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A cien años del nacimiento de Samuel Beckett, en el mundo se multiplican los eventos conmemorativos. Demasiadas veces se repiten interpretaciones, se fijan conclusiones, se modera una obra de estertores y desesperanza con la salvaguarda de que mereció el premio Nobel. ¿No es hora de reponer el potencial de conmoción que sigue habiendo en Beckett? A fin de cuentas, la celebración de una vida como la suya sólo puede resolverse en oscuro, burlón recordatorio de la expresión de la duda.
En 1954 Harold Pinter escribió sobre Samuel Beckett: “Cuanto más lejos va, mejor me hace […] Es el escritor actual más valiente e implacable, y cuanto más me refriega la nariz por la mierda, más se lo agradezco.” Durante los treinta y cinco años siguientes, hasta su muerte en 1989, Beckett fue sin duda más lejos, y nos refregó la nariz por la mierda mediante un uso cada vez más desnudo del lenguaje, tanto en la prosa como en el teatro. Y parece que ahora hay más gente agradecida que nunca.
Numerosos eventos acompañaron el centenario del nacimiento de Beckett que se cumple en 2006, coronados por el Festival Beckett del Centro Cultural Barbican de Londres. La obra de Beckett abunda en terror a los comienzos, incluido sin duda el nacimiento, el primero y más traumático de todos, el comienzo de todos los comienzos. Beckett intentó desbaratarlos, probando entender a través del lenguaje el sufrimiento que sobreviene inevitablemente desde el principio hasta el fin de nuestras vidas. Así buscó crear, según escribió en una célebre carta de 1937 a su amigo alemán Axel Kaun, una “literatura de la no-palabra”, como parte de un proceso en el que estamos obligados a seguir adelante, pese al deseo de abandonar, hacia un nuevo comienzo. Como se dice en El innombrable (1959):“La búsqueda de un modo de ponerles fin a las cosas, ponerle fin al habla, es lo que permite que el discurso continúe”. Pero ¿qué nos dice la evaluación de Pinter sobre el legado de Beckett y la mejor manera de celebrarlo?
El día del centenario del nacimiento de Beckett, al comienzo de una charla del profesor James Knowlson –autor de la exhaustiva biografía oficial, Damned to Fame [Condenado a la fama], de 1996–, John Tusa, el director del Barbican, animó a los presentes a unirse todos en el grito de “¡Feliz cumpleaños, Sam!”. ¿Qué mejor ejemplo de la “expresión de que no hay nada que expresar”? Beckett está muerto y si algo lo pone contento es seguramente no estar festejando su cumpleaños. Además, si se me permite seguir aunando vida y obra, el grito del Barbican reveló claramente que no existía ningún “deseo de expresar”. Hizo falta un segundo intento para que el público coreara el “Feliz cumpleaños”, en voz más alta que en el tímido murmullo inicial. Para bochorno de casi todos los presentes, fue la insistencia de Tusa la que creó “la obligación de expresar”. Poco después, hubo una representación de Catastrophe (1984). “Catástrofe” es también una de las palabras que Beckett usó para describir la desazón que sintió en 1969 al enterarse de que había ganado el premio Nobel. El hecho señalaba una apoteosis que él sintió como una condena; de ahí el título de la biografía de Knowlson.
Este episodio menor plantea el interrogante de cómo situar la obra, la vida y las ideas de Beckett en un clima de festejos y homenajes más o menos pertinente. ¿No contribuye un evento como este a que se confundan la realidad y el mito, o al hombre con su obra, uno a expensas del otro? Por supuesto, no hay nada de malo en promover un ciclo con sus obras, atraer públicos nuevos y más numerosos a través de una literatura que revela simultáneamente nuestra capacidad para la compasión y la risa. Pero si gran parte del Festival Beckett hizo hincapié en los aspectos más ligeros, accesibles y entretenidos de la vida y la obra, cabe preguntarse si no fue a costa de las conclusiones a menudo sombrías a las que se llega en los escritos. Naturalmente, el Festival se concentró sobre todo en el teatro de Beckett –y en películas de las obras–, un medio más ameno para transmitir su mensaje que los escritos en prosa, cuyo legado sin duda tardará en alcanzar al público en términos más amplios. Pero el efecto de la obra de Beckett no es una celebración de la vida; más bien representa el padecimiento de la vida en general, y su propio padecimiento.
La vida de Beckett fue motivo de confusión desde el primer día. Una confusión que se impuso en el mito del escritor aparentemente aislado y abatido; el nacimiento se filtró incluso en la ficción. Knowlson cuenta esto en su libro, haciendo hincapié en la naturaleza autobiográfica de la escena de nacimiento que aparece en Compañía (1980). Beckett nació el 13 de abril de 1906, un Viernes Santo, en una habitación, como se dice en Compañía, con una ventana que “miraba al Oeste a las montañas. Sobre todo al Oeste. Como era curva también miraba al Sur y un poco al Norte. Necesariamente”. Confusión y duda desde un principio.
