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Algo sobre mi padre

NARRATIVA

Los vínculos familiares despiertan sentimientos encontrados que muchas veces escapan a nuestra capacidad de interpretación. ¿Qué lectura se puede hacer de un sistema de síntomas que se escurren en la ambigüedad de los afectos? ¿Cómo escribir esos síntomas, sin reducir su indefinición a un conjunto de afirmaciones tranquilizadoras o sensibleras? A partir de la invocación del recuerdo del padre y de la lectura de la novela Íntima, de Roberto Appratto, este texto explora cómo la literatura que intenta dar cuenta de los secretos y azares del vínculo familiar sólo puede resultar en una escritura –y en una memoria– del puro desvío.

 

Una tarde muy triste, para consolarme, y también para disculparme por haber tenido que dejarlo solo en la clínica en que estaba internado, traté de recordar y escribir la imagen de papá que me parecía más feliz, la que mi memoria podía ofrecer como prueba de que, al fin de cuentas, nos quisimos y compartimos, del modo equívoco en que pueden compartir algo de sus vidas un padre y un hijo, momentos dichosos. En una de las mesas del bar del aeropuerto de Córdoba, mientras esperaba el avión que me devolvería a Rosario, sobre unas servilletas que después guardé dentro de un libro y que al final perdí, escribí que si alguien me preguntaba en ese momento cuál era la imagen de papá que más me gustaba recordar, mi respuesta inmediata habría sido: la imagen de papá esperándome en la plataforma de llegada de una estación de ómnibus, o mejor, la imagen de papá en el momento en que me reconoce entre los pasajeros que descienden. Puede ser en Buenos Aires o en Córdoba, en Tucumán, incluso en Rufino, el ómnibus ya se detuvo y desde la fila de los ansiosos que apuramos la llegada descubro a papá entre los que esperan. Todavía no me ve y está alerta, en una anticipación de todo el cuerpo que se prepara para la alegría de los besos y los abrazos. Ahora sí, me descubre, y viene a mi encuentro. Se mueve con una mezcla de dureza y plasticidad que, sin proponérselo, resulta elegante, como si en el presente del cariño algo del pudor y la timidez originarios se ablandase con la visión de la llegada del hijo. Sonríe, con entusiasmo, con generosidad, y la cara, que ya era encantadora en la espera, ahora resplandece. Aquí no hay dudas, la fuerza de esta imagen suspende la cantinela familiar de los olvidos y los resentimientos. Acabo de llegar y, sin decir nada y sin saberlo, papá me da lo mejor que un padre le puede dar a un hijo: la certidumbre de que es bienvenido.

Si este fuese el comienzo de un ensayo o una narración sobre mi padre, sobre lo que mi memoria de hijo imagina que fue nuestra relación, la conmovedora fijeza del primer recuerdo tendría que ir descomponiéndose progresivamente para que la escritura, mientras describe un movimiento espiralado alrededor del núcleo ambiguo que subyace a cualquier forma de amor filial, pudiese alcanzar otras zonas menos idílicas pero también verdaderas de lo que compartimos. Para casi todos, la figura del padre convoca desde la infancia sentimientos de cariño y de malestar, arranques de admiración y de enojo, y muchas veces las dos cosas en un mismo recuerdo. Pero aunque casi todos vivimos esa tensión entre proximidad y rechazo, son pocos los que en el momento de rememorar el pasado junto al padre no ceden a la tentación de reducirla para enternecerse o crisparse con una versión de lo que ocurrió acabada y sentimentalmente unívoca. ¿Cómo cumplir con el padre sin dejar al mismo tiempo de cumplir con uno mismo? Hay que aprender a aceptar las señas que todavía hace la verdad a través de algunos recuerdos incómodos y difíciles de manejar, y arriesgarse a descubrir una forma –que después se reconocerá como propia– de hacer que la escritura evoque, en el proceso de armarse y descomponerse, las asimetrías y las complementariedades entre esas dos vidas enlazadas definitivamente por los secretos y las trivialidades de lo familiar.

