Rapsodia

LITERATURA

 

Casos en que la patria deja de ser un problema.

 

La patria es una calamidad. Si en tiempos antiguos fue un ámbito de relación del hombre con un suelo y sus deidades, hoy está reducida a una frontera, un código y un paquete de íconos. Puede que este juicio sea simplificador, pero salta a la vista que, de todos los instrumentos que aprietan una vida en un acorde sin variaciones, la patria es el más resistente. Hemos acorralado a dios, el fundamentalismo, el yo, el sexismo, el capital, la democracia teológica, el progreso y así, pero la patria se escabulle, luz lánguida y continua como de sol nocturno de verano polar.

 

No estamos hablando de nación ni de país, como cuando el ciudadano rezonga “este país de porquería”, sino de la patria, un tatuaje mental. No de los vínculos legales o sociales, sino de los históricos y simbólicos que nos ligan a una tierra natal o adoptiva. La patria es un hogar que se ha convertido en Idea que se ha vuelto un problema, y tiene voz. Pretexta que en su esfera se mide el honor. La persistente mitología de la patria desvanece las preguntas de cómo vivir, con quién, qué son las relaciones, las obligaciones, las responsabilidades, las diferencias, la indiferencia, a qué comunidad se consigna la libertad; cómo se es parte plena de un pedazo de mundo, bajo una luz familiar, sin maniatarse a la ilusión que supedita la funcionalidad cambiante de las instituciones al despotismo fantasmal de una estrofa.

 

La patria nos impregna como un olor inmune a los rechazos. A veces nos persuade de que somos un perfume que se remonta a la infancia. Pero no sólo habitamos la patria; somos sus hoteleros vitalicios y la alojamos, como a otros virus verbales. En la patria se continúan uno y sus hijos. Pero si llevar la patria en el corazón da cierta garantía de inmortalidad, el único patriotismo real es dar la vida por la patria, en un acto de arrojo, de justicia incluso, o medianamente durante la vida entera. Un asco de exigencia; tan mala como la opción de incumplirla bajo pena de seguir discutiendo el problema.

 

Y el ruido de la patria. En la Argentina: himno, marchas de alabanza, llamados al sacrificio, reciclaje y remozado de costumbres tradicionales, estatuas, ceremonias, retumbo y llanto de pechos de guerreros del deporte, nutricio bolo de la proteína animal, publicidad de vinos y artistas. Ahora un bicentenario de la Nación: rebeldes del rock y trovadores barriobajeros al pie del Obelisco, entonando versiones pop de cantos patrióticos que aúnan las diversidades del rebaño joven en una gran particularidad neutralizadora. Entibiador sobre todo es el zumbido de la pertenencia; como una calefacción central.

 

Teórica y efectivamente, hoy la entidad “nación” está cerca de la bancarrota; las patrias duran. Por encima de la democracia está la patria. Por encima de la patria sólo estaría dios, nunca muerto. La miseria y el sufrimiento en que se cuece la vida globalizada, el tedio y los antojos están sujetos por las patrias. Movilidad técnica más parálisis mental. Del montón identitario se alza el lamento del decente damnificado: ese que clama por gobiernos que honren a la generosidad de un origen. Monólogo de las peculiaridades: somos así, somos asá, nuestro carácter, nuestros fracasos. Sobre el país llueven improperios y gemidos. En cambio la patria es el escenario donde los desafíos tremendos requieren actuaciones épicas; como falanges bucólicas de tractores embanderados.

 