A juzgar por su reacción cuando se enteró de que le habían dado el Nobel, podemos suponer que si Beckett hubiera vivido cien años no habría asistido con gusto a los festejos, aunque esto no necesariamente indica que hayan estado de más. Otra cuestión es si el público de Beckett disfrutó los festejos. Si la celebración no encaja bien con el legado de su vida y de su obra, es por la peculiar ironía del mensaje beckettiano. ¿Cómo festejar el nacimiento de un escritor que en Esperando a Godot (1956) escribió: “A horcajadas de la tumba y un nacimiento difícil. En el agujero, persistentemente, el sepulturero aplica los fórceps”? Un nacimiento difícil es el principio de una vida difícil. En 1956 Beckett le escribió al director de teatro Alan Schneider: “El éxito y el fracaso en el plano público nunca me importaron demasiado; de hecho me siento mucho más cómodo con este último. Respiré hondamente su aire vivificador durante toda mi vida de escritor, hasta hace un par de años”. Siete años antes, en los “Tres diálogos con Georges Duthuit” (1949), Beckett había proclamado que “el artista debe fracasar como nadie más se atreve a fracasar”. El nacimiento y el éxito son para Beckett materia contenciosa, pero ¿deberíamos entonces festejar más bien el fracaso y la muerte o no festejar nada en absoluto?
Después de surgir a la fama con Godot –una obra que empieza con la frase “Nada que hacer”– Beckett acumuló suficientes méritos para recibir el premio Nobel. Su carrera de escritor se cerró con Stirrings Still (1988), una prosa breve cuya última frase es: “Ah, todo terminará”. Godot y Stirrings… representan las dos caras del perfil público de Beckett: la primera, antes radical y ahora canonizada, puede llenar un teatro durante una temporada completa y hacer que el público se ría o llore, o las dos cosas; la segunda, todavía radical, no despierta tanto entusiasmo. Entre ambas hubo otras novelas, más breves y abstractas, como Cómo es (1961) y Compañía, y obras de teatro, cada vez más extremas y sombrías, como No yo (1973) y Rockaby (1982). La crudeza de Rockaby sigue siendo lo suficientemente radical como para provocar risas nerviosas en el público del Barbican antes de que el personaje diga “al carajo con la vida”, después de haber pedido “más” de su intolerable aislamiento. Uno se pregunta qué significa esa risa. Godot nos hace reír hoy por su humor negro y sus momentos bufonescos, pero no siempre fue así; hace cincuenta años causaba sin duda más escándalo que gracia. Rockaby, en cambio, no es graciosa, o al menos no parece que tuviera la intención de hacernos reír. Es un lamento sobre el paso del tiempo, la vejez, la soledad y la muerte. No es graciosa, pero tal vez quien ríe hacia el final de la obra sea el autor, el mismo que en Final de partida (1958) le hace afirmar a Nell que “no hay nada más gracioso que la infelicidad, concedo”; el mismo, también, que en Watt (1953), hace hablar a Arsene del “risus purus, la risa que se ríe de la risa, la contemplación, el saludo, el chiste más elevado, en dos palabras, la risa que se ríe –silencio por favor– de lo que es infeliz”. La obra de Beckett es graciosa porque nos habla de lo lúgubre al tiempo que nos enfrenta con nuestro deseo de huir de lo lúgubre. De eso nos reímos, quizás porque es lo único que podemos hacer, aun si él no lo hubiese esperado.
El comentario de Pinter sigue siendo tan agudo como hace cincuenta años. El aislamiento de Beckett nos hace sentir menos aislados y por lo tanto no hay por qué minimizarlo. Sus fracasos nos hacen sentir más exitosos, o mejor dicho menos molestos con nuestros propios fracasos. Su éxito nos hace sentir fracasados: es el éxito de alguien que quiso o intentó fracasar.
Mientras los comienzos y los finales se entremezclan, llegamos al final del centenario de los comienzos de Beckett. Todavía hay mucho tiempo por delante para el comienzo del centenario del final. Quizás sea más apropiado esperar el momento del centenario de la muerte de Beckett, y conmemorar la muerte de Beckett el escritor más que el nacimiento de Sam el hombre. Festejando el fin, festejaremos la obra que podemos conocer, y no el mito o el hombre que desconocemos. Será un festejo del final de Beckett y del final en Beckett –el fin de una vida difícil que empezó con un nacimiento difícil– y también de nuestro inevitable final. Por eso, si algún lector tiene la desgracia de no haber expirado en 2089, espero que me permita unirme a él prematuramente, quizás también con Pinter, para decir a coro “feliz cumplemuerte, Beckett”, en agradecimiento por su palabra implacable y por habernos dicho cómo es.
Richard Cope cursó Bellas Artes en Cardiff University y se graduó en 1995. En 1998 completó un M.A. en Historia del arte en Goldsmith’s College, London. Acaba de doctorarse por la London South Bank University con una tesis que considera la relación de Beckett con las artes plásticas a partir de los “Tres diálogos con Georges Duthuit”.
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