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Cataclismo y aceptación

NARRATIVA

 

Yuri Herrera, Señales que precederán al fin del mundo, Cáceres, Periférica, 2009, 128 págs.

 

Pese a que atraviesan las iniquidades más estridentes del México contemporáneo, las dos novelas de Yuri Herrera son de argumento discreto, con varias peripecias pero casi sin trama. En la primera, Trabajos del reino, un muchacho llamado Lobo, hijo de padres hoscos, crecido en la hostilidad de la calle, se hace cantante de corridos, es elegido por un jefe narcomafioso, se deslumbra con la opulenta mansión donde lo incautan y, cautivado por el aura del sujeto, se hace bardo residente, criado y recadero de él; hasta que comete primero una imprudencia amorosa, luego un error poético y, a pun to de caer en desgracia, tiene un arranque de conciencia y rebeldía; todo esto una variación actual del tema secular del poeta y el césar. En Señales que precederán al fin del mundo, Makina, una chica que opera la centralita de un pueblo, recibe de la madre el encargo de cruzar a un país vecino (del norte), buscar al hermano descarriado y traerlo de vuelta; cada uno de los tres caciques de la comarca le garantiza ayuda in situ si le hace un mandado. Makina, que es una lírica pero astuta acopiadora de casos humanos, viaja, padece, pelea, cumple riesgosamente con los encargos y después de encontrar al hermano –y su asombrosa historia– descubre cuánto se ha dejado transformar ella por el viaje: acepta que algo más fuerte que su determinación le ha abierto una vida nueva. Breve como es el hilo, enhebra sobradas situaciones legendarias: tiroteos, abusos, triquiñuelas, una casi muerte por agua, un reto personal al desierto, alianzas fugaces, reconocimientos y una iluminación profana. La novela empieza con el pánico que provoca un temblor de tierra y termina con la comprensión de que el cambio más categórico (aun si lo impone un mundo inmanejable incluso para sí mismo, y por eso más siniestro) no necesariamente es un cataclismo; de que los cambios suceden indiferentes al miedo y la esperanza. Señales… es una novela que no promete clímax ni se deja asir: transcurre, entre leves sobresaltos de continuidad, eludiendo el sentido del tiempo con transiciones variables entre una escena y otra, elipsis, modulaciones de tono y timbre y alternancias de volumen; es una serie de veladuras que dan vibración a una cuestión tan mirada (llamémosla “fronteras y muerte”) que hemos dejado de verla. Y si en la primera novela los personajes son “el artista”, “el Rey” o “la Cualquiera” y ni siquiera se nombra el narcocorrido, en Señales…sólo hay: un pueblo, una “ciudadcita”, el Gran Chilango (df), un río, el otro país (Estados Unidos), un hermano y mandamases llamados Dobleú o Hache. En esta escasez de nombres propios, en la ausencia de toponímicos y clichés, una realidad que noticieros y thrillers han terminado esclerosando empieza a temblar y se revela como alucinación. Se disipa.

Sin embargo algo queda ahí en pie, algo acuciante, porque la experiencia dice que el río, las montañas, los cuerpos singulares con su sangre y sus deseos, las costumbres, las ciudades, los negocios y las balas existen de veras; sólo que hemos entrado en un campo desde donde se ve y se piensa mejor. No es totalmente el campo de la alegoría. Mito, leyenda, rito de paso, abusada y desgraciada actualidad mediática, el cruce de la frontera es eternamente fabuloso. Porque además del fardo de urgencia, expectativa, ambición, ilusión, metamorfosis o decepción con que carga, el héroe que cruza entra en otra parte, una zona rara donde los parámetros cambian, e inmediatamente siente una distancia que nunca puede salvar del todo, acaso la distancia con la realidad real; y Herrera, sin resignar las resonancias sociales y políticas, captura esa indefinición casi fantástica. Todo es casi en esta novela. El país de Makina es casi México; su pueblo es casi preurbano, pero ella una chica “entendida y leída”, es una mujer en peligro constante capaz de quebrarle el dedo a un manolarga; el otro lado, típicamente, es moderno y bárbaro a la vez. Y en la medida en que lo incompleto, la persistencia del resquicio insalvable, es el objeto y el destino de la traducción (y la salvaguarda de una esperanza), por mucho que se muestren espaldas mojadas nada podrá decirse del drama del cruce si no es en un vulnerable lenguaje de transición. Esto piensa Makina mientras busca a su hermano en la ciudad extranjera: “Había sido más difícil de lo que toma enunciar ocho páramos. Surcar en solitario el frío con el puro rescoldo que la animaba por dentro; ir de una calle a otra sin verles diferencia; topar con bastiones que repelían a la gente a favor de los autos. O topar con gente que no hablaba ninguna de las lenguas que sabía: barrios de clanes traídos de otro lindero que la interpelaban con palabras como trazadas en el aire”. De modo que esta historia, si quería dar cuenta del delito fronterizo, la estupidez del poderoso, la astucia del buscavida, la soledad del inmigrante, la inmigración, la asimilación, el rechazo o lo que fuere, sólo podía ser el curso de una escritura etérea y absorbente: la emergencia de una realidad creada por una lengua que es a la vez de México, de la idiosincrasia de un pueblito de Veracuz, del inglés de Los Ángeles, de los grandes o pomposos dones del español (“Tremolan las banderas”, se titula un capítulo), del cachivache del habla inmigrante y de ningún lugar. Mejor dicho, un habla que obra la aparición de un lugar.