Cierto que las patrias suelen dejarse dividir en dos. La de ellos y la mía; la patria peronista y la patria liberada; la patria explotadora y la patria popular; la patria madre y la patria socialista. Sin embargo, un vistazo por ejemplo a la Rusia de hoy, donde el respeto a Stalin se conjuga con la hegemonía del capital mafioso, basta para desconfiar. Un antipatria es el que desdeña esas oposiciones, reconoce un solo bloque y se regodea en aniquilarlo. Un antipatria no es un apátrida, un exiliado voluntario ni un extraterritorial que cambia una lengua por otra; es el que execra a su patria, la que conoce. Dócil sólo al resentimiento, es maníaco, específico, malintencionado, y para ultrajar más, compara. La acusación mayor que lanza contra sus connacionales es que no quieren lo suficiente al país que dicen querer y él insulta; nada le repugna más que el nacionalismo gazmoño. Y todo lo deja escrito, porque sólo con la palabra se desbarata lo que está hecho de palabras. La lengua del antipatria chamusca. No argumenta: injuria, y seleccionando lo más mugriento y lo más elevado del idioma, pero sobre todo usando –eso joroba– el repertorio verbal estándar de su sociedad. Si cualquiera se solaza en echar pestes del propio país (y se cree muy autónomo), degradar todo, desde el origen hasta la comida y los peinados, es tan difícil como ser de veras ateo. El antipatria no dice, como Huxley, En representación de una patria se puede atropellar y estafar manteniendo la virtud intacta. Escupe, a lo Castellanos Moya, San Salvador es horrible y la gente que la habita una raza podrida. Al yo colectivo que exhorta a valorar “el sentimiento de identidad nacional compartida” opone una egomanía arrogante, cursi e indigna. Pero cada vez que lo acusan de puerilidad o alguien le elogia el “coraje” puede sentirse justificado.

 

Karl Krauss. Céline. Bernhard. Fernando Vallejo. Vladimir Sorokin. El antipatria rabia contra algo que el argentino Murena formulaba como una inquietud: ¿por qué uno tiene que preocuparse por haber nacido en cierto país? ¿Un país no debería darse por descontado? Son preguntas de un tono ya más cívico que reemplazan el odio por la meditación. Pero lo óptimo sería eliminar el problema, y una manera consiste en consumirlo en lenguaje, hasta el silencio. Siguen variados ejemplos admirables.

 

Recordemos que en el siglo XX existió el internacionalismo, un deber revolucionario y por eso más trágico que el ideal cosmopolita que vuelve a extenderse hoy. En 1928, días después de haber purgado tres años de cárcel por diferencias con el régimen de Stalin, el comunista Victor Serge tuvo una oclusión intestinal y, mientras peleaba con la muerte, se dijo que si sobrevivía iba a escribir y escribir y esbozó mentalmente “el plan de un conjunto de novelas-testimonios sobre un tiempo inolvidable”. Cumplió el plan, y los libros que resultaron son arrebatadores: además de indagar en la verdad como la entendía en la vida política y el fuero íntimo, Serge supo que la forma de su experiencia, el momento europeo de la Revolución, tenía que ser compleja, cinética y exenta de patetismo. Entendió a Joyce; estudió a Dos Passos y a Pilniak. El caso Tulayev –que novela las purgas estalinistas– o las Memorias de mundos desaparecidos echan una luz de relámpago sobre vendavales de pasión política asfixiados por la sordidez del poder y la penuria material. Serge, hijo de rusos antizaristas nacido en Bruselas, iniciado en el París de los anarquistas temerarios, compañero de sindicalistas italianos y españoles, autodidacta en prisión, fue a Rusia en 1919 en busca de los valores “del idealismo revolucionario de los rusos”. Combatió en la guerra contra los blancos, organizó, debatió en la Segunda Internacional, fue interlocutor de Kropotkin, Lenin y Trotsky, defendió sin tregua la conciliación entre igualdad económica y libertad, intentó frenar el asesinato metódico de una generación única en tenacidad, valentía e inteligencia afirmativa, prefirió sufrir las celdas de la Cheka y el Gulag que callarse, salió rescatado por escritores occidentales, emigró a América (con Breton y Lévi-Strauss), terminó luchando por los mismos ideales desde México y escribió miles de páginas en francés sin rendir una frase a lo sumario. Serge narró su medio siglo con una penetración ardorosa, montado en el caballo que galopaba de la Revolución a la catástrofe. Es como si hubiera obtenido una energía inconcebible de la perspectiva de escribir una frase como la que abre las Memorias: “Aun antes de salir de la infancia me parece que tuve muy claro un sentimiento que habría de dominar la primera parte de mi vida: el de vivir en un mundo sin evasión posible donde el único remedio era luchar por una evasión imposible”. Serge tenía un deseo descomunal de otro mundo; no de redimir un país o enderezar una sociedad, sino de hacer una comunidad diferente. Pero esa entrega militante sin respiro ni centro sólo iba a aclarar su sentido en las palabras que la narraron, y el sentido, dice Serge, era estar “al servicio de un infinito… que para nosotros era la humanidad”. A los ojos actuales, la humanidad está algo depreciada frente al infinito, pero Serge, que se sintió “a la vez ruso y francés, europeo y euroasiático, extranjero en ninguna parte” y reconoció en todas “la unidad de la tierra y de los hombres”, se ganó un derecho muy raro: no hay literatura nacional que lo reclame.

