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Cuerpo argentino

IDEAS

 

Apuntes sobre un estilo.

 

Vine a vivir a Buenos Aires en 2009. Creía saber algo de la cultura de este país por haber leído numerosos ensayistas de “lo argentino”. Pero fue recién entonces cuando de veras me encontré con su cultura. Y lo que conseguía divisar estaba interferido por lo que durante tantos años había leído: de Sarmiento o Alberdi, a Borges o Ramos; y un largo etcétera. Esa “Argentina” era, a menudo, una serie de afirmaciones abstractas, a veces un puñado de hipótesis para eventuales observaciones.

Cuando casi todas esas ideas se fueron desprendiendo como cáscaras (o al ir decantando algunas de ellas), empecé a comprender que no me encontraba delante de una sociedad. Más bien estaba (estoy) dentro de una urbe llena de gente (vivo en Capital y a menudo me digo: ¿cómo será “Argentina”?), rodeado de gente que veo moverse, actuar, gesticular, hablar, discurrir, pelear. Como en cierto poema de Fogwill, vivo sumergido en una pecera, mirando peces boquiabiertos (como yo). Lo que deseo decir desde Buenos Aires no es lo que otros, o yo mismo, pudiéramos pensar. Prefiero apuntar unas pocas cosas que saltan a la vista y pueden ser descriptas: series de cuerpos heteróclitos de capital y provincia, más o menos relacionados en torno a lo que solemos denominar un “estilo”. La realidad de los cuerpos entre los que vivo dejó en suspenso la mayoría de las teorías que conozco. Y el hecho es que muchos cuerpos que me rodean parecieran tener cierto estilo.

Desde los años sesenta me llamaba la atención la marcada presencia corporal argentina. En playas, calles, salones o tiendas del provinciano Uruguay donde vivía. En Brasil eran proverbiales frases como: gesticula (o habla, o saca pecho, o viste, o huele, o se pavonea) como argentino/a. En el Chile de los sesenta y setenta los chistes de argentinos eran tan frecuentes como en Argentina los de gallegos. En el París del 68 de mi formación, algunos compatriotas sacaban la cabeza: serenos y modestos como Cortázar o Seguí, o de gesto altisonante como pintores pop tiñendo el Sena, poetas pitucos jactándose de ser “argentinos hasta la muerte” o damas con los primeros implantes mamarios que me fue dado contemplar de cerca. Son ejemplos para plantear que los argentinos han sido vistos de cierto modo, con cierto sello. Eso hace uno con lo que tiene fuera, incluso si extrapola, generaliza o exagera. Se lo llama estereotipo, ficción considerada aceptable porque permite ordenar un poco lo que se tiene a la vista. Un estereotipo implica que pagan justos por pecadores: sólo son visibles aquellos que tienen los medios para viajar al extranjero, hecho que sin querer los transforma en imagen del noventa y nueve por ciento restante. A pesar de sus evidentes limitaciones, una iconografía se difunde a la velocidad de la luz, antes de cualquier reflexión seria: brinda explicación inmediata de un estilo o manera de ser. Si no se maneja con cuidado, un estereotipo se torna prejuicio.

Sea como fuere, la argentina era una impronta física demasiado marcada para mi gusto: me acostumbré a eludir formato tan explícito, por el expediente de declararme… “uruguayo” (¿sin querer? imitaba al Copi de la novelita consabida). Me quedó dando vueltas que hay un tipo de argentino al que le importa en extremo su cuerpo. Mejor dicho: cierta gente que observo actúa como si su persona fuera una carrocería acondicionada para que puedan (ad)mirarla.

Pero ya dije que no conozco mucho de Argentina. Simplemente vivo en Buenos Aires y en general me limito a dar ejemplo sobre algunos porteños o argentinos que veo moverse en la ciudad. Por ejemplo: sospecho que no escasean los convencidos de que “importa que se (me) note”. No menciono el cuidado, laudable, del físico, sino el gusto, afán u obsesión por mostrarse y parecer, y para eso de producirse todo lo que sea necesario, et plus encore. Digo que de repente unos cuantos aspiran a emular cierto estilo.

Por todos lados diviso cuerpos categóricos en materia de atuendo, cosmética o modales. Su autoimagen marcadamente retórica contraría la semblanza de Bioy Casares: definía al gaucho (según él, ancestro del argentino actual) como “carente de énfasis”. ¿Cómo? ¿Habrá visto don Adolfo un solo gaucho en su vida? Porque lo que percibo en las calles de la ciudad es, al contrario, el cultivo de todo tipo de acentuaciones, formas de marcar una presencia personal que ante todo se quiere física. Al menos estos no parecen provenir de la estirpe soñada por Bioy.

