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La yugoslava cuenta la historia del viaje a Europa de Cape, amada de López, el narrador. El destino intelectual del viaje es Londres, pero Cape debe hacer honor al compromiso asumido y pasar por Sarajevo en busca de Konstantin Zecevic, el árbitro de la final intercontinental de 1968 entre Estudiantes de La Plata y Manchester, perdida en el tiempo pero presente en la memoria del hincha. ¿A quién se le puede ocurrir semejante disparate sino a un enfermo del dato? ¿Quién puede cumplir ese sueño desquiciado sino una amante-hada? El libro está hecho de esos desbordes. En su puesto sedentario, posicionado para escribir algo que no sea arte literario sino una historia que restaure un monumento temporario de felicidad (la gloria alcanzada en el estadio Old Trafford), López piensa vanas estrategias editoriales para llevar su libro de curiosidades al éxito –“los pergaminos del Pincha merecen mucho más que una buena monografía”–, pero le sale una novela. Territorio del afecto y la verdad personal, la novela es la forma natural de una empresa que encuentra su método en la simultaneidad. El tiempo de la escritura es un momento en el que se cruzan el amor –el estilo–, la pasión –el tema– y el deseo –de escritura–, organizando una materia única basada en el milagro de la coincidencia. Pero queda claro que la escritura es sólo un avatar de la representación, un fenómeno inferior a la vida, por supuesto, pero también a cualquiera de los hechos en que la novela se detiene: el viaje, el diario de viaje, un partido de fútbol eternizado (agrandado) en la memoria del fanático, la fuga de una serpiente del zoológico y las disputas entre el escritor y la editorial, planteadas en los términos clásicos de una discusión bizantina que trasciende el libro.
Si pudiera hablarse de una vanguardia silenciosa, una posición no histérica de vanguardia –una vanguardia sin el acontecimiento vanguardista, alejada de las operaciones conceptuales que la comunican como idea–, La yugoslava sería una demostración de ese tipo de experiencia casi monacal de abandonar intencionadamente a la intrascendencia una literatura cuyas novedades más visibles no son proclamadas de antemano, aunque tampoco se niegan a ser descubiertas.
Se trata de un libro extravagante que opera con las leyes del tabú. Postula un incesto imperdonable que el sistema literario no sabe bien cómo tomar (lo toma como una sola cosa: el chiste de un desaforado). Reúne el querer escribir –la novela de la novela, en la dirección marcada por Marcel Proust– con los sentimientos bestiales del fútbol, una materia antiliteraria, desprestigiada y prevista para usos populistas. Es el encuentro de dos corrientes puras del cuerpo: el deseo de escritura y la pasión intratable del hincha, cebado por el recuerdo del éxito de su objeto (el objeto en el que el sujeto aficionado se materializa y se multiplica: es uno y es once). Pero hay una tercera corriente, la del amor, un poco más ordenada que las otras, que establece un pacto de reciprocidad entre el narrador y su amada viajera. Una viaja y otro se queda, pero la correspondencia los vuelve indivisibles como si viajaran o se quedaran los dos, viviendo en un territorio –temporal– de lenguas cruzadas por la novela. (¿Dónde vive el amor si no es en una lengua hecha de mitades sostenidas por la fe de la unión?)
Amor, deseo y pasión –el orden es definido por la jerarquía sentimental del narrador–. Son tres circuitos impuestos por López Brusa, pero que se organizan solos mientras fracasan las formas literarias que los representan. El éxito está asegurado en las manifestaciones transitorias que los constituyen: son pruebas escritas, tentativas de materialización. Las líneas de lenguaje de La yugoslava son una serie de filamentos incandescentes, vibrando sobre la oscuridad de la repetición y desapareciendo en sus propias combustiones, como si se tratara de una novela descartable, concebida menos para ser leída que para ser escrita. Esa escritura para sí no produce emisiones, no irradia ninguna oferta de identidad; es una experiencia de solipsismo en el que podría advertirse el futuro de la literatura, hecha con el único propósito de ser guardada como testimonio de una sensibilidad personal. Y, en el fondo, también reverbera el efecto aislante de la individualidad llevada al extremo de un lenguaje antisocial.
La yugoslava se hace fuerte bajo la amenaza de su propia concepción (que también es una amenaza de aborto). Hay un momento mítico que la sostiene, el momento en que el narrador podría haber dicho, en vez de entregarse a la escritura, “dejen, dejen: yo me entiendo”. No se trata tanto de una inclinación hacia las corrientes crípticas de la ficción como de una aventura por la soledad del sentido. ¿Quién puede entender el deseo, la pasión y el amor de los demás? Y si se trata de experiencias tan opacas, ¿qué sentido tendría traducirlas?
La novela bomba consuma un deseo –escribir–, eleva el milagro del amor a su máxima proeza –luego de la cual no se puede no descender– y somete la pasión a la lógica de su ritmo ondulante. Lo que desaparece con la novela hecha es, también, el pudor de lo literario, entendido como toda la literatura del pasado (y de los otros). Al no haber cabida para las formas dadas de la literatura, tampoco la hay para las mediaciones que separan la experiencia vivida del lenguaje que la recuerda. Porque en La yugoslava la experiencia tiene el idioma que le toca producir –toda experiencia viaja hacia un destino de lenguaje propio si no se la desvía–, y por lo tanto no está obligada a entregarse a los recursos establecidos por el arte que la formaliza.
