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Una anomalía

LITERATURA

La literatura puede roer cualquier discurso, incluso aquellos que parecen estar más ajenos, como la epistemología. Una lectura de ese tipo encuentra en textos como los de Kuhn, Feyerabend o Canguilhem una oportunidad para ejercer la crítica a la noción de paradigma como marco organizador de una época. Ocurre que en los pliegues del paradigma habitan el desorden, el caos y la negatividad. La literatura no sería más que la sintaxis puesta al servicio de la liberación de esas potencias.

 

A mediados de los ochenta pasaban cosas muy extrañas. Por ejemplo, uno podía encontrarse de casualidad tomando algo en la librería Gandhi, y salir de allí con un ofrecimiento directo para ser ayudante de cátedra y comenzar a trabajar al día siguiente (hoy los docentes se reclutan en otros ámbitos, deben llenar formularios, conseguir firmas y participar de un aún más extraño y opaco ritual llamado concurso). En fin, volviendo a esos años, algo por el estilo me sucedió a mí: de un día para el otro me encontré dando clases en una materia llamada “Introducción al Pensamiento Científico”, en el nunca bien ponderado CBC. Tenía veinte años, estudiaba Sociología (aunque era crítico con mis compañeros que viajaban a las Brigadas del Café en Nicaragua) y, a las apuradas, tuve que leer libros extraordinarios como La estructura de las revoluciones científicas, de T.S. Kuhn o Contra el método, de Paul K. Feyerabend. Fueron lecturas contra el reloj: yo leía el texto apenas unas horas antes que los alumnos, a los que sólo les llevaba un par de años (supongo que criticaba tanto a mis compañeros de facultad porque yo también estaba participando de una experiencia de alfabetización masiva y nadie se daba por enterado). Duré seis meses (ahora, según me cuentan, tanto el CBC como la docencia en general se profesionalizaron, así que supongo que esa actividad debe haber perdido todo encanto).

En estos casi veinte años, releí varias veces esos libros. Siempre con una certeza: además de haber en ellos una teoría (o muchas) sobre el funcionamiento científico, sobre la relación entre ciencia y sociedad, sobre la disputa entre epistemología e historia de la ciencia, y sobre la pregunta acerca de qué es el conocimiento, hay además, o sobre todo, un inmenso yacimiento de preguntas literarias, de metáforas, alegorías, narraciones. Sólo es cuestión de leer esos textos con cierto desprejuicio, con la tranquilidad que otorga no pertenecer a ese campo, de no pertenecer a ningún campo.

(Antes de avanzar, una larga aclaración. Ese tipo de lectura presenta un riesgo: el populismo. Es decir, el tipo de discurso que por estar fuera del campo desprecia el habla intelectual –la acusa de jerga esotérica– y en nombre de la supuesta libertad que le otorga su posición, en verdad lo que hace es una traducción banal, plagada de errores, de lecturas silvestres, siempre al borde del ridículo pero que, por un efecto paradójico, termina socavando el alcance crítico que deberían tener los discursos intelectuales –podría decirse también que el éxito del pensamiento populista de mercado tiene relación directa con la evidente falta de criticidad que muestra el discurso académico–. Esto viene sucediendo desde hace cierto tiempo con la historia, con la filosofía y, por supuesto, con la crítica literaria. No es esta mi intención en relación con la epistemología contemporánea. Mis intereses son otros, demasiado ajenos a la epistemología. Lo que me propongo es una lectura literaria entendida como una suma de operaciones de reformulación, en la que el sentido está siempre desplazándose, extendiéndose, alejándose y, a la vez, siempre en tensión, en suspenso, siempre en disposición hacia un pensamiento crítico.)

