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Reconstrucciones

LITERATURA

 

Notas sobre la crítica, la propiedad y el valor a raíz del debate en torno a Bolivia Construcciones.

 

A los enigmas convencionales de los concursos literarios, el ganador del último premio La Nación-Sudamericana de novela, Sergio Di Nucci, les imprimió, si cabe la paradoja, un sello personal y una cuota de originalidad inesperados. Anoticiado en Plainfield, Illinois, de que un jurado multiestelar había elegido por unanimidad su primera novela, Bolivia Construcciones, entre otras doscientas cuarenta y cuatro concursantes, decidió conservar en la tapa del libro el seudónimo Bruno Morales con el que la había presentado y donar el importe completo del premio ($ 60.000) a una ONG boliviana de Buenos Aires. El gesto decidido contra la autoridad y la propiedad literaria es claro pero conviene pormenorizar el caso; lo que cuenta, ya se verá, son los detalles. En el salón versallesco del Hotel Alvear Palace donde se oficializó la entrega del premio, Di Nucci (o más propiamente Bruno Morales, si se atiende a su referencia al presidente boliviano en términos de “tocayo”) explicó que el dinero iría a la Asociación Deportiva del Altiplano (ADA), una organización que había alcanzado cierta notoriedad “ante los distraídos ojos argentinos” después del trágico incendio de un taller textil que a comienzos de 2006 costó la vida a seis bolivianos. Al mensaje inocultablemente político, le siguió una elíptica apología del remix en la representación literaria de los cruces interculturales, versión contemporánea del “Yo es otro” rimbaudiano. “Hay los fines, y hay los medios”, dijo Di Nucci en el salón repleto del Alvear Palace. “El fin era esta donación. El medio –Bolivia Construcciones– es sólo una novela. En los años 60, un novelista norteamericano blanco publicó el relato en primera persona de un esclavo. Aspiró a narrar con una voz que sonara negra, y terminó convirtiendo el libro en una clara falsificación. Yo preferí reconocer que nunca sonaría como boliviano auténtico. En literatura, lo verdadero no existe. (…) Ya desde la adopción de un seudónimo para el nombre de autor, todo es construcción en Bolivia Construcciones, como lo anuncia el título de la novela.” El pronunciamiento antinaturalista ilustrado con la alusión a William Styron, sin embargo, no iluminó demasiado la lectura de la novela premiada. El jurado elogió su verosimilitud lingüística (“Bruno Morales suena muy bien; trae enormes ecos de oscuridades y de mundos indígenas en Bolivia”, dijo Tomás Eloy Martínez), y desde perspectivas muy variadas la crítica se entusiasmó con un caso elocuente de literatura “diaspórica”, con la hondura de una “alegoría teológica”, o con la riqueza superlativa de sus juegos intertextuales. Di Nucci recibió un cálido homenaje en la ADA donde hizo efectiva la entrega del premio vestido con ropas típicas del norte boliviano y la novela, entretanto, escaló posiciones entre los libros más vendidos del verano.

