posibilidad de un testigo, pera también de una indagación sobre la idea de posteridad. De este modo, que la obra de un autor pueda volver la muerte “menos ingloriosa” y “tal vez menos probable”, como pretendía Proust, no significa que la literatura sea necesariamente una gracia concedida a unos pocos, y menos una forma recóndita de encarnación. Anacrónicamente imbuido de la mitología romántica del genio y aficionado al uso de metáforas religiosas, Michon vislumbra en la posteridad un impulso teológico, y disfruta fantaseando situaciones de la vida de ciertos escritores en los que se asoma el destello de la inmortalidad. Así por ejemplo la ya aludida circunstancia en que Carjat fotografía a Rimbaud en 1871. Así, en Cuerpos del rey, el retrato que Lüfti Özkök le toma en 1961 a Samuel Beckett, o el que James R. Cofield le realiza a un Faulkner que posa, cigarrillo en mano, enfundado en un saco de tweed. Sobre este último,Michon escribe: “Quiero saber por qué en ese preciso instante el dedo de Cofield hace el leve gesto exacto que fabrica un icono con una carne que muy posiblemente ande con resaca, pero lo que es seguro es que está pasando calor con tanto tweed y empapando una camisa dalton en julio, en Mississippi”.

Lo que sucede en ese abrir y cerrar de ojos, en la fracción de segundo en que el obturador de la cámara recibe el relámpago sobre los nitratos de plata, y la eternidad se coagula y surge el retrato (el relato) de “la literatura en persona”, es la confusión de lo mítico con lo inasible. De allí el interés de Michon por poner en situación el cuerpo de los escritores que ama (“el cuerpo mortal, funcional, relativo, el andrajo que se encamina a la carroña”, según dice en el texto sobre Beckett). Cuerpo que oficia de contraparte del otro cuerpo (el glorificado, el eterno), para Michon suerte de eslabón perdido tras del cual moviliza su escritura. Así, una mañana de julio de 1852, un escritor que “tiene un hermoso rostro rollizo y cansado” termina la primera parte de su novela Madame Bovary (“Cuerpo de palo”); así, repantigado junto a George Sand,“ese hombre gordo y admirable” llamado Balzac cuenta y cuenta chismes (“El tiempo es maese consumido”).

A través de esos retazos míticos, de la posibilidad que la fabulación biográfica le da de asomarse a los “aposentos privados” de esos figurones y levantarles la broncínea mortaja como si fuera una falda, Michon hace su aporte a lo que él llama “la novela de la literatura en persona”: una novela imposible que, de ser escrita, abarcaría a todos los autores desde Homero, y que plasmaría la parte no escrita de la vida de aquellos escritores con los que la posteridad ha sido acogedora e indulgente. Una novela sobre la Literatura como Verbo encarnado.

Pero Michon sabe –como quería Blanchot– que “no hay que permanecer en la eternidad perezosa de los ídolos”. Y por eso habla de otros muertos a los que nadie recuerda. Así, en Vidas minúsculas, su novela familiar adquiere la forma de exquisitos relatos en los que ignotos personajes le dan pie para despuntar su autobiografía. André Dufourneau, el huérfano adoptado por sus bisabuelos, que un día se va a África diciendo “Volveré rico o moriré”, y que jamás regresa; el padre, que abandona al narrador cuando tiene dos años; la abuela Clara, que una y otra vez busca en su carita los rasgos del ausente; y Madeleine, la hermana que Michon pierde antes de nacer, y cuyo deceso le da la turbadora certeza de que los niños también pueden morirse: tales algunos de los personajes que son rescatados de ese reservorio de historias menudas del que extrae a los protagonistas de su serie de textos sobre pintores célebres (Señores y sirvientes), y en el que también han abrevado autores como Sebald, Javier Marías, Pascal Quignard y Claudio Magris.

 

Soplar a las estrellas. Como si hubiera escrito muchas de sus novelas para tener un día el derecho a escribir su autobiografía, en Un pedigrí Patrick Modiano deja en claro que una infancia desventurada es un ejercicio primordial para cualquier escritor. Fiel a su estilo, directo y sin adornos (lo que dentro de la actual narrativa francesa lo coloca en las antípodas de un autor como Michon, sin duda uno de sus mayores estilistas), Modiano narra allí su niñez y su adolescencia, y la conflictiva relación que mantuvo con sus padres, valiéndose de una precisión y una sequedad que parecen propias de alguien que se propone levantar un acta para dejar constancia de lo sucedido.