¿Cómo cumplir con el padre sin perder la ocasión de experimentar, en su nítida evanescencia, los contornos de la identidad formal del hijo? En Íntima, una de las más perfectas y conmovedoras narraciones del género “mi padre y yo”, Roberto Appratto se plantea esta pregunta, con una lucidez que debe mucho a lo que él mismo reconoce como su proverbial pasión por la frialdad y el formalismo, mientras ensaya un procedimiento de rememoración y escritura que, aunque recuerda los hallazgos de Thomas Bernhard, se impone al lector como el resultado feliz e irrepetible del encuentro de una sensibilidad y una historia singulares con la singularidad de una escritura capaz de hacerles justicia. Como Bernhard, Appratto encadena recuerdos y reflexiones en la extensión sintáctica de un único párrafo tan largo como largo es el libro, y la ausencia de puntos y aparte es también en su literatura un artificio que en seguida se vuelve imperceptible por la eficacia con la que sostiene el movimiento de la rememoración. La diferencia la hace el tono, que como todo tono es al mismo tiempo cierto e irrepresentable, pero al que se puede identificar, según la intuición de Elvio Gandolfo en el “Post-facio”, como “un tono de voz”, “de voz escrita, más que hablada”. El pasaje continuo, sin sobresaltos, de las imágenes o las anécdotas a la reflexión sobre lo recordado o sobre el proceso de recordar y escribir, es obra de la enunciación de esta voz intransferible en la que se da una coexistencia compleja, pero sin fricciones ni disonancias, del pensamiento con la emoción.

Íntima comienza con un recuerdo feliz, un recuerdo de infancia que condensa lo mejor de la convivencia del niño Appratto con su padre, el famoso pediatra José Antonio Appratto, una “personalidad” dentro de la sociedad montevideana de los años cincuenta y sesenta. Como el que imagino para el comienzo de mi propio ensayo o narración autobiográfica (la ausencia de límites entre narración, ensayo y autobiografía es también la elección formal de Íntima), no se trata de un recuerdo puntual, sino más bien de una escena arquetípica. Entre sus ocho y catorce años (la infancia, como se sabe, dura tanto como la promesa incumplida que la constituye), a mitad de mañana, el hijo veía cómo el padre interrumpía de golpe el ritual de los preparativos antes de salir a trabajar, se quedaba parado frente a él y, “con una afinación perfecta”, silbaba, le silbaba, algún tango de De Caro, de Cobián o de Mora, que en ese momento le venía a la cabeza. El espectáculo diario del padre ejercitando para él su talento musical, manifestando con soltura, a través del gusto y el “oído”, la “zona desinteresada” de su vida, era la mejor prueba de cariño que podía recibir un hijo que no volvería a verlo durante el resto del día. Ya adulto, el hijo que se convirtió en escritor, el que lo defraudó porque no quiso seguir una profesión liberal pero heredó su gusto musical y su oído, recuerda que lo que el padre le dejaba oír en aquellas mañanas era nada menos que “la segunda voz de su vida”, la voz desconocida de la figura pública que pocos sabían escuchar, acaso su voz más entrañable, la que ahora se le antoja la voz de lo más libre y abierto de su intimidad. El hijo recuerda desde y para sí, en un presente múltiple que es, entre otras muchas cosas, el de su propia paternidad. Sus recuerdos hablan menos de una voluntad de regresar al pasado que del deseo de que, en su retorno, el pasado revele lo mejor que tiene el presente para ofrecerle al futuro. Como Patrimonio de Philip Roth, o Experiencia de Martin Amis, otras buenas narraciones del mismo género, Íntima es esencialmente un texto de reconciliación: Appratto lo escribió algunos años después de la muerte del padre, para recuperar el diálogo que quedó interrumpido cuando las diferencias generacionales los convirtieron en antagonistas, y para remediar la culpa y la tristeza por no haberle podido hablar con sinceridad cuando la enfermedad y la depresión lo redujeron a silencio en sus últimos años. Aunque se trata del diálogo con un muerto, la exigencia ética y formal de cumplir también con uno mismo le impone a la empresa de la reconciliación un camino difícil que tiene que recorrer, a medida que lo descubre, con mucho cuidado, sin ceder ni al resentimiento ni a la “blandura”.

