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Houellebecq. La prisión del nihilismo

NARRATIVA

De Beckett a Bernhard, de Céline a Onetti, no faltan en la literatura del siglo xx ejemplos de exploraciones del fracaso que ahondan en el hundimiento de una cultura y su moral. El francés Michel Houellebecq, con su radiografía descarnada del presente, su aniquilación feroz de las utopías sesentistas y su especulación sombría del futuro, es de esa estirpe de desencantados. La deconstrucción retórica de sus novelas de tesis, con todo, señala los límites de un pesimismo militante que aprisiona la imaginación literaria.

 

Michel Houellebecq es un nihilista con veleidades de profeta. Poco de lo que el nihilismo excluye entra en sus novelas y, a la inversa, poco de lo que sus novelas contienen es compatible con una concepción más auspiciosa o matizada de la vida. Sus protagonistas, que por lo general son sus narradores, se mueven con “una sensación de vacuidad universal”; el sentido apenas palpita en el alivio atávico y forzosamente temporario que encuentran en el sexo. Por supuesto, ni el compromiso ni la rebelión caben, o valen la pena, en el esquema del que forman parte. El péndulo existencial oscila entre el malestar y la resignación. En La posibilidad de una isla, el narrador se resigna a escribir un cansino “relato de vida”. En los aforismos de Rester vivant, Houellebecq propone directamente resignarse a vivir: “La vida es una serie de tests de destrucción. Pasar los primeros, fracasar en los últimos. Fracasar en la vida, pero fracasar por poco. Y sufrir, siempre sufrir… Sin embargo, se debe seguir vivo: al menos por un tiempo”.

El melodrama de la inmanencia se repite de libro en libro, evangélicamente. En un poema de La poursuite du bonheur –una frase de agria ironía– se dice: “La presencia sutil, intersticial de Dios, / ha desaparecido. / Flotamos ahora en un espacio desierto / y nuestros cuerpos están desnudos”. A este desierto se lo trata, desde el título de su primera novela, de “campo de batalla”. La vida, como quien dice, es una lucha. Pero, según Houellebecq, las cosas son aún peores de lo que sugiere el lugar común: el liberalismo ha “ampliado” esa batalla “a todas las edades… y a todas las clases de la sociedad”, volviendo imposibles las interacciones humanas. Cuando puede, Houellebecq escupe las palabras “mundo moderno”, pero este no le parece ni trágico ni absurdo; la tragedia, el absurdo, serían otras tantas de sus mitologías comercializables. El mundo es banal, pornográficamente. Observarlo produce una mezcla de fascinación y asco. Y nada le fascina tanto a Houellebecq como el hecho de que grandes relatos ideológicos del siglo pasado se hayan desmoronado luego de producir, en la frase de Hannah Arendt, la “banalidad del mal”. Semejante constricción deja muy poco espacio para creer en las bondades empáticas de la novela. Pero el nihilismo puede proyectarse también hacia una especie de nostalgia, un oráculo trasnochado.

Estas cuestiones, desperdigadas en sus libros, serían meras excrecencias teóricas si no hicieran cuerpo con una convicción activa sobre lo que la novela debe hacer. En esto, Houellebecq es tan programático, tan celoso de sus intenciones, como Balzac o Stendhal. Ya en su primer libro –un estudio de Lovecraft que lleva el subtítulo, grandilocuente pero significativo, de “contra el mundo, contra la vida”– aparece una visión cardinal: “La vida es dolorosa y frustrante. Es inútil, en consecuencia, escribir nuevas novelas realistas. Sobre la realidad en general, sabemos a qué atenernos; y apenas nos da ganas saber más de ella. La humanidad tal como es no nos inspira sino una curiosidad mitigada. Tantas ‘anotaciones’ de una fineza prodigiosa, tantas ‘situaciones’, anécdotas…”. Antes que nada, conviene tomar semejantes pronunciamientos con pinzas. No hay, estrictamente, ninguna correlación necesaria entre una vida dura y la inutilidad de describirla; si acaso, se comprueba lo contrario en los grandes escritores testimoniales. Pero la falacia en la que se basa el argumento –nótese el acrobático “en consecuencia”– es en sí reveladora. El pasaje propone una relación causa-efecto entre un pesimismo basal y una teoría en miniatura de los géneros literarios. Críticamente, se rechaza el realismo porque se descree del valor inherente de la realidad. Este tropismo nihilista, según Houellebecq, activó literariamente a Lovecraft, llevándolo a construir frondosas mitologías imaginarias. Sin embargo, para el discípulo la misma opción no es viable, como tampoco “detestar todo tipo de realismo” (mis itálicas).