Si este derroche de desprendimiento radical por parte de un escritor novel desconcertó y atrajo a lectores y críticos muy diversos, el caso se volvió todavía más intrigante dos meses más tarde cuando el mismo jurado multiestelar que había premiado la novela decidió revocar el fallo, después de descubrir (alertado por un joven lector del diario) la inclusión de párrafos enteros apenas retocados de Nada, la primera novela de la escritora catalana Carmen Laforet, publicada en 1944 y considerada, valga la nueva paradoja, “obra única en la categoría de lo irrepetible” por el jurado del primer Premio Nadal. Como se desprendía del nuevo fallo, el verdadero otro oculto de Sergio Di Nucci no era un inmigrante boliviano en tiempos de Evo Morales, sino una catalana criada en provincias, desembarcada en Barcelona durante el franquismo. Los críticos que habían elogiado la novela, los miembros de la asociación beneficiada e incluso el cónsul boliviano reaccionaron en seguida en defensa del despremiado. Fue sólo el comienzo de un encendido debate que a velocidad cibernética alimentó cientos de páginas de blogs en dos facciones irreconciliables: los inconformes con la decisión del jurado y los estafados por el “plagio”. Se habló de apropiación, expropiación revolucionaria, “sutura inhábil” deliberada, remix y copy/paste, pero también de “copia perezosa y vergonzante”, menemismo y simple robo, coloreando los argumentos con los nombres más dispares, desde Shakespeare, Cervantes, Rousseau, Pascal,Valéry, Bajtín, Joyce,Wilcock, Bioy Casares y Borges, a Leopoldo Marechal, Beatriz Guido y Andy Warhol.Y más: hubo quien reescribió el “Pierre Menard” de Borges completo, trastocando a Menard por Di Nucci y el Quijote por Nada, y críticos que aprovecharon la polémica y el literal “borramiento” del autor para aparecer en primer plano, extendiendo hasta el delirio causas y azares del caso. Desde el vamos, sin embargo, la estrategia de Di Nucci dejaba a detractores y defensores girando en falso: si el ganador del premio era Bruno Morales y el dinero había sido donado, ¿de qué robo se lo defendía o acusaba? Y además, ¿por qué tanto fragor en la polémica? ¿Qué se discutía en realidad más allá de la decisión del jurado?

Mientras que el valor literario y la pertinencia de los juegos intertextuales de la novela de Bruno Morales resultaban cada vez más indecidibles para los críticos, la eficacia política e institucional de la operación Di Nucci, en cambio, se volvía incuestionable. La “construcción” completa de Bolivia… dejaba una vez más en evidencia los endebles protocolos de los premios literarios y la pobreza del arsenal teórico de la crítica, al tiempo que sacudía la habitual desidia del periodismo cultural y la frivolidad autocentrada de los bloggers, obligándolos a inmiscuirse en los conflictos de la inmigración boliviana aunque más no fuera de soslayo y desempolvar su Marx para sintonizar con urgencia cuestiones de plagio, apropiación y propiedad privada. Di Nucci volvió a recibir el respaldo público de ADA (cuyo presidente aseguró que ya había comprado a cuenta computadoras, impresoras, una fotocopiadora y una cámara para agilizar las gestiones de los bolivianos indocumentados), de Acción Cívica Boliviana de Reivindicación Marítima (que consideró al escritor “como una de las personas esclarecidas e íntegras que hacen mucha falta en esta sociedad tan deshumanizada, donde existen reducidos sectores fascistoides discriminadores, xenófobos y racistas”) y también del cónsul boliviano, que reclamó al canciller una condecoración del gobierno de Evo Morales para el premiado, y manifestó el deseo de que la cuestión se resolviera de la mejor manera posible “en cuanto símbolo del estado actual de las relaciones bilaterales entre nuestras naciones hermanas”. En pocos meses el affair Di Nucci ganó espacio desde los blogs más iletrados a las más altas esferas diplomáticas. Aun así, la polémica sobre la justicia de la penalización del plagio desplazó una discusión más enfocada en la literatura y el arte contemporáneos, y dejó algunas preguntas flotando en el aire. ¿Cómo juzgar estéticamente Bolivia Construcciones? ¿Cómo leer el remix literario? O dicho de otro modo, ¿qué nueva red de apropiaciones y desvíos reunía al argentino Di Nucci, la catalana Laforet y el boliviano Morales? La novela se acerca en ese punto a otras ficciones y empresas del arte actual y convendría empezar por revisar nuevos modos de atravesar fronteras culturales, aboliendo la propiedad de las formas y los materiales, y desplazando el foco desde el centro de la obra al marco.