“Es extraño el recuerdo, porque no es puro sino mezcla de lo que yo pensaba en el momento mismo, en que vivía a mi vez una mezcla de fascinación y molestia, y lo que pienso ahora, que es en realidad la fuente de todo, pero tampoco es pura. Detesto esos escritos sobre padres o madres o hermanos que ceden a la blandura o al olvido o al deseo de tener una gran capacidad afectiva o un pariente entrañable. En todo caso, uno sufre con eso, aunque crea que cumple con el padre.Yo no puedo ser sólo hijo, del mismo modo que mi padre no era sólo padre; por eso hay que cumplir con él, y con uno, de otra manera.” Como lo que el hijo quiere escribir es una versión de algunos hechos de la vida del padre en relación consigo mismo, para que esta versión sea algo más que la suya, en un afán de desubjetivación más que de objetividad, se deja orientar por ese foco ambiguo en que se afirman a un mismo tiempo la fascinación y la molestia: él ilumina (localiza más que revela) los misterios de la infancia, el secreto de la paternidad y la no menos secreta condición de ser hijo. ¿Quién era aquél que en una sola figura mezclaba lo confuso y lo luminoso, que incluso en la más familiar proximidad, durante un paseo por la playa (¿por qué nunca se metía al agua?) o al regresar del fútbol un domingo (¿en qué pensaba mientras caminaba hacia su pieza?), parecía estar siempre a una distancia insalvable? ¿Y yo, de dónde salí? Para saber o entrever de dónde salió, incluso un narrador tan lúcido, frío y formalista como Appratto tuvo que dejarse ganar por una sensibilidad infantil. “La infancia es la disponibilidad misma, el lugar de encontrar”. El devenir-niño de Appratto es el resultado, no de una disminución, sino de una transformación de sus facultades adultas. En lugar de identificar y ordenar sin fallas cualquier colección de objetos, como en los juegos infantiles para seducir a los adultos, la memoria recibe “los recuerdos que bajan físicamente, como de otra dimensión”, para que la escritura barra las “adherencias poéticas indeseables” y fije inmediatamente su verdad, que es, en principio, la de las asociaciones circunstanciales y los encadenamientos que se van tramando azarosamente. Cuando en el curso de ese movimiento de continuas superposiciones una serie de recuerdos cristaliza la percepción y la valoración del padre en una imagen demasiado definida, la memoria, menos por obediencia a los dictados de algún principio constructivo que por la presión que ejerce sobre ella el fondo de ambigüedad del que se desprende la imagen, manifiesta su disponibilidad para que aparezcan otros recuerdos que desplacen la perspectiva.