“La narración literaria no debe ser rehén de los hechos”, recalcó Herrera en una entrevista; “tiene que hacer la operación poética de mirar y transfigurar la realidad”. De acuerdo. Pero siendo más precisos, ¿qué puede ser poesía en un relato? En principio, percepción simultánea de la mayor cantidad de elementos de una situación; una demora que asimila lo que la mente práctica descarta, una palabra que expande (porque “la lengua es un ojo”) y nos envía del mundo plano al poliedro, de la voz unísona a un silencio pleno de voces discordantes, algunas interiores. Y por lo tanto ritmo: tanto una disposición de las partes de la frase que es en sí misma significado, como la sugerencia siempre vaga que la literatura admira de la música. Y así procede Herrera. Las frases de Señales… parecen escritas siguiendo una prosodia y hasta una tonalidad que vencen la dureza de la designación.

He aquí a Makina después de cruzar la frontera. “Luego vio a lo lejos un árbol y debajo del árbol a una mujer embarazada. Vio su vientre antes que las piernas o su rostro o la cabellera y vio que reposaba a la sombra del árbol. Y pensó que ese era buen augurio si alguno: un país donde una que anda de cría camina por el desierto y se echa a dejar que le crezca sin ocuparse de nada más. Pero conforme se acercaban discernió los rasgos de la gente, que no era mujer; ni era la suya panza de embarazada; era un pobre infeliz hinchado de putrefacción al que los zopilotes habían comido los ojos y la lengua”. Ningún patetismo ni alarde; sólo una anécdota sobre los tropiezos de la mirada. Porque de la violencia o la identidad se ocupan los científicos sociales o los cronistas; la literatura no tiene un objeto: lo busca, y lo poético de esta novela es que sea un viaje, no una novela sobre un viaje. Es cierto que en algunos momentos Herrera pierde el temple, como si la materia que al fin y al cabo tiene entre manos lo turbara. Por ejemplo: “Aún no amanecía del todo, el cielo era apenas una exhalación encarnada que no se decidía a caer sobre el mundo”. El peligro de este giro no es la cursilería, que un estilo tan receptivo alberga sin rechinar, sino el uso de una realidad lacerada para producir lindezas; un amarillismo literario. Y sin embargo uno palpa –como se palpa un tejido– que el relato está movido por una necesidad que lo protege de la impostura. Probablemente porque, no tan ingenuo como para fingir que la cuestión mexicana le es indiferente, Herrera centra las cuestiones de identidad o de violencia –palabras que no usa nunca– en la labilidad y el peso de la expresión. Procura desviar la manida, presuntuosa idea de una expresión latinoamericana hacia el elogio de una posible lengua de aglomerado –donde convivan la antigüedad ilustre y ajada, la palabra obsoleta recuperada, la flamante todavía indefinida, el dicho hogareño y el sustantivo neonato, lo lustrado, lo ilustre y lo vil–, contaminada e infecciosa, una lengua plausible y posible, funámbula, sin dueño y sin militancia consolidada; la lengua de un mundo que siempre la está esperando para manifestarse. “Más que un punto medio entre lo paisano y lo gabacho”, piensa Makina de lo que hablan sus compatriotas en el otro país, “su lengua es una franja difusa entre lo que desaparece y lo que no ha nacido”. Por eso hay en Señales… un sedimento espeso y una superficie de centelleo. “Al usar en una lengua la palabra que sirve para eso en la otra, resuenan los atributos de una y de la otra: si uno dice Dame fuego cuando ellos dicen Dame luz, ¿qué no se aprende sobre el fuego y sobre el acto de dar?… No es que sea otra manera de hablar de las cosas: son cosas nuevas”. Dame luz es el inglés give me light.