 

Bruno Morales no soy yo. En sucesivas estampas, breves y deshilvanadas, Bolivia Construcciones cuenta la experiencia cotidiana de un joven boliviano que llega con su tío desde Potosí a instalarse en Buenos Aires. Escrita en primera persona, hace coincidir al narrador y al joven protagonista sin nombre, pero los separa estratégicamente del “autor”, Bruno Morales. El día a día en el Bajo Flores o en las sucesivas “construcciones” que emplean a los personajes como albañiles se cuenta con una notación algo desconyuntada de tono cambiante. Pero es precisamente el devaneo sin decurso narrativo preciso –su falta de énfasis y de foco– lo que vuelve al conjunto verosímil como representación de la errancia descentrada del inmigrante. Las asperezas de la vida del transterrado se registran sin ningún miserabilismo ni color local; hay uno que otro giro o localismo boliviano en la lengua de la novela pero no se abusa, más bien una prosa económica y funcional, impregnada de un rumor castizo que distancia apenas la escritura de la variable dialectal local. Y aunque Di Nucci reniega de toda intención de ventriloquía, hay una impostura original, que está en el origen del tono cambiante y de la construcción más amplia. Una primera versión breve de Bolivia…, presentada con el seudónimo Bruno Morales en un concurso del diario Vocero Boliviano, había sido elegida en 2006 por un jurado de sociólogos, agregados culturales y el embajador de Bolivia. Morales nunca se presentó a recibir el premio, pero el cuento se publicó en un libro junto con los relatos verídicos de seis bolivianos y una boliviana, historias crueles de explotación, discriminación y maltrato. Di Nucci descubrió allí que podía “impostar” la voz sin documentalismo (Sergio Di Nucci podía ser Bruno Morales) y se lanzó por lo tanto a un experimento más osado. Se apropió de textos ajenos, incluida la novela de la catalana, con la convicción de que es posible reprocesar obras existentes, usando los mismos textos para otros fines, en otro tiempo y otro contexto, en un acto de micropiratería calculada. En sintonía con el arte del concepto y la post producción, el plan se impone a la realización, y el marco al centro literal de la obra. “Mucho tiempo me llevó pensar Bolivia Construcciones”, aclaró Di Nucci después de la revocación del fallo. “Mucho más que escribirla.” Y en efecto, juzgada por los valores convencionales de la narrativa clásica (eficacia formal, imaginación narrativa, singularidad estética en la representación y en la construcción de personajes y de una lengua literaria) la novela no brilla demasiado. Por momentos se vuelve un poco monótona o desbocada, de hecho, y de pronto refulge, con la vibración femenina que le agrega, por ejemplo, ahora lo sabemos, la voz de la catalana. Como medio para un fin, en cambio, basta con que la novela se lea como escrita por un boliviano, travistiendo al autor literal y performativamente en otro. La galería de espejos se amplía y extravía las miradas. “El otro somos nosotros, observados con curiosidad y enorme frescura, a través de tres personajes bolivianos”, observó bien Tomás Eloy Martínez, pero en realidad el juego de espejos, una vez develado el truco, es aún más elaborado. El otro somos nosotros, observados por un argentino a través de la lente de un boliviano, fraguada con la lente de una catalana. El arte no refleja el mundo, argumento realista, sino que extraña la mirada, argumento de los experimentadores y las vanguardias.

En esa dirección, la “construcción” de Bolivia… se aleja claramente de las formas más tradicionales de la transculturación narrativa y lingüística de la literatura latinoamericana, incluso de sus versiones remozadas. Más que a la ilusión mimética y la estilización barroca de la lengua baja que alimenta mucha ficción argentina reciente, por lo tanto, el experimento de Di Nucci se acerca a su modo (cuya felicidad o infelicidad estética debería estar en el centro del debate) a otras formas de vaciamiento del yo narrador, transculturación y enmascaramiento, mediante la invención de dispositivos conceptuales, centrales en otras ficciones de la narrativa actual, como las novelas del mexicano Mario Bellatin. Su nouvelle Perros héroes, por ejemplo, nace de un acuerdo exterior a la ficción, un encuentro real con los personajes disparado por un aviso en la sección permutas del periódico Segunda Mano, transmutado luego en un relato seco que disuelve la voz del cronista hasta convertir al conjunto en un “Tratado sobre el futuro de América Latina visto a través de un hombre inmóvil y sus treinta Pastor Belga Malinois”, un curioso experimento óptico de visiones refractadas que intenta traducir el encuentro intraducible con el otro. El texto es sólo un plano del “relato-instalación” que en este y en otros casos incluye fotos, instrucciones de uso, performance, máquinas polifacéticas que esperan que el lector descubra el mecanismo por sí solo. La identidad es aquí también un espejismo; el dispositivo tanto puede funcionar con un criador de perros en los suburbios del D.F., un escritor japonés, o en un teatro chino en Sechuán, y sin embargo cifra un apunte autobiográfico en el relato distanciado. El apócrifo y la copia también tienen un lugar central (la escena mitológica de comienzos retrata a Bellatin copiando páginas enteras de la guía telefónica o de textos de sus autores favoritos), como principios constructivos de crónicas bien documentadas de personajes inexistentes o reprogramaciones de otros textos propios.

