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Alan Courtis, Unstringed Guitar & Cymbals, Blossoming Noise, 2008
Uno de los proyectos del músico Alan Courtis (Buenos Aires, 1972) consiste en componerle la música a una crítica que un periodista deberá escribir imaginando un disco inexistente. La idea sería tratar el texto como si fuera un pentagrama: “Primero comentar, luego componer”. Habiendo incurrido en el género, es evidente que estoy candidateado para el comentario ficticio. En homenaje a este proyecto, y con la esperanza de purgar retórica casi hasta el grado cero, mi recomendación del último álbum solista del ex Reynols tendrá la forma de un diálogo con él, usando como disparador justamente la review de su disco publicada en la revista británica The Wire.
“¿Y por qué no pensar que hice un disco de rock nacional?”, se pregunta Courtis cuando busca definiciones para Unstringed Guitar & Cymbals. “Es rock argentino astral. Fue un milagro el que hizo que esa guitarra en estado de coma volviera a la vida.” El instrumento en cuestión es una guitarra negra sin cuerdas made in Argentina, de marca “Dimi”, en cuya hibridez –mango de Stratocaster y caja de Gibson– se delata un luthier argentino de los sesenta o setenta intentando sintetizar el yin y el yang de la viola rockera con ingenio de Revista Lúpin. Alan la compró a comienzos de esta década en el Ejército de Salvación de Pompeya.
La guitarra permaneció en un rincón siete años, durante los cuales su dueño intentó completarla (ya no existen repuestos para tal cosa) en vano. Hasta que un día gritó Eureka: “Me di cuenta de que no le faltaba nada, de que esa era su naturaleza. Y entonces le apliqué un micrófono de contacto, adaptándoselo a sus cables pelados. Empecé a frotarla y ahí empezaron los acoples, que son una fuente sonora del disco”. La otra son los platillos, es decir, lo más ingrávido que conforma la batería (que supuestamente es “el cable a tierra” de la banda de rock).
En 1976, Lester Bangs, el periodista que define la crítica de rock tal como aún la conocemos, ponderaba el doble Metal Machine Music de Lou Reed con un primer argumento: “1. Si alguna vez pensaste que el feedback era lo mejor que le había pasado a la guitarra, bueno, Lou simplemente se deshizo de las guitarras”. La guitarra sin cuerdas de Courtis vuelve a liberar el feedback del rock, tras años de Sonic Youth, Japanoise, postrock y demás. Tal fue el proyecto “negativista” (el rock sin rock) del grupo Reynols (Miguel Tomasín, Roberto y Pacu Conlazo, Fernando Perales y el mismo Courtis) desde que debutó discográficamente con Gordura vegetal hidrogenada (1995), una caja de cd vacía que señalaba el denso silencio cageiano como horizonte. (¿Y qué resulta de hidrogenar algo tan inverosímil como la gordura vegetal?) Por su parte, Blank Tapes, de 2000, constaba de soplos producidos por cintas vírgenes de casetes argentinos. Habían comenzado improvisando recitales al aire libre ante la indiferencia o sorpresa de los transeúntes, y casi terminaron por borrar al público humano con sus conciertos para plantas y piedras. Al erigir a Miguel Tomasín (su baterista y vocalista con síndrome de Down) en el papel de gurú, abandonaron todo código musical y lingüístico (hubo obras bautizadas por Tomasín como “Dohdo Vehdohdo Rulo” o “Peloto Cabras Mulusa”). Un largo proceso de disolución, de implosión, de fade out casi autista perfiló la carrera de Reynols. Pese a que figura en la lista del site rock.com.ar, la banda practicó como nadie en nuestro rock el “devenir inmaduro” gombrowicziano.
Hoy la guitarra negra de Courtis pasea por el rock argentino cual espectro sonámbulo. “¿Y qué sería el rock nacional hoy, si no?”, pregunta el músico. Más allá de esa ventana donde asoman empresas de celulares y bebidas y el ítem para sociología mediática de “tribus”, ¿qué hay? Una cultura zombi (grupos reformados en estado de muertos-vivos, bandas nuevas sin espacio real en virtualidad de MySpace) y tan paródica ante sus clichés como nostálgica de un pasado idealizado por años de mitomanía (Capusotto). En tal situación, Unstringed Guitar & Cymbals es casi un documento periodístico.