Uno piensa que esta broma de Humpty Dumpty que introduce Herrera en la novela –la retraducción fiel al español del mismo referente que hubo que deformar en el pasaje a otro idioma– debe ser la pesadilla de los impulsores de la nueva norma, la Asociación de Academias de la Lengua Española (patrocinada por Repsol, YPF, Grupo Santander, BBVA, Planeta y Santillana, entre otros) y de los novelistas del amable español ecuménico. Aunque quizás no los desvele por mucho tiempo. Porque en este punto surge un problema interesante. Dentro de la máquina cultural socialdemócrata –y no sin asistencia de diversos populismos– asoma una fuerza opuesta y complementaria a la de la literatura mundialmente traducible: llamémosla lo latino. Y no se trata del regatón; el negocio del espectáculo se apropia de cosas más delicadas. Cuanto más se descalabra Europa, más masas disminuidas se declaran admiradoras de la rebeldía sudaca y más saber y vida se atribuye a las impuras hablas periféricas; los mercados anímicos de los países centrales son así de volubles. Por eso convendría no abusar, por ejemplo, del coloquialismo sentencioso y melódico: porque el consorcio de la elegancia y el rigor verbal se apresta a convertir el coloquialismo latino en nueva doxa, valor de cambio y al cabo en fetiche. (Como cuando Makina, mediando en una pelea amorosa, la resuelve con un elogio de las diferencias entre amantes: “Dice [el hombre] que lo que es parejo no es chipotudo”). Sin embargo Herrera sabe que la cualidad oral de una prosa no depende tanto de la fidelidad a un argot como de los acentos, de un modo de emisión (“la colita sonora de allá”, dice Makina). E incluso cuando moraliza es con una gruesa, inverosímil salida de tono: “…Nosotros, los que no llegamos en barco, los que ensuciamos de polvo sus portales, los que rompemos sus alambradas. Los que venimos a quitarles el trabajo, los que aspiramos a limpiar su mierda… los grasientos, los mustios, los obesos, los anémicos…”. Esto lo escribe Makina en una hoja que acaba de birlarle a un policía sádico. Lo que leemos es la instantánea versión en español de algo que Makina acaba de improvisar en gabacho. Como alegato moral contra el imperio es inverosímilmente cómico. Pero la literatura no puede no ser inverosímil; es una de sus maniobras de desciframiento del mundo: pueriles pases de ilusionismo para romper el velo de la ilusión.

Makina encuentra al hermano. Él le cuenta la historia de su, digamos, inserción en el país extraño y poderoso. Dos veces se dice que es una historia “increíble”. No obstante, los personajes se vuelven más patentes, más singulares; la fábula se define como novela y gana en libertad. “En todas partes es duro, pero aquí nomás no me hallo, nomás no entiendo este lugar”, se queja esperablemente Makina. Sin embargo, herméticos esbirros de sus patrones o protectores la ayudan a hacer nuevos tránsitos por escaleras, sótanos, pasillos y oficinas rumbo al hallazgo de una intemperie esencial que ningún techo ni cielo de terruño va a aliviar. Un nacimiento. Como conviene a la inmigración contemporánea, sucederá en un antro “como el cuarto de un sonámbulo: concreto y distante, algo irreal pero vívido”, con mucha gente fumando y aire viciado que no hiede. Como buena heroína inquieta, Makina se pregunta qué va a pasar; entonces ve que de la multitud se desprende un hombre alto y delgado que avanza hacia ella con una gran sonrisa. “Tenga, y le ofreció un legajo, Ya todo está arreglado”. No importa qué exactamente es lo que está arreglado. Es una apertura: un acontecimiento del mismo orden que el que vive Karl, el protagonista de América, cuando después de circular vanamente por el país ve el cartel que llama a incorporarse al Gran Teatro Integral de Oklahoma. “¡El que ahora pierda la oportunidad la perderá para siempre! ¡El que piensa en su futuro es de los nuestros!… ¡Todos serán bienvenidos! ¡El que quiera hacerse artista, preséntese! ¡Este es el teatro que está en condiciones de emplear a cualquiera!”. Aunque en América hay tantos carteles que ya nadie les cree, Karl se presentará. Kafka vislumbró que si la publicidad funciona es no sólo porque engaña, sino porque participa de lo inconsumado, lo desconocido, las grandes esperanzas. En ese umbral adonde Kafka llegó de la mano de Dickens, Herrera se encuentra con los dos tras despedirse del guía Rulfo. “América”, el país, el nombre, la alegoría, es una fortaleza opaca y a la vez, si no un teatro, un parque de simulacros, la fantasía siempre dilatada; es decir, uno de los apogeos posibles del mundo humano en todas partes. Es lo que cada recién llegado acierte a definir en su cóctel de lenguas. Pero también el resto de realidad indiferente a las palabras que la novela siempre recupera.

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