Obras que atraviesan los límites geográficos y culturales, apropiándose de formas ajenas y desplazando el foco del centro al marco abundan, de hecho, en el arte contemporáneo. En Remake, por ejemplo, el francés Pierre Huygue reinterpretó La ventana indiscreta de Hitchcock con actores amateurs en un complejo habitacional de un suburbio parisino, y en No Ghost Just a Shell compró los derechos de Ann Lee, un personaje olvidado de un manga japonés, la “reanimó” y la devolvió a la vida y al mercado como si se tratara de una actriz desempleada. Por la vía de Marx, Debord y De Certeau, Nicolas Bourriaud lee en la obra de Huyghe una redefinición del consumo como práctica de resistencia y táctica de autonomía, y una concepción del arte como “producción de modelos reactualizables infinitamente, como escenarios disponibles para la acción cotidiana”. En términos más claramente antagónicos, el español-mexicano Santiago Sierra reduce las relaciones sociales al intercambio económico más craso con métodos en algún sentido análogos a los de Di Nucci: recibe y entrega dinero de las instituciones del arte, remunerando acciones que desde el marco –la galería, la feria de arte, el espacio público– señalan crudamente el agotamiento del mundo del trabajo o las relaciones infamantes entre identidad, dinero y raza. En una de sus obras más cáusticas pagó a 133 vendedores ambulantes ilegales de cabello oscuro, en su mayoría inmigrantes, para teñirse de rubio durante la inauguración de la Bienal de Venecia de 2001. Ese mismo año en una performance filosa contra el multiculturalismo biempensante remuneró a once mujeres indias tzotziles, sin ningún conocimiento de la lengua española, para aprender a decir una frase: “Estoy siendo remunerado para decir algo cuyo significado ignoro”. En series más recientes fotografió de espaldas a cien indigentes en la ciudad de México, a 396 mujeres en Bucarest o a 89 indios huicholes en Jalisco, con el mismo formato de fotos carnet utilizado para identificar al fotografiado. También en su caso el artista y su marca se desvanecen en una obra que es lo que hace y que con un insidioso truco de espejos obliga a mirar al otro, a menudo dispuesto de espaldas. A fuerza de incorrección política, Sierra extrema las diferencias en una confrontación estratégica, con “construcciones” brutales de un arte sin arte que dejan al espectador descolocado, avergonzado de la pasividad de su propia imagen en el espejo que las obras le devuelven del mundo social y del trabajo.

 

Valor y disenso. Dispuesta en el panorama más amplio del arte contemporáneo, la novela de Morales/Di Nucci pierde la extrañeza del caso singular y se sacude el aura delictiva con relativa soltura. Sorprenden más bien los esfuerzos de la crítica por ajustarla, para bien o para mal, a cánones y procedimientos inanes en su clasicismo o francamente extemporáneos (Bajtín, Bioy, Shakespeare, Cervantes!). En una cultura afecta a las oposiciones apremiantes y las elecciones forzosas, el caso Di Nucci obligó a pronunciarse con juicios tajantes, sofocando una discusión oportuna que la novela dispara y que, antes de cerrar el juicio sumario con un mero recuento de votos, convendría recuperar. La insistencia monotemática en el plagio elude en ese sentido un problema mayor: ¿cómo juzgar un arte que se enfrenta a la institución, atacando precisamente la noción de juicio y desestimando la cuestión del valor? La pregunta dispara otras: ¿es posible/necesario recuperar la discusión sobre el valor? Y en ese caso, ¿no habrá que asomarse a otros campos para pensar con qué parámetros juzgar obras centradas, también en la literatura, más en el plan que en la realización, más en el marco que en la obra literal? Estas nuevas formas de figurar conceptualmente al otro, ¿hablan de una nueva relación entre política y arte?