“La reducción de mi padre a un mínimo común denominador es imposible: todo va en otra dirección”. La escritura siempre avanza en otra dirección, después de sortear el callejón sin salida del sentimentalismo o el rencor, para intensificar, a través de la rememoración, el proceso múltiple y heterogéneo de la vida –la del padre, tanto como la propia–. El desvío lo provoca por lo general la ocurrencia de un recuerdo poco significativo, el recuerdo de un hábito intrascendente o un gesto involuntario, porque la verdad del proceso se manifiesta mejor en “lo que está por debajo de la intención cotidiana de producir efectos de reconocimiento, de aprobación”. El padre miraba callado a través de una ventana; de pronto decía: “Tango-romanza”, y se ponía a silbar un tango-romanza. Para celebrar sus ocurrencias infantiles usaba apelativos cariñosos raros: “catalán”, “cómico”, o el más convencional “mijito”. Se jactaba de comer “raíces y hojas”, citando no se sabe a quién, con un orgullo de niño. Cuando los escuchaba decir “desapercibido”, a él o a sus hermanos mayores, corregía de inmediato por “inadvertido”, impostando un tono magistral insoportable. Cada fin de año acopiaba los regalos lujosos que le hacían los pacientes, no dejaba que nadie los tocara, y ponía a toda la familia a hacer listas identificando el remitente de cada envío para después mandarle una tarjeta de agradecimiento. Este último recuerdo excede, en verdad, la serie de los poco significativos, porque al reaparecer se convierte en otra escena paradigmática, casi la opuesta a la de los silbidos a media mañana. Se podría decir que para mantenerse “fiel a la verdad” de la vida del padre, Appratto dejó que sus afectos y su inteligencia se moviesen entre esas dos escenas, recorriendo los caminos ambiguos de la rememoración, en los que la generosidad y el desinterés se cruzan continuamente con el egoísmo y el autoritarismo. El padre está en ese movimiento, en su esencial falta de fijeza, tal como lo veía y todavía lo ve el hijo: en cualquier lugar, tendiendo hacia otro; siempre en más de un lugar a la vez.

Mi primera aproximación a Íntima fue por la vía obvia de la identificación. Como Appratto, siempre creí en la excepcionalidad de mi padre. Recuerdo que una tarde, cuando ya sabíamos que la reducción de sus facultades era, además de catastrófica, definitiva, le dije a un amigo que la desaparición de lo que papá había sido hasta entonces significaba, para mí, algo semejante a la desaparición de un artista. Con buen criterio, mi amigo me advirtió que esa clase de exageraciones me iban a ayudar muy poco en el trámite, que se anunciaba largo y trabajoso, y que recién comenzaba, de elaborar el duelo por la pérdida de alguien que todavía estaba vivo. Le di la razón, pero también le aclaré que lo que había querido decir era que al perder papá su capacidad de pensar y hablar del modo curioso en que lo había hecho hasta entonces, lo que se perdía era una forma singular de percibir algunas cosas del mundo y de exponer y argumentar el sentido de esas percepciones, que a veces resultaba encantadora y otras aplastante, pero que siempre nos parecía intensa e irrepetible. Había que escuchar lo que le decían un tango de Gobbi, una película de Favio o un gesto casual de mi mujer, para sorprenderse por su empeño en celebrar lo que lo emocionaba con una interpretación elocuente y reflexiva (papá no tuvo formación ni hábitos intelectuales; nadie sabe de dónde salieron su sensibilidad, tan receptiva de las cosas menos convencionales, ni sus destrezas retóricas, pero es fácil suponer que de esas rarezas salieron algunas de las mías).Yo también podría escribir, como Appratto: “Pero una cosa es clara: mi padre no era lineal, no era previsible, no era un tipo como cualquiera, no vivía […] nada como cualquiera”. O también: “Mi padre cumplía con su manera personal de ejercer la inteligencia, y eso no es cualquier cosa”. Hay algo infantil en este impulso de sostener frente a los otros la excepcionalidad del padre para, de algún modo, sostenerse en ella. Está la voluntad de hacer justicia a la memoria de alguien que era más raro y más interesante de lo que los demás pudieron saber, y también el deseo de que se reconozca la propia diferencia, salida de aquella otra que “salió de la nada”, en la disponibilidad para apreciar y escribir lo que se hurta al reconocimiento. No puede ser de otra forma. La construcción literaria del padre es obra, en principio, de lo que el hijo puede saber de sí mismo y de la necesidad que tiene de inventarse un origen para –como decía Goethe, citado por Freud– adquirir lo que heredó a fin de que sea suyo.