De hecho, Houellebecq va a rechazar cierto tipo de realismo. En su libro siguiente, Ampliación del campo de batalla, expone una idea de la novela que es en gran medida una justificación. Una vez más, encontramos que es una “pura tontería” acumular “detalles”. Houellebecq tiene en mente la resonante nimiedad balzaciana: por ejemplo, cuando Rastignac entra en un salón de alta sociedad con los zapatos manchados de barro, se indica que no ha llegado en carruaje y por lo tanto que no pertenece, como sí sus anfitriones, a la franja social que puede darse el lujo de mantener establos y caballos. Esta complejidad habría desaparecido y, con ella, gran parte de la utilidad descriptiva del realismo. Si ahora los detalles no significan, ¿para qué tomarse el trabajo de anotarlos? El argumento es poco convincente (en La hoguera de las vanidades, cuando el protagonista llega a una fiesta de Park Avenue no en limusina sino en taxi, se siente tan mortificado como Rastignac); pero lo interesante es que Houellebecq busca de nuevo un puente entre vida y arte. Así, “la desaparición progresiva de las relaciones humanas no ocurre sin presentarle ciertos problemas a la novela”. Técnicamente, “la forma novelesca no está concebida para retratar la indiferencia ni la nada; habría que inventar una articulación más llana, más concisa y más apagada”. De esta sentencia se suele inferir que Houellebecq se opone al realismo. Pero Houellebecq quiere serle fiel a esa indiferencia. O sea, ser representativo. El nihilismo no llega a horadar los supuestos de la novela mimética. (Uno podrá disputar, con cierta razón, qué tan real es la desaparición de las relaciones humanas.) Lo que a Houellebecq parece molestarle son las entidades “innecesarias” que lo distraen de la representación. Al espejo de Stendhal, prefiere la navaja de Occam. Ese es, quizás, el “objetivo filosófico” que lo obliga a “podar”, “destruir una multitud de detalles”.

Houellebecq ha dicho, asimismo, que “el estilo no tiene la más mínima importancia”; pero su estilo demuestra lo contrario. Como Camus, su gran influencia, es un artista de la disminución. A diferencia de Camus, le rehúye al lirismo. La economía de su prosa explora dos áreas que tienen que ver menos con la novela que con el ensayo: el uso del aforismo y el gusto por el discurso científico. Quizás sea útil observar que ambos están retóricamente relacionados, en cuanto fomentan definiciones generales. Pero la generalización aforística (“Historia magistra vitae”) es muy distinta de la generalización científica (“La suma de los cuadrados de los catetos es igual al cuadrado de la hipotenusa”). A grandes rasgos, la primera es persuasiva; la segunda, predictiva y falseable. Un novelista que juegue con estas modalidades deberá tener la distinción en mente. Porque el problema surge cuando se pretende revestir al aforismo de una pátina apodíctica, hacerlo pasar por una definición científica. Houellebecq cae y recae en él. Por ejemplo, en un momento de Plataforma en que tres personajes se juntan en un bar, el narrador extemporiza: “Los grupos humanos compuestos de por lo menos tres personas presentan una tendencia aparentemente espontánea a dividirse en dos sub-grupos hostiles”. O: “Es en la relación con el otro que uno toma conciencia de sí; es eso lo que hace la relación con el otro insoportable”. A frases así las salva el humor, pero hay en ellas algo fundamentalmente antinovelesco. Mis personajes, parece decir Houellebecq, actúan de tal manera porque todo el mundo actúa así. Pero los personajes no son hipotenusas, y sus impulsos son aquello de lo que tiene que convencernos. Atrapados en la estadística, pierden corporeidad. Uno echa en falta lo que Henry James llamaba “solidez de especificación”, y es por supuesto imposible que la vaguedad sea representativa.