Antes de la revocación del fallo, Josefina Ludmer leyó Bolivia Construcciones como ejemplo de una literatura “postautónoma”, entre otras novelas que “no se sabe o no importa si son buenas o malas, o si son o no son literatura”, “y tampoco se sabe si son realidad o ficción”. En una segunda versión del ensayo, posterior a la revocación del fallo, reemplazó la formulación sobre el valor por una nueva que, a falta de argumento mejor, invoca el gusto como criterio de selección: “(…) estas escrituras plantean el problema del valor literario. A mí me gustan y no me importa si son buenas o malas en tanto literatura. Todo depende de cómo se lea la literatura hoy. O desde dónde se la lea”. El vaivén es elocuente; recuerda las acrobacias que ya exigió a la crítica la literatura de César Aira (y antes la de Puig) y reaparecen hoy en las críticas a Bellatin. Escribe Rafael Lemus, a propósito de una de sus últimas novelas: “¿Es un buen libro La jornada de la mona y el paciente? A estas alturas esta pregunta es ya improcedente. Hace tiempo que Bellatin renunció, también, a componer buenos libros”.

Convendría en este punto pensar transformaciones estéticas más amplias. Si el arte conceptual, como propone Benjamin Buchloh, es el cambio de paradigma más significativo de la producción artística de posguerra, las artes visuales llevan ya varias décadas enfrentando la espinosa cuestión del valor, intentando volverla ociosa o irrelevante. Aun así perdura enmascarada en nuevos criterios de selección de las instituciones del arte o el mercado. La utopía posmoderna de un arte democrático y transparente que alumbraría a un nuevo espectador –y a un nuevo lector– en realidad nunca se cumplió, y el espectador tuvo que vérselas desde entonces con un arte fundado en destrezas estéticas alternativas. Y si bien es cierto que los límites entre el arte y el no arte se volvieron cada vez más borrosos, el arte conceptual nos ha enseñado al menos que no hay arte sin intencionalidad, y que sus objetos carecen de interés crítico en tanto no exijan una descripción intencional significativa y puedan promover lecturas, elaboraciones críticas del objeto de pensamiento. “La exigencia de lecturas que vuelvan inteligible la obra es connatural a aquellos ejemplos de arte conceptual que siguen siendo significativos”, escribe Charles Harrison, del grupo británico Art & Language, en una filosa reflexión sobre crítica y arte conceptual. El juicio político, moral o ético ha venido a llenar el vacío de juicio estético, en parte porque el arte exige hoy la interacción literal del espectador en formas cada vez más elaboradas. “Es preciso analizar de qué modo el arte contemporáneo se dirige al espectador, y evaluar la calidad de las relaciones con el espectador que produce”, propone la crítica de arte británica Claire Bishop en un ensayo en el que valora comparativamente, en términos de democratización y antagonismo, la obra de Thomas Hirschhorn y Santiago Sierra respecto de la de otros artistas “relacionales”. Intencionalidad, capacidad de promover lecturas que vuelvan la obra inteligible, calidad de las relaciones que trama con el espectador: he aquí algunos criterios con los cuales es posible mirar el arte de hoy, que también pueden orientar la lectura de la literatura después del fin de la literatura. “No todas las apropiaciones son igualmente interesantes”, escribió no hace mucho Marjorie Perloff a propósito de la poesía conceptual; “Hay robos bien y mal hechos”, aseguró Jorge Panesi para argumentar su defensa de la novela de Di Nucci.