Como muchos padres de entonces, pero con más violencia en su caso, por tratarse de un “personaje” público, el padre de Appratto separaba el mundo, con sus actos y sus palabras, en dos continentes complementarios pero asimétricos, “lo de afuera y lo de adentro”, y por un exceso de reserva o de egoísmo, confinaba a la familia a un adentro trivial, poco prestigioso, por el que él pasaba ignorando casi todo. “Decía: ‘En esta casa’, como desde otra dimensión, como un recién llegado.” Lo importante transcurría afuera: la vida profesional, los encuentros con amigos, incluso el despliegue de la pasión musical, de la que el hijo recibía, antes de que saliese a trabajar o en algún paseo compartido, una pequeña muestra. Durante un tiempo, más o menos seis meses, al padre se lo tragó lo de afuera. El niño Appratto no supo ni preguntó nada, y el adulto que recuerda el secreto familiar, muy avanzada la narración y sin ceder a lo que pudiese tener de patético o dramático, todavía siente algo de la vergüenza adolescente que lo ganó cuando supo, por la hermana, las razones del abandono y que él era el único, ocho años después, que todavía las ignoraba. Se sabe, todas las familias ocultan algún secreto, algo de lo que conviene no hablar, pero hay secretos familiares que escapan a la voluntad de encubrirlos o desenmascararlos porque hasta los que están implicados en su trama desconocen que existen. Esos secretos sin contenido ni verdad identificables no remiten, como se podría suponer, a lo más privado del adentro, porque escapan a la lógica de lo representable que opone lo privado a lo público, lo de adentro a lo de afuera. Tienen que ver con los lazos íntimos que aproximan y distancian de un cierto modo a los miembros de una familia antes de que digan o hagan nada, sin que ellos puedan justificarlos ni explicarlos, si acaso pueden percibirlos. De esos secretos –los de la intimidad– habla la literatura cuando para contar una vida renuncia al biografismo y se arriesga a la narración de un proceso. Así es que puede transmitirle al lector, “en estado afectivamente puro, sin necesidad de nombrarlas directamente”, como dice José Luis Pardo, las pasiones y las afecciones que recorren el cuerpo de un hijo fascinado y molesto por la presencia de un padre que parecía destinado a quedar fuera de su alcance. Appratto escribió Íntima para aproximarse a lo que lo une definitivamente a su padre, para acercarse a las verdades secretas que entredicen las ráfagas de recuerdos, más acá de la admiración y del recelo, incluso más acá del cariño, o en esa dimensión paradójica del cariño en la que, después de imaginar todas las semejanzas y todas las diferencias, sólo después de imaginarlas, un hijo puede descubrir que él también, como su padre, “salió de la nada”.

 

Lecturas. Íntima fue editada en Montevideo por la Editorial Yoea, en 1993. Esta edición lleva un “Post-facio” de Elvio Gandolfo en el que, entre otras apreciaciones inteligentes, se puede leer: “lo que Appratto elabora [en su primera novela] no es una biografía, sino un proceso”. Mucho de lo que expongo en este ensayo es una variación o un desarrollo de esa afirmación. La idea de la infancia como promesa incumplida la tomo de Manuel E. Vázquez, Ciudad de la memoria. Infancia de Walter Benjamin (Valencia, Edicions Alfons El Magnànim, 1996). La cita de Freud citando a Goethe la encontré en un ensayo de Sara Glasman, “El disfraz y la máscara”, publicado en Conjetural N° 35 (Buenos Aires, 1999). Para este ensayo me fue de suma utilidad, además, la lectura de La intimidad, de José Luis Pardo (Valencia, Pre-Textos, 1996).

Alberto Giordano nació en Rufino (Santa Fe), en 1959. Es profesor de la Universidad Nacional de Rosario. Algunos de sus libros publicados son: Razones de la crítica. Sobre literatura, ética y política (Buenos Aires, Colihue, 1999) y Manuel Puig, la conversación infinita (Rosario, Beatriz Viterbo, 2001). En noviembre de este año publicará Modos del ensayo. De Borges a Piglia (edición corregida y aumentada).  

1 Sep, 2005
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