 

Posicionarse. Veo cuerpos ocupadísimos en tomar posición. En la vida pública concreta de aquí es mejor posicionarse. Esto equivale al basquetbolero “ganar la posición”: postura (mía) que antepongo (a la de otros), colocándome antes. Se podría entender para sitios atestados, como buses y subtes, pero muchos que veo lo extienden a otros ámbitos. Si el pasajero bar celonés a menudo esquiva y el tokiota se hace de goma y desaparece en la compactación ferroviaria, el de aquí (¿porteño, bonaerense, de provincia, del Mercosur, de quién sabe dónde?) endurece la espalda, mete codo o establece “su” espacio con un zapato que avanza centímetro a centímetro hacia territorio considerado por lo visto adverso. A menudo sin siquiera darse cuenta.

Esta falta de ductilidad de “la mente del cuerpo” (me refiero a una interioridad que se expresa en un sin-pensar moviente) queda patente en el transporte público: si los neoyorquinos avanzan de frente, como enormes bulldozers, aquí son más furtivos y van por detrás, en devolución de algún agravio del vecino o de forma simplemente preventiva, marcando cancha.

Esas anatomías torpes y rígidas del colectivo o el subte no son silenciosas. Característica de los cuerpos en el espacio público local es la sonoridad. Muchos, muchos “hacen ruido”, incluso al ingresar en lugares donde se supone que impera el silencio (hospitales, salas de concierto o de meditación). En espacios abiertos la gente gesticula (tanto o más que italianos), habla en tono alto (tanto o más que españoles). En un vagón de subte pocos se inhiben en avisar por celular que van con retraso, que les sacaron la muela, que quieren “matar” a alguien, que están llenos de dudas o deudas. En colas, semáforos y esperas la gente charla (cualidad que aprecio, sobre todo viniendo de Japón), incluso cotorrea.

El posicionamiento verbal de muchos tiene un primer vector, si no me equivoco bastante generalizado: la crítica. A veces, encontrarse con alguien consiste en unirse en la crítica de un tercero (“el ausente siempre tiene la culpa”), o de algo. Más vale eso para mantener la concordia. Porque si surge y se afirma un desacuerdo entre consuetudinarios criticones, se arma la discusión y va subiendo el tono (hay mucho iracundo por aquí), como puede atestiguar cualquiera que vaya a leer a los bares. Los uruguayos (que, por cierto, están lejísimos de ser “mejores”, y lo digo ya para contrariar una extendida creencia mitológica local) siempre se preguntan: ¿por qué no conversan, antes de ponerse a gritar? Tal vez la gente “de aquí” adora discutir y se autoafirma en la confrontación. O acaso es una forma algo pugilística de entender la discusión lo que lleva a pelearse con lamentable facilidad.

Alguien cercano suele decir que Buenos Aires es una ciudad que maltrata a sus habitantes. Prolongo por mi cuenta, preguntándome si el difundido hábito de quejarse, segunda constante del posicionamiento local, no se relaciona con lo anterior, exteriorizando lo que se vive como malestar individual contagioso, algo así como una epidemia. La queja es un recurso frecuente para trabar conversación. Si esta se anuncia larga, los interlocutores empiezan explayando sus motivos de lamento: de origen interno (la quinta lumbar, el insomnio, el estreñimiento, la calvicie, el pie plano) o externo (de la política a la novia o al jefe o al clima, pasando por las mil penurias de la vida urbana). Recién cuando ambas partes han intercambiado botellas medio vacías pueden dedicarse a paladear mitades llenas, a menudo deliciosas, nutritivas.

Y así llegamos al tercer vector, el posicionamiento argumental. Los locales lo consiguen mediante el uso intensivo y extensivo de la interrupción (verbal, con apoyo gestual). Hago constar que lo que sigue es opinión emitida por alguien acostumbrado a oscilar entre dos extremos: o hablo solo sin que nadie me interrumpa (me ayuda mi actividad profesional), o durante el intercambio me vuelvo en ocasiones interrumpidor serial que corta, tilda, completa o glosa lo que otra/o, pobre, intentaba decir. Es algo que no me enorgullece y contrarresto observando a la gente y escuchando en silencio. Asombra la cantidad de veces que unos cortan a otros. No sólo pierde peso la argumentación (aunque gane en lábil y digestiva variedad), sino que quedan fuera de pista los más lentos, tímidos, inseguros o simplemente pausados.

Desde el punto de vista de la práctica del Zen, todos somos “bonbu” y “bodhi” al mismo tiempo: o sea, seres tediosamente comunes, vulgares, corrientes; y a la vez en proceso de continua aclaración. Pues bien, el “bonbu” porteño tal vez hace cierto en su cuerpo el viejo adagio futbolero: no hay mejor defensa que un buen ataque. Milenios ha, los romanos aconsejaban: si vis pacem, para bellum. Y desde hace tiempo conocemos la reflexión de Foucault: el primer gesto de afirmación de una identidad individual es oponerse a las otras, y apartarlas. Así parece funcionar el “hemisferio ‘bonbu’” de nuestro cerebro. Muchos se confunden un poco y lo llaman “ley de vida” o, si se confunden del todo, “naturaleza humana” (continuará).