La estructura de las revoluciones científicas reposa en el uso de una tríada de conceptos tan poderosos como seductores: “paradigma”, “ciencia normal”, “anomalía”. Para Kuhn la ciencia avanza a partir de cambios de paradigmas, donde cada revolución científica modifica la perspectiva histórica de la comunidad que la experimenta. Entre tanto, entre revolución y revolución, el paradigma funciona y se fortalece en términos de ciencia normal. La razón de ser de la ciencia normal reside en mantener el funcionamiento del paradigma, su poder explicativo, su duración en el tiempo. Señala Kuhn: “La característica más sorprendente de los problemas de investigación normal es la de cuán poco aspiran a producir novedades importantes”. Una vez instalado el paradigma en un lugar de hegemonía, la ciencia normal realiza el trabajo crucial de construir un piso de inteligibilidad: una de las cosas que adquiere una comunidad científica con un paradigma es un criterio para seleccionar problemas que, mientras se dé por sentado el paradigma, puede suponerse que tienen solución. La ciencia normal no tiende hacia novedades fácticas o teóricas y, cuando tiene éxito, no descubre ninguna. Simplemente funciona. De hecho, algo de eso dice Kuhn en su definición, entre minimalista y pragmática, de paradigma: “Considero a estos como realizaciones científicas universalmente reconocidas que, durante cierto tiempo, proporcionan modelos de problemas y soluciones a una comunidad científica”.

Pero, como en una película de suspenso, cada tanto llega un invitado inesperado: la anomalía. Para Kuhn la emergencia de la anomalía está siempre ligada a la posibilidad de descubrimientos y, por lo tanto, de revoluciones científicas: “cuando la profesión no puede pasar por alto ya las anomalías que subvierten la tradición existente de prácticas científicas, se inician las investigaciones extraordinarias que conducen por fin a un nuevo conjunto de compromisos, una base nueva para la práctica de la ciencia. Los episodios extraordinarios en que tienen lugar esos cambios de compromisos son las revoluciones científicas”.

Finalmente, lo que Kuhn propone es una sociología de la historia de tipo discontinuista que, teniendo en cuenta el año de publicación del libro (1962), podría ubicarse en el mismo horizonte de época de otras grandes teorías discontinuistas, como las del posestructuralismo francés. Georges Canguilhem, en Ideología y racionalidad en la historia de las ciencias de la vida, parece intuir estas posibles semejanzas entre ambos pensamientos –el de Kuhn y el posestructuralismo– y para quebrar esta posibilidad realiza una crítica radical: “Al suponer los términos paradigma y ciencia normal, una intención y determinados actos de regulación, son conceptos que implican la posibilidad de un desajuste o de un desprendimiento respecto de lo que ellos mismos regularizan. Ahora bien, Kuhn les hace cumplir esta función sin procurarles los medios correspondientes, al no reconocerles nada más que un modo de existencia empírica en tanto hechos de cultura. El paradigma es el resultado de una elección de usuarios. Lo normal es lo común a una colectividad de especialistas en un período dado y en el seno de una misma institución universitaria o académica. Creemos estar frente a conceptos de crítica filosófica, cuando en realidad nos encontramos en el ámbito de la psicología social”.

La crítica de Canguilhem es oportuna: hay un exceso de sociología en Kuhn. Finalmente la sociología es la ciencia del funcionamiento de las cosas (en ese registro saca a relucir sus mejores atributos), pero frente al momento del cambio, del quiebre, del corte epistemológico, poco tiene para decir. Sus preocupaciones son la legitimidad, la dominación, el lazo social, la perduración de la sociedad. Si de un fantasma huye la sociología, es del de la anomia. Con un dejo programático, Kuhn lo expresa como nadie: “la decisión de rechazar un paradigma es siempre, simultáneamente, la decisión de aceptar otro”. Un paradigma entra en crisis, cambia, sólo cuando hay ya otro en condiciones de reemplazarlo. Y para que no queden dudas, agrega: “rechazar un paradigma sin reemplazarlo con otro es rechazar la ciencia misma”. Un poco antes, casi al pasar, Kuhn cita una frase de Francis Bacon que resume esta postura: “la verdad surge más fácilmente del error que de la confusión”. La anomia, el malentendido, el desplazamiento de sentido es el gran enemigo por vencer. Como si no pudiese pensar la destrucción sin alguno de sus pares complementarios: destrucción/conservación, destrucción/construcción. Como si a la ciencia, a la sociología e incluso a la crítica cultural les fuera vedado un concepto, un lugar, un estilo: la negatividad radical.