En la novela anterior de López Brusa, La temporada, se contaba una historia de época: un viaje con dificultades que parecía contado por un Joseph Conrad feliz. Pero el narrador de entonces estaba dentro de la literatura, y en cierto sentido la dominaba como lo que es: una fuerza de la cultura, no de la naturaleza. La yugoslava es la vuelta de campana de aquel proyecto, y la diferencia más notoria entre estos libros está dada por el salto que el autor da hacia un espacio imaginario que podríamos considerar el exterior de la literatura, el abismo del que la literatura vuelve a nacer cambiada. Es, posiblemente, la historia de una fobia: la estética de La yugoslava no soporta la literatura entendida como sistema de convenciones. No soporta el estilo literario ni los temas literarios sobre los que se monta (no soporta el profesionalismo, ni el deseo social del escritor), y de los movimientos del narrador se desprende una ética espontánea: el verdadero escritor no escribe para nadie, es un confinado, un silenciado, un desperdicio; no necesita tener siquiera un solo lector. Borrar el marco que separa literatura y vida invierte el imposible flaubertiano de “introducir el océano en una botella” (la economía de López Brusa consiste en derramar la botella en el océano para que se pierda en él como una gota, única, de intrascendencia).
La yugoslava está en sintonía con una pregunta que la literatura ha comenzado a hacerse: ¿hay alguna razón para narrar lo que no sea experiencia propia? ¿Un escritor tiene derecho a hacer otra cosa? Se ve venir el regreso glorioso del autor dado por muerto, y comienza a hacerse realidad un sueño postergado: el del escritor expuesto junto a su escritura como emblema de una verdad atávica que consiste en ya no negar el deseo de contarlo todo. Ha habido algunos intentos. César Aira quiere contar todas las historias y Fernando Vallejo cuenta todos los secretos; y antes, Proust ha querido contar una vida completa (la transición hacia la nueva literatura parece incluir más vitalidad y menos formalismo).
Tal vez haya una razón política para que La yugoslava se distinga del campo en el que cae. El mundo está lleno de artificios, lo que no significaría nada si no fuese que son, en general, artificios intencionados que mantienen relaciones convencionales con el universo social. En cambio, la novela de López Brusa ha sido concebida sin pensar siquiera en esos vínculos. ¿Romanticismo? No, más bien defensa de la escritura como práctica hecha de propósitos personales. En el fondo, el romanticismo busca una compañía que la literatura de La yugoslava rechaza, un pacto de pares unidos por la oscuridad pero también por la legibilidad que la traslada prácticamente sin obstáculos (Marilyn Manson es un ejemplo literario de esa transmisión): el romanticismo es un populismo. La materia de la vanguardia retrospectiva de López Brusa es lo verdadero, no lo literario. Es cierto que lo verdadero a veces puede ser lo falsificado; pero eso no es nada comparado con el hecho de que lo literario es casi siempre un ejercicio de falsificación acordada.
Sobre el deterioro de ese pacto, La yugoslava se estaciona, haciéndose notar, en toda su rareza, una virtud de la que surge su violencia posicional. ¿Qué hace este libro entre todos los demás? Lo que hace es acomodarse y plantear algunas reflexiones sobre la literatura –¿para quién hay que hacerla?–, sobre la autobiografía –¿un escritor debe estar dentro de su propia lengua?– y sobre la lectura –¿qué sentido literario tiene permitirla?–, todos cuestionamientos a un sistema que se distingue por considerar que la literatura es una concesión, un acto de egoísmo que hay que negar. López Brusa huye de las modas de la literatura de diseño, pero también de la presencia de la llamada tradición, que riega la literatura propia con el prestigio de los otros. A cambio, introduce en la literatura el escándalo de la intimidad: no hay nada que esconder dentro de la lengua. Tampoco hay nada que la literatura sepa. El saber de La yugoslava funciona en el campo de la sensibilidad: saber es sentir, no conocer. López Brusa lo dice, luego de referir un autógrafo de Juan Ramón Verón, La Bruja, y de recordar el enésimo canto de la tribuna: “Todavía (el todavía tiene que ser puro presente, sin la fragilidad de futuro que a veces insinúa) se entona, lo entonamos, en la felicidad de la tribuna. No hay nostalgia: aquella etapa pincharrata no significaría nada para mí si hubiera renunciado a lo mejor que tiene hoy y siempre ser hincha de Estudiantes, que es ir a la cancha toda vez que juega el equipo. Está escrito. Pero no hacía falta escribirlo para saberlo”.
Lecturas. Esteban López Brusa publicó dos novelas: La temporada (Rosario, Beatriz Viterbo, 2000) y La yugoslava (Buenos Aires, Cuenco de Plata, 2004).
Juan José Becerra (Junín, 1965) publicó las novelas Santo (Rosario, Beatriz Viterbo, 1994), Atlántida (Buenos Aires, Norma, 2001), Miles de años (Buenos Aires, Emecé, 2004) y la biografía de un actor cómico argentino.
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