 

Contra las fidelidades locales, Diógenes el cínico se definía en términos de cuidados y aspiraciones locales; decía: soy ciudadano del mundo. Los estoicos profundizaron esta ética: cada persona habita dos comunidades, una de nacimiento y otra “verdaderamente grande y común, en la cual medimos los límites de nuestra nación por el curso del sol” (Séneca, De otio). Nos rodea una serie de círculos concéntricos: el sí mismo, la familia inmediata, la familia extendida, los vecinos, los conciudadanos, etc. Se puede agregar toda clase de identidades étnicas, lingüísticas, genéricas, sexuales, históricas o profesionales; el último círculo es la humanidad entera. ¿Podemos prescindir de las unificaciones? “Hay que ser muchos”, se pedía Valéry. Sin embargo, a veces es imperativo adosarse al país propio, como en la lucha contra un invasor o en la protección de los recursos naturales y la subsistencia de una comunidad. Lástima que detrás del nacionalismo práctico o emancipatorio acechen la lealtad fundamental al terruño, la virtud de las particularidades locales, la distinción. En el caso de la Argentina, la excusa puede ser la argentinidad misma, lo rioplatense, “una cultura periférica”. Detrás del nacionalismo pragmático se esconden nuevas imposiciones binarias. Y, la verdad, las réplicas más corrientes no abren grandes líneas de fuga. ¿Qué decir a estas alturas, por ejemplo, de La patria del escritor es el lenguaje?

 

Ser extranjero en ninguna parte es un menester solitario. Suele aprenderse mediante ejercicios severos de extranjería total. Un caso de firmeza es el de Henri Michaux. Más que una obra, Michaux dejó una impronta, huellas de un explorador por lugares que al principio parecen irreales. Según donde lo interceptemos, viene de viajar por Asia, Ecuador o Egipto, de asistir a Artaud o de hablar con Cioran o con Borges, del abatimiento extremo, de inducirse estados psíquicos anormales para entender la normalidad, o bien va a derribar una nueva barrera, “solicitado sin tregua por el gran espacio del futuro”. Michaux dice: esta vida en donde caemos, que perpetuamos con los hábitos de la mirada y las palabras, es pobre, coactiva, aplastante. Hay que sacudirla hasta que muestre su falsa solidez; pero la tarea es de cada uno, porque la primera ficción de solidez es la persona, y el artista, si no quiere ser un esclavo más, tiene que educar el ojo y descondicionar la lengua en busca de luz, amplitud, más realidad. Lo extraordinario de Michaux es que lo consiguió: del odio por los límites y el humor agriado llegó voluntariosamente a una aurora inmensa en que la voluntad era superflua. Poemas, pinturas, libros de viaje, relatos de antropología fantástica y tratados de ciencia íntima, ninguno muy definible por género, todo muestra de una misma constancia en el cambio. Michaux experimentaba con su propia mente para individualizar el proceso que convierte una realidad física fluida en masas humanas compactas, inflexibles, sujetadas por el amor propio y el control. La meta era aceptar la extrañeza, superar la economía limitada, recobrar la vastedad; el fin de las ansiedades. En esa satisfacción radicaba el único valor de la literatura experimental, y a Michaux le parecía un valor útil a la sociedad. Su “esperanto lírico”, sus metáforas rapaces, son esfuerzos por asimilar aluviones de lo real que la gramática cercena; pero también son exhalaciones de un “vacío inefable” cuya vivencia él tuvo, registros de un desmoronamiento y de la ventura de la calma: “Igualación / al fin hallada / alcanzada al fin / que ya no será interceptada. / Allí navegamos. / Júbilo infinito por la desaparición de las disparidades”. Michaux trabajó tanto porque tenía cierta esperanza. Renunció a la nacionalidad belga; se hizo francés pero rechazó el Gran Premio Nacional de las Letras. Su poesía no tolera el apego a mitos vernáculos ni el narcisismo de las pequeñas diferencias; llama a perderse. Pero advierte: “No seas orgulloso. Respirar ya es dar un consentimiento”.