Modiano nació en 1945, lo mismo que Michon, y al igual que este ha hecho de la bastardía el núcleo principal de su mito de origen. Pero mientras Michon es abandonado por su padre prematuramente, Modiano sufre un abandono plagado de interrupciones, que nunca cesa pero tampoco termina de volverse definitivo. Una noche de octubre de 1942 su padre, un judío francés de vago apellido italiano, que suele andar metido en negocios más o menos turbios, conoce en París a Louisa Colpijn, una actriz belga entre cuyos discretos logros está el haber tenido un pequeño papel en Bande à part de Godard, y con quien se casa y tiene dos hijos. Ese es el origen de una historia que hará que ambos decidan, más temprano que tarde, llevar vidas paralelas (él, detrás de sus inconstantes asuntos; ella, embarcada en su vie bohème y en sus sempiternas giras). La mutua independencia y la defección acostumbrarán desde pequeño a Patrick a quedar en manos de familiares o amigos de la pareja, a errar de casa en casa junto con su hermano, a ver a sus padres esporádicamente. Y a tantas otras situaciones de desatención y desidia. Por poner un ejemplo: “En el mes de septiembre de 1950 nos bautizan en Biarritz, en la iglesia Saint-Martin, sin que hagan acto de presencia nuestros padres. Según la partida de bautismo, mi padrino es un misterioso ‘Jean Minthe’, a quien no conozco”.

En una entrevista Modiano ha asegurado que escribió Un pedigrí con la intención de abandonar a sus padres para siempre. En el libro este propósito nunca adopta la forma de juicio moral y apenas si roza el ajuste de cuentas. Escrita con “voz presurosa”, como buscando cerrar una herida que ha dejado de doler hace bastante, Un pedigrí es la historia de alguien que “nunca se ha sentido hijo legítimo y, menos aún, heredero de nadie”. Es mediante ese gesto sumario, al parecer dirigido a evitar todo floreo del discurso en pro de consignar los hechos, sólo los hechos –siguiendo, en la medida de lo posible, un orden cronológico refrendado con referencias topográficas, nombres propios y fechas que el narrador aporta con pericia de actuario–, que Un pedigrí se propone despachar la infancia y la adolescencia de su autor como si a este le fuera dado escribir desde una cierta objetividad autobiográfica.

No es del todo ocioso señalar que Modiano comparte con Michon el hecho de haber perdido a su único hermano. Una circunstancia que, en el caso del primero, es materia del relato “Vida de la pequeña muerta”, incluido en Vidas minúsculas. Ahí se lee: “Madeleine murió en la mañana del 24 de junio de 1942, día de San Juan, en el inmenso calor que se alzaba sobre Marsac, cuando el puro éter reina tiránicamente en la garganta de los gallos, se derrama en lágrimas radiantes, hierve en el corazón de oro de los lirios, y de ahí salta al sol tres veces santo”. Más allá de cuánto honor le haga la traducción española a este fragmento, es evidente que los arrebatos metafóricos de que Michon se vale para hablar de su hermana no pueden ir más a contramano del modo glacial con que Modiano refiere en Un pedigrí su propia pérdida. “En febrero de 1957 perdí a mi hermano. Un domingo, mi padre y mi tío Ralph vinieron a buscarme al internado. En la carretera de París, mi tío Ralph, que iba al volante, se detuvo y bajó del coche, dejándome solo con mi padre. Mi padre me comunicó, en el coche, la muerte de mi hermano”. Eso es todo. Cuatro oraciones. Una escena que se cierra en sí misma casi como una tautología. Nada que agregar. No tears of sorrow. Salvo una inmediata aclaración que no tiene un correlato en la escritura: “Dejando aparte a mi hermano Rudy, creo que nada de cuanto cuente aquí me afecta muy hondo”.