La relación de Houellebecq con la ciencia es más interesante, aunque igualmente oblicua. Por un lado, elogia su metodología y no deja de contrastarla, intelectualmente, con la “mediocridad de las humanidades”. Por el otro, no le interesa demasiado retratar la ciencia en sí –como le puede interesar, entre sus contemporáneos, a Ian McEwan–. Houellebecq recuerda más bien a Coleridge, quien asistía a las clases de astronomía de Herschel para “renovar las existencias de metáforas”. En el vocabulario de las ciencias, identifica “un estimulante extraordinario para la imaginación poética […] Al introducir en el relato fantástico el vocabulario y los conceptos de las áreas del conocimiento que parecen más extrañas, [se] consigue hacer explotar su marco”. Dicho de otra forma, ese vocabulario le atrae menos científicamente que por su valor simbólico. Así, la metaforicidad de la ciencia, su capacidad de alumbrar mitologías, son centrales en novelas como Las partículas elementales y La posibilidad de una isla (en la primera, un genetista sienta las bases de una especie perfecta e inmortal: qué mayor mito). Lo extraño es que el autor, tan atento a las “mutaciones metafísicas”, no parezca consciente de que este encandilamiento cientificista calca los grandes relatos ideológicos que tanto denosta en otras páginas. Es trillado decir que el marxismo reemplazó el paraíso cristiano por la revolución proletaria; menos a menudo se observa que las promesas de la ciencia contemporánea operan una secularización similar de lo mesiánico. Tales promesas no son ciencia, sino ideología.

Todo esto es relevante porque, después de Plataforma y Lanzarote, La posibilidad de una isla traza un epiciclo temático y vuelve al terreno de Las partículas elementales, a la idea de un futuro posthumano que se desprende de una utopía científica. Genéricamente, de nuevo la ficción anticipatoria enmarca un relato contemporáneo al autor. La elección no es inocente. Houellebecq anotó, en el ensayo Sortir du XXe siècle (primera frase: “La literatura no sirve para nada”), que la ciencia-ficción es capaz de “realizar una auténtica puesta en perspectiva de la humanidad, de sus costumbres, de sus conocimientos, de sus valores, de su existencia misma; [es], en el sentido más auténtico del término, una literatura filo-sófica”. De tomarle la palabra, cabría esperar que La posibilidad… aspirara a una potente elaboración estilística y narrativa. Pero, para lograrla, Houellebecq debería evitar su característica propensión al dictamen y a las definiciones seudocientíficas rayanas con la vaguedad; o sea, conquistar su dogmatismo. Las buenas novelas de anticipación –Houellebecq cita a Ballard y a Philip K. Dick– “ponen en perspectiva” aspectos de la humanidad por medio de planteos alegóricos, pero son además exactas sociologías imaginarias. Houellebecq, en cambio, pretende deducir de su pesimismo una especie de antropología general, cuya consecuencia sería su relato. Esto no es perspectiva, es la glorificación de una estrecha creencia individual. Es la imaginación aprisionada en el nihilismo.

Más aún, el nihilismo atrapa a los personajes en un marco ideológico que los precede y limita sus actos. En La posibilidad…, hay dos relatos alternados que avanzan de manera acumulativa. El primero recorre la vida de Daniel 1, un comediante misógino, racista y algo sexópata que, para mayor conveniencia narrativa, es millonario y no debe pasar por ninguna de las molestas pruebas económicas de la novela burguesa. Daniel está puesto ahí, como tantos personajes de Houellebecq, para focalizar “la inanidad del mundo”, y su biografía es una serie de odios y deseos truncos; las mujeres que lo rodean, mientras tanto, parecen tener dos opciones, el sexo a escala épica o el suicidio. En un relato paralelo, aparecen Daniel 24 y Daniel 25, dos clones “neo-humanos” de Daniel 1, modificados genéticamente para no sentir ninguna de las emociones que tanto hicieron sufrir al original. Los neohumanos viven unos dos mil años en el futuro, en un mundo anómico y disgregado. Si hay una intriga, es cómo se llega de un relato al otro. Y uno esperaría una progresión en términos políticos, históricos, científicos, morales, o sea una versión plausible de la historia futura. Pero a Houellebecq lo pierde, una vez más, su nihilismo profético. El lazo entre el presente y el futuro es así una revolución científica impulsada por una secta new-age calcada de los raelianos. Esta parte de la trama consigue ser, al mismo tiempo, científicamente implausible, políticamente ingenua y narrativamente pueril. Nadie duda de que la ficción anticipatoria pueda crear una coyuntura inquietante; es el caso, por dar un ejemplo reciente, de Oryx & Crake de Margaret Atwood, donde también aparece una especie posthumana. Pero para eso hace falta una imaginación más flexible que la de Houellebecq. Obnubilado por su propia tesis, Houellebecq no llega a ser convincente ni narrativa ni ideológicamente. Deseoso de probar que no hay salida para la humanidad, acaba probando que no hay salida para la novela de tesis.