 

Los espacios públicos de la Argentina están plagados de estatuas de próceres. El país tiene un nervio patriótico hipersensible. Héctor Murena lo atribuía a una imposibilidad de concebir objetivamente la historia. Como el origen del país no había sido la fundación de una ciudad (por los ritos inmemoriales mediante los cuales el hombre apelaba a los númenes del lugar y renovaba las bodas entre la tierra y el cielo) sino la instalación de un campamento, provisoria base para una aventura (la búsqueda de oro), en vez de Historia teníamos, como la mayoría de América, una acumulación de hechos y una condena al retorno –al caos, al orden militar que lo controlaba, sobre la base constante de la fiebre económica– y un cíclico retorno de la tierra no apaciguada. De aquí el fervor por los símbolos sin contenido y el pesimismo de la mente media argentina. Para Murena, la única alternativa era invertir las relaciones con ese espacio; algo que sólo podía lograr cada sujeto descendiendo a su centro interior, que para innúmeras tradiciones es el modelo físico-espiritual de donde surgieron las ciudades, y refundar los vínculos. Es difícil no leer esto sin pensar en “Diario de Manhattan”, el cuento de Néstor Sánchez que es un poema de extranjería absoluta. Hacia 1979, durante tres meses de invierno, Sánchez –que para apaciguar un mandato vital de “intensidad alocada” inventó un artefacto narrativo sin precedentes: el párrafo como agregado de los pulsos físicos y tonos mentales de un momento de la experiencia– vaga por las calles de Nueva York en la casi indigencia. Apunta patologías de la vida norteamericana y a la vez detalles de un inflexible trabajo de ascesis que, siguiendo las enseñanzas de Gurdjieff, pueden llevarlo al despertar de la conciencia, y acaso a “ganar más vida”. Compra un cuaderno y se enseña a escribir con la mano izquierda; reeduca el flanco izquierdo del cuerpo; prescinde de cruzar las piernas, de sentarse reclinado, de tener las manos en los bolsillos; se prohíbe la queja y el repudio; todo se lo retacea menos un par de guantes encontrados. Sánchez se ha convencido de que sólo llegará a entender desde una “desprotección terminante”. Escribir es parte de esa conducta rigurosa, un rezo, y un día, en medio de un silencio, de pronto tiene una certidumbre: “Se sería, en todo caso, habitante muy transitorio de una tierra que gira incomprensiblemente en un espacio incomprensible, no de un país, o una ciudad, o un jardincito con alero”. Esa nueva sencilla y sísmica, que “desmantela la atrofiedad del conjunto risible”, llevaría a un escritor de una intransigencia fulgurante a diez años de enfermedad, y más tarde a descreer de la literatura, al agotamiento y a una última “tristeza… por la hostilidad, la ausencia garrafal de comunión”.

 

Como si pagara un tributo por su excentricidad consecuente, la literatura argentina no cesa de producir escritos sobre el país. Así el pensamiento sobre las taras del ser nacional aumenta una inflación que nos envuelve a todos. Sin embargo, ni en los escritores más disolventes se encuentra un antipatriotismo sin escrúpulos, como si un resto de identidad ufana, o de miedo a perjudicar a los desposeídos –y quizás a no poder demostrar que el país es el peor del mundo–, desviara la invectiva hacia géneros más propicios. Tal vez se trate de resguardar la posibilidad de comunión. Lo más crudo que se ha escrito contra la infausta médula de la argentinidad pertenece a la sátira o la farsa bufa –Zelarayán, Copi, Fogwill, Leónidas Lamborghini– o bien al moralismo sociocultural: Martínez Estrada, Murena, Saer. Los dos géneros se funden con la alegoría obscena en La causa justa de Osvaldo Lamborghini, esa obra capital del diagnóstico por la imaginación en la que, como debería ser famoso, un japonés se hace el harakiri bajo un pino, en el campo, para purgar la deshonra de unos argentinos que no cumplen con su palabra (aquí la promesa de una felación) so excusa de que era un chiste. La gran llanura de los chistes: así Lamborghini nombró para siempre la médula de una incompetencia. Sin embargo salvó la patria: el chiste infame, sublimado en humor negro, queda como escoria de algo mejor que podría amarse.