Escribir para Modiano consiste en saber dónde es preciso no poner el acento. Es una cuestión de adjetivos, de mantenerse a raya. Reconocido por sus exactas descripciones de París y de la atmósfera de los años que van de la ocupación francesa hasta la década del setenta que cifran el imaginario de varias de sus novelas, Modiano es un autor que se ha abocado, desde siempre, a diseminar su vida en su escritura. Por eso Un pedigrí es un libro crucial en su proyecto: en él se organizan las pistas autobiográficas que, como miguitas de pan en la senda de un bosque, ha venido esparciendo en sus novelas desde el comienzo.

En la galaxia literaria que los críticos franceses han dado en llamar autoficción, y uno de cuyos astros cardinales es Modiano (en un país donde la inquietud de sí, “la autofricción, pacientemente onanista”, para usar la chanza de Serge Doubrovsky, es casi un lugar común entre los escritores), en 1999 Christine Angot armó revuelo con la publicación de El incesto, una novela que, claro está, tiene como protagonistas a ella y su padre. Allí, entre otros despropósitos, Angot cita de manera provocativa las cosas que el abogado de la editorial le dijo para convencerla de que suprimiera los nombres reales y evitara así posibles denuncias por difamación o por atentado contra la intimidad. Angot, obviamente, no le hizo caso para nada. Es mediante ese escabroso vaivén entre el plano legal y el plano epistemológico, pues, que el desparpajo de Angot funciona como comentario cáustico sobre la eterna y desorejada confusión entre el nombre propio y la firma del autor de un libro. Un asunto que hace rato ha dejado sin efecto la discusión sobre la “verdad” autobiográfica, aunque obviamente siga siendo el nombre propio la base de todo pacto referencial en la escritura.

Un pedigrí es la prueba de que Modiano no tiene dudas al respecto, claro. Pues se cuida de firmar oblicuamente el pacto autobiográfico, no sólo inscribiendo el nombre y el apellido de su padre, sino también desplegando una miríada de nombres propios que en su mayoría son de personajes del entorno de sus padres. Pero el desaforado rescate de esos seres anónimos (a veces parece como si estuviera transcribiendo una agenda o una libreta de direcciones) pocas veces va más allá de lo meramente epidérmico: son personajes de los que en muchos casos “sólo quedan sus nombres”. En esa guirnalda de significantes, en esa “lista de fantasmas” (una versión cinematográfica de Un pedigrí sería una película de extras), Modiano arrastra la referencialidad del texto hasta límites casi inverosímiles. Y ante una porfía tal el lector se pregunta: ¿Cuánto puede haber de memoria en un ejercicio como este? “El último suspiro que queda de esos seres” es, entonces, simplemente un suspiro. Ni voces, ni rostros, ni historias de vida: apenas retazos, jirones, datos, figurines. Si Michon escribe bajo el designio de la resurrección, Modiano lo hace con la destreza impersonal del que practica una autopsia. Así, “los nombres acaban por desprenderse de los pobres mortales que los llevaban y relucen en nuestra imaginación como estrellas”. Y él mismo, Patrick, es quien no se cansa de soplar para que en el cielo de su infancia se apaguen de una buena vez las dos únicas cuyo brillo le molesta.

 

Lecturas. Vies minuscules, de Pierre Michon, fue publicada en 1984 por Gallimard, y en español, como Vidas minúsculas, por Anagrama en 2002. Rimbaud le fils (París, Gallimard, 1991) tuvo edición española en Anagrama en 2001 (Rimbaud el hijo). En Cuerpos del rey (Barcelona, Anagrama, 2006) se incluyen dos libros que en francés aparecieron separadamente: Cuerpos del rey (París, Verdier, 2002) y Tres autores (París, Verdier, 1997). Lo mismo ocurre con Señores y sirvientes (Barcelona, Anagrama, 2003), que reúne: Vida de Joseph Roulin (1998), Señores y sirvientes (1990) y El rey del bosque (1996), todos publicados en Francia por Éditions Verdier. De Patrick Modiano, Un pedigrí (Barcelona, Anagrama, 2007). La cita de Borges es de “Sobre el Vathek de William Beckford”, en Otras inquisiciones (Buenos Aires, Emecé, 1974). La de Maurice Blanchot está en El espacio literario (Buenos Aires, Paidós, 1969). La referencia a la novela de Christine Angot (El incesto) está tomada de Vincent Colonna, Autofiction et autres mythomanies littéraires (París, Tristram, 2004).

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