La posibilidad… termina siendo, a diferencia de Las partículas…, una novela sobre la imposibilidad de llevar a cabo cualquier utopía. Los neohumanos se consideran seres transitorios y esperan la llegada de “los futuros”, que se sugiere nunca van a llegar. Tampoco queda mucho del tono azucarado del final de Las partículas…, en donde la nueva especie miraba atrás y se compadecía del ser humano, “esa especie dolorosa y vil”, “que sin embargo no dejó de creer en la bondad y el amor”. Unos pocos humanos sobreviven en el futuro de Daniel 24 y 25, pero lo hacen en un estado de salvajismo absoluto, “sin ningún signo de actividad mental, intelectual ni artística; lo cual se correspondía con la conclusión de los pocos investigadores que se habían abocado a la historia de los salvajes: en ausencia de toda transmisión cultural, el desmoronamiento se produjo con una velocidad pasmosa”. Daniel 25 concluye: “Bajo el imperio de la naturaleza, la vida de los animales salvajes no era sino dolor… La vida de los hombres había sido, mayormente, parecida”. Estas observaciones y otras similares conllevan una teoría de la naturaleza humana tan infundada como la del buen salvaje de Rousseau. Y más allá de que la moral implícita sea dudosa o reaccionaria, conducen al novelista a un callejón sin salida.

Saul Bellow una vez se preguntó: “¿Cómo se pueden resistir los controles de esta inmensa sociedad sin volverse un nihilista?”. El problema era Sartre, pero podemos extender sus reflexiones a Houellebecq: “nuestros amigos franceses invariablemente ven la respuesta a todos los problemas que conciernen a la verdad como avasalladores e imponentes, desagradables, hostiles a nosotros. Quizás, sin embargo, la verdad no es siempre tan punitiva […] Quizás haya verdades del lado de la vida. Estoy bastante dispuesto a admitir que, como somos unos mentirosos empedernidos y nos engañamos a nosotros mismos, tenemos buenas razones para temerle a la verdad, pero no estoy tan listo a perder la esperanza. Es posible que haya algunas verdades, al fin y al cabo, que sean nuestros amigos en el universo”. Lo cual es también una creencia. Pero nótense los “quizás”, la cautela adjetival, el tacto, la humildad metafísica. La lección está en la voz: el primer compromiso es la duda. Un novelista de la inteligencia de Houellebecq no necesita menos detalles, sino menos certezas.

 

Imágenes [en la edición impresa]. Mabe Bethônico, El coleccionista. Destrucción: Caja V: Fuego: Incendios.

Lecturas. Además de las novelas de Houellebecq y los poemas de La poursuite du bonheur (Librio, 2000), me resultaron muy útiles diversos ensayos recopilados en Lanzarote et autres textes (Librio, 2002), y Rester vivant et autres textes (Librio, 1999), así como el estudio H.P. Lovecraft, contre le monde, contre la vie. Para la relación entre ciencia e ideología consulté Straw Dogs (Londres, Granta, 2003) de John Gray, y Evolution As a Religion (Routledge, 1986) y Science and Poetry (Routledge, 2001), ambos de Mary Midgley. La cita de Saul Bellow pertenece a la entrevista de The Paris Review N° 36 (invierno, 1966). Todas las novelas de Houellebecq aparecieron en Anagrama, excepto la última, La posibilidad de una isla, editada por Alfaguara (Buenos Aires, 2005).

 

1 Mar, 2006
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