 

Mirarse, broncearse, cubrirse, descubrirse. Miro gente que concurre a la ribera del Paraná de las Palmas, a la altura de Otamendi o Escobar. No desde Tigre, excrecencia de la capital pudiente. Enfoco un público popular (nacional o foráneo), residente por ejemplo en Matheu, Pilar, Pacheco u otras localidades de la zona, llegados a tomar el fresco y pasar un día de verano. En el Recreo Joy o en la rambla de tierra donde atraca la draga los veo de picnic o pescando. Montan parrillas en elásticos de cama repletos de carnes y achuras, juegan al truco, coquetean, duermen. Muchos con musculosa o a pecho descubierto; chicas en dos piezas, sin ningún exceso. No vi trajes de baño, aunque fueran al agua. Bermudas, aunque también pantalones largos arremangados: ellos. Ellas: jeans ajustados con tacos, pechos fuertes, sin mangas. En la cabeza, gorras de visera, o nada. Andan en grupos familiares o de amigos. Lo propio de estos cuerpos bajo el sol es que no “toman” sol. Simplemente “están” al sol, como también al aire y en contacto con el légamo hasta los tobillos; o nadando en un recodo profundo, frente a un cartel que reza (que implora, sin éxito): “Prohibido bañarse”. Esos cuerpos no ocultan ni ostentan. Tan poco espían que no nos ven, adornados (como de modo inevitable cada cuerpo) por detalles que delatan el medio social. Están ajenos a ir a la playa, ausentes del concepto de costa. No van a lucirse pero se ven palpitantes, sin siquiera pretenderlo, por simple presencia. Disfrutan a secas lo que se mantiene gratis (agua, sol, verde, compañía) sin exhibicionismo, “mostrando” sin querer “demostrar” (como le pide Ezra Pound a la poesía).

Fundido. La pantalla se nubla, abriendo a corte publicitario. Retomo la tele de mi imaginación en la costa atlántica. ¿Por qué no Pinamar? La tarea de los que se asolean es ahora bien distinta. Ellas llevan menos, a veces sólo hilitos, sobre el cuerpo. Pero la parquedad es el medio para enfatizar lo poco que en realidad “cuenta”. A veces una figura airosa, casi siempre una visera de golf, accesorios de marca, un tatuaje insinuante. Pertenencias sociales condensadas en anillos o cremas o lentes de sol. “Mira quién soy” equivale a “Mira lo que llevo puesto”. Hacen como que no miran ni las miran. Pero sus gestos revelan que están ahí justo para lo contrario: ademanes estudiados (parecidos de una carpa a la de al lado), cabelleras rubias (a veces naturales) que flamean al viento, miradas de soslayo. El asunto es sobresalir entre las mujeres para atraer a los hombres. El silencio de la mostración femenina es el suspense de su forma de seducir. Los hombres ostentan jugando (pelota o pelotita), paseando con cierta afectación sin reconocer lo que espían con el rabo del ojo: edad, estado civil, situación social, nivel de inhibición/exhibición de cada espécimen del elenco femenino. Todo ha de ser dicho (y captado) sin que medien palabras: se encontrarán luego en el bar, en el club, en la pista, en la calle. Este jueguito adulto implica que los niños jueguen a los suyos lo más lejos posible: si el bolsillo lo permite, embistiéndose duna arriba con sus cuatriciclos homicidas; o jugando a hacerse milanesas; o durmiendo las horas que quedaron pendientes de la noche anterior.

La forma emprolijada de estar al sol le gana por goleada a la popular: tiene a su favor el martilleo persuasivo de los medios. Tapas de revistas, chismes en las columnas de los diarios, noteros de la tele que recorren la playa pescando indiscreciones. Con lo cual, millones de mirones pueden soñar, sentados en la vereda calcinada de su calle, cómo será la vida de esos cuerpos capturados en foto o reportaje. Si van a San Clemente del Tuyú, igual se acercan un día para espiar la fauna que aparece en los medios: verán a más de los que piensan procedentes de sitios parecidos al de ellos, sólo que pasados por Bailando por un sueño u otros trampolines vedetistas, vueltos famosos y llenos de pretensiones. Si ese fuera el caso, la fuerza de la identificación se verá multiplicada: “yo podría ser uno de ellos”.

 

Lecturas. Para Marcel Mauss (Ensayo sobre el don, Buenos Aires, Katz, 2009), “todo regalo pasa por un cuerpo”, por vía de género, edad o anatomía. El cuerpo en sí mismo es el objeto de intercambio más preciado: tanto asegura la vida (reproducción) como la muerte (guerra). Sobre el cuerpo como “superficie de mostración”, ver Alberto Silva, Zensualidad (Buenos Aires, BLL, 2013). Sobre una visión del cuerpo en contextos socioculturales como el argentino, ver David Le Breton, Antropología del cuerpo y modernidad [1990] (Buenos Aires, Nueva Visión, 1995).

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