 

Para Arnaldo Calveyra, lo que nos mantiene unidos no es un mito ya en retroceso ni un sistema del chiste. Si la Argentina fuera una novela es un libro desconcertante: conjunto de cartas de un exiliado en Francia a una prima entrerriana, está escrito desde uno de esos puntos indiscernibles, pero repetidamente imaginados, donde transcurren las conversaciones íntimas de larga distancia. Aunque Calveyra piense que la distancia es benéfica, que la gran lacra del país es el patetismo, lo que lo desvela es dónde buscarlo, cómo superar las representaciones autoritarias y las complacientes; por eso ensaya reencontrarse con los ritmos mudables que expresan a la vez mundo, vivencia y pensamiento y que están ocultos en el estereotipo. Así va rescatando viejas invectivas –contra el contrato populista, el histrionismo impúdico, la doble moral (“País, gentes que han sido capaces de consumar el milagro negativo de convertir los panes en mierda”), la pobreza de la mirada, el deseo de mercancía, el descuido de los muertos o la irrisión de la ley–, a la vez que pugna por reconstruir un pensamiento (Hudson, Borges, Martínez Estrada) y la nitidez de un mundo. Una alternancia entre asombro enternecido, saña y afán terapéutico desborda, como una espuma, del murmullo escandido de esas cláusulas que un giro subrepticio parece restablecer del desmayo: “… eso que les sucede a las costas al irse quedando solas, al dejar de lado la tela que un trino tejía con las ramas desgajadas de un tala, no figura en documentos”. Y poco a poco el lenguaje reemplaza la patria, primero por las discordias de una novela, al cabo por un lugar anterior a las fijaciones. Pero el palabrerío nacional vuelve, obstinado, y Calveyra tiene su proposición: “Hacer la prueba de la noche al descampado. A esas horas en que, transhumantes, habremos de parecernos a su insomnio, en que en medio de sus olores una rudimentaria intuición de patria puede adquirir vislumbre de certeza, nosotros… al contemplarnos como bultos que avanzan, podremos tal vez mandarnos señales de bulto a bulto, señales que habían dejado de llegarnos con la luz del día”. Es otra vez la dirección del vacío; como si se dijera: pongamos a esta gente en contacto con la inmensidad, que al cabo se pondrán en contacto entre ellos. Es curioso que tanto el peronista Lamborghini como el republicano Calveyra hagan hincapié en la inmoralidad del país. También en los dos la respuesta, natural pero meditada, es una retórica de la dilación. No una fuga hacia delante, ni siquiera un anuncio de inminencias, sino estilos como crepúsculos en suspenso indefinido. Las frases transcurren como la espera de una posibilidad que la patria bloquea y sus sujetos subliman en neura de posesión o acidez apocalíptica. Las frases invitan a la risa, la desposesión, la apertura; a una vida con otros, no para realizar un ejemplo o metas beneficiosas, ni siquiera por altruismo, sino en un umbral que, aunque sellado por un nombre, reúne a muchos humanos por casualidad, cada uno con su carencia, su muerte y las provisorias palabras que hacen sentido. De esto hablamos todo el tiempo, no sólo cuando hablamos de patria. Casi no hablamos de otra cosa.

 

Imágenes [en la edición impresa]. Ai Weiwei, Untitled (1994), yeso, billetes de dólar y gas.

Lecturas. Horacio Castellanos Moya, El asco (Buenos Aires, Tusquets, 2007). Victor Serge, El caso Tuláyev, traducción de David Huerta (Madrid, Alfaguara, 2007); Memorias de mundos desaparecidos (1901-1941), traducción de Enrique Mattoni (México, Siglo XXI, 2003). Henri Michaux, Antología poética 1927-1986, traducción de Silvio Mattoni (Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2002). Arnaldo Calveyra, Si la Argentina fuera una novela (Buenos Aires, Simurg, 2000). H.A. Murena, El nombre secreto (Caracas, Monte Ávila, 1969). Un gran estudio sobre el desarrollo de la idea de comunidad es Communitas, de Roberto Esposito (Buenos Aires, Amorrortu, 2003). Sobre Néstor Sánchez, el N° 3 de la revista Las ranas aportó un imprescindible dossier con estudios y una amplia cronología, además de cartas, ensayos y fragmentos autobiográficos del autor.

1 Sep, 2009
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