En sus clases sobre lo neutro, Barthes define de la siguiente manera el concepto en cuestión: “Defino a lo neutro como aquello que desbarata el paradigma. Allí donde hay sentido, hay paradigma”. Ya no se trata de reemplazar un paradigma por otro, sino de cuestionar la idea misma de paradigma. Allí donde hay sentido, hay poder; y si alguna actividad lleva a cabo la literatura es la de poner el sentido en suspenso, quebrar la cadena lingüística, forzar la lengua a su error.

Como es sabido (pero ¿es sabido?; y si es sabido, ¿por qué casi no se dice?), buena parte de la literatura y el arte contemporáneos han quedado atrapados por la convencionalidad, la trivialidad, la pretensión que no pretende nada, el marketing, y la pura y simple tontería. Sin embargo, entre esos pliegues aún se encuentran resquicios; la mónada del deseo loco de novedad, de la afirmación en el suspenso, la disolución de las jerarquías, el aún más loco deseo de destrucción, de destrucción de la sintaxis, de demolición del sentido (pero ¿destruir?, ¿y la responsabilidad ética?, ¿y la pregunta de a dónde lleva la destrucción?, ¿y las enseñanzas de la historia?, ¿y la memoria?, ¿y la teoría de los dos demonios?). Ocurre que la literatura, al menos la que a mí me interesa, hace de la negatividad su fortaleza, su morada, su posición en el mundo. Vive en estado de anomalía latente, entre presente y ausente, siempre a punto de surgir: la anomalía que aparece y destruye todo lo que toca, todo lo que la rodea; modifica el entorno, el habla cotidiana, la doxa; es la destrucción sin ruinas. Blanchot: “La literatura marca pero no deja huella”.

La anomalía de la literatura se instala como singularidad. Pertenece a una comunidad en la que el inacabamiento es su principio, pero tomado como término activo, designando no la insuficiencia o la falta, sino el tránsito ininterrumpido de las rupturas singulares. De tal modo, cada escritor inaugura una comunidad. Pero este gesto inaugural no funda nada, no conlleva ningún establecimiento, no administra ningún intercambio; ninguna historia de la comunidad se engendra allí. Se inaugura como destrucción, como interrupción, como demora. En ese resquicio, el arte vive en estado de paradoja: es anómalo y a la vez universal.

Hay una novela, una de las grandes novelas mexicanas del siglo XX, Al filo del agua, de Agustín Yañes, que puede servir de excusa –jamás de ejemplo– para avanzar sobre lo que vengo diciendo: un pueblo asfixiante (“Pueblo de mujeres enlutadas”) se prepara para recibir un acontecimiento terminal, brutal, un quiebre, un cambio de paradigma: la revolución. La revolución se aproxima como un tornado, como un cataclismo que destruye todo lo que se le opone: fractura las vidas, rompe las relaciones sociales, modifica la naturaleza de las cosas, acelera la historia; fragmenta también la narración: la novela está hecha de retazos, de monólogos interiores, cambios de ritmo, descripciones inútiles, yuxtaposición de puntos de vista; una escritura entregada al exceso. Pero antes, antes del comienzo del relato, Yañes agrega un breve texto que explica el título: “Al filo del agua es una expresión campesina que significa el momento de iniciarse la lluvia, y –en sentido figurado, muy común– la inminencia o el principio de un suceso”. La revolución, la destrucción, la novela del futuro: no un punto de llegada, no un sueño realizado, no un dato de la historia, sino el temblor de la inminencia, de la víspera, de la noche anterior. Esa anomalía siempre a punto de llegar.

 

Imágenes [en la edición impresa]. Mabe Bethônico, El coleccionista. Destrucción: Caja V: Fuego: Incendios.

Lecturas. T.S. Kuhn, La estructura de las revoluciones científicas (México, FCE, 1985); Paul K. Feyerabend, Contra el método. Esquema de una teoría anarquista del conocimiento (Buenos Aires, Hyspamérica, 1984); Georges Canguilhem, Ideología y racionalidad en la historia de las ciencias de la vida (Buenos Aires, Amorrortu, 2005).

 

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