Se abre aquí y en estos términos una discusión alternativa sobre Bolivia Construcciones y otros experimentos de la narrativa actual. En principio, no hay por qué retirarles el estatuto de literatura y de ficción, y eximirlas del juicio de valor hasta tanto sigan relacionándose voluntariamente con el lector a través de instituciones culturales que las definen, las ofrecen y las juzgan como literatura. El propio Bruno Morales dice haberse propuesto el desafío de escribir “una novela de incidencia política que fuese muy literaria” y es en este punto donde la operación se vuelve singular y al mismo tiempo contradictoria. Porque, ¿es posible alentar ese doble régimen (la novela de Morales, el proyecto de Di Nucci) que reclama relaciones diversas con el lector? ¿Se puede leer el plan de Di Nucci sin una indicación clara de intencionalidad? ¿Qué espera la novela del lector? O precisamente, entregándola a un jurado que sólo puede juzgar la obra con parámetros convencionales y no podría pronunciarse por la “construcción” más amplia, ¿pone ejemplarmente en crisis el problema del juicio en la literatura hoy? La mayor eficacia político-literaria de Bolivia… radica quizás en haber desenmascarado la buena conciencia de un jurado que creyó premiar una novela que daba la voz al inmigrante boliviano, pero premió en realidad una ficción que traduce conceptualmente, mediante el remix y la apropiación, su desconfianza en el teatro de la corrección política. No es oficiando de espejo, ni mimando laboriosamente su lengua, ni siquiera imbricándola con la propia, como la literatura le hace lugar al otro hoy, sino señalando la imposibilidad o la inanidad de la resolución textual o simbólica del enfrentamiento. Auspiciosamente, el arte descree del consenso, incluso del consenso crítico. “El arte”, asegura Jacques Rancière, repensando las relaciones entre arte y política en el arte contemporáneo, “puede ser político modificando lo visible, el modo de percibirlo y expresarlo. Frente al consenso, el arte busca el disenso, lo que en términos formales puede significar la búsqueda de nuevos modos de construir la relación entre el espacio y la identidad, el espectáculo y la mirada, la proximidad y la distancia”. El interés más inmediato de la “construcción” de Bolivia…, y por extensión de otras ficciones de hoy, radica en haber creado nuevas formas de producir disenso mediante dispositivos que funcionan como impensados lugares de encuentro entre el arte y la política.

 

Imágenes [en la edición impresa]. Gabriel Orozco, Matrix Móvil (2006), grafito sobre esqueleto de ballena gris, vistas de la instalación en la Biblioteca José Vasconcelos, México. Fotos: Michel Zabé y Enrique Macías (cortesía Kurimanzutto, México).

Lecturas. Bolivia Construcciones fue publicada por Sudamericana en 2006. Sobre el premio y el posterior fallo de revocación se citan los siguientes textos: Sergio Di Nucci, “Una felicidad que no es literaria”, La Nación, 8 de febrero de 2007; s/f, “El juicio entusiasta de Tomás E. Martínez”, La Nación, 9 de noviembre de 2006; Diego Rojas, “Bajo sospecha”, Veintitrés, 20 de febrero de 2007; Bruno Morales, “Nada que ver con otra historia”, Página/12, 3 de junio de 2007. En www.linkillo.blogspot.com y en www.nacionapache.com.ar se puede consultar un archivo bastante completo de textos críticos y comentarios polémicos sobre la novela, incluidos los dos artículos de Josefina Ludmer, “Literaturas postautónomas” (diciembre de 2006) y “Literaturas postautónomas 2.0” (mayo de 2007). Nada de Carmen Laforet fue originalmente publicada en Barcelona, Destino, en 1944. La cita de Nicolas Bourriaud es de Post producción (Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2004); la de Charles Harrison, de Conceptual Art and Painting, Further Essays on Art & Language (Cambridge, Massachusetts, The MIT Press, 2001); y la de Jacques Rancière, de Fulvia Carnevale y John Kelsey, “Art of the Possible. Conversation with Jacques Rancière” (Artforum XLV, N° 7, marzo de 2007).

 

1 Sep, 2007
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