“Suena como” y “suena a” ya son ítems obligatorios de cualquier formulario para MySpace o de bancos de data como Ultimate Band List. Internet terminó por fragmentar el discurso de la reseña de música pop(ular), volviendo todavía más funcional la recomendación a los consumidores. En el comentario sobre Unstringed Guitar & Cymbals que firma Nick Cain en The Wire no faltan ni el “suena como” (la inevitable metonimia: “influencias”, tradiciones y “links” con otras músicas), ni el “suena a” (la “expresiva” metáfora ante lo inefable de lo musical, donde entran a tallar el imaginario y la adjetivación). Escribe Cain: “Los tres tracks, que fueron bautizados con nombres de hierbas por razones que sólo conoce Courtis, compilan capas de lóbrego feedback hasta formar discursos borrosos y nublados”. El músico responde airado a la apelación del crítico: “¿Cómo que sólo yo conozco? Los temas se llaman ‘Cardamomo’, ‘Coriandro’ y ‘Fenogreco’ por razones que no trabajé desde la racionalidad. Cuando titulo, asumo que no sé del todo lo que estoy diciendo, que las metáforas son intercambiables, que sólo iluminan una parte del todo. Hay que asumir que el lenguaje nos sirve para mencionar, nada más, y comunicarnos como especie, pero no llena todo, que siempre hay un teléfono descompuesto. Es la dimensión ‘random’ del lenguaje”.
En esta dimensión navega el universo courtisiano, con el fin de acceder a una musicalidad “no mapeada”, a la intemperie de la sonoridad. “La tradición de los instrumentos occidentales insiste en el control técnico de ciertos parámetros del sonido (altura, intensidad, etc.). Pero cuando trabajo con un micrófono de contacto o uso una bobina como micrófono, entro en el umbral de lo impredecible. El acople depende del ambiente en donde estés, del aquí y ahora, de la humedad que haya, y no sé qué más. Eso es lo random: salir con un machete a la selva de las posibilidades. Hay que darle un machete al que escucha también para que estemos en el mismo desamparo. Vivir en Argentina, donde nada funciona bien, nos da una convivencia privilegiada con lo random, por eso lo contrario sería el confort del Primer Mundo, eso que se usa para taponar la angustia ante ese vacío sin mapa. Yo aprendí a ser feliz en estado de incertidumbre.”
Títulos casi spinettianos de otras de sus piezas lo acercan riesgosamente al “suena a” de la crítica: “Rebobinado de viento”, “Afeitatruenos”. A propósito de este tema, el ex Reynols confiesa haberse sorprendido cuando leyó que Borges incluía un libro llamado “Trueno peinado” en “La biblioteca de Babel”, relato donde también figura un “Axaxaxas mlo” que Tomasín festejaría.
Courtis estudió música clásica; luego fue discípulo de Robert Fripp en Italia, pronto volvió a la Argentina, descubrió el ruido experimentando con su guitarra, formó Reynols, siguió las enseñanzas de Pauline Oliveros y hoy, además de componer y tocar, imparte clases de música a niños que llama “especiales”, nunca “discapacitados”. Como si –tras haber descubierto a Tomasín– ahí esperasen los “recursos intactos” para “el futuro de la música” del que hablaba John Cage. De esos chicos dice: “Es la gente más feliz que conozco; aprendo mucho del nivel de vitalidad al que llegan. Muchos tienen dificultades para expresarse lingüísticamente pero son brillantes como músicos. Tienen una experiencia del tiempo distinta, no lineal, mientras que nosotros estamos estancados en una lógica ‘finita’, que no es del todo real desde que existe un inconsciente”.
Courtis suele tocar en el sótano de “Una casa”, un espacio ubicado en San Telmo, obviamente doméstico, donde logra desarrollarse la microescena experimental porteña. Hoy es una noche fría de octubre. El músico se inclina hasta que vierte toda la cabellera negra hacia adelante. Parece un yurei. En la mano, una bolsa de supermercado con un micrófono cuyo cable desemboca en una consola con efectos y ecualizador. La performance consiste en golpear la bolsa contra la pared y el suelo. Y eso suena. A eso. Un muchachito baila en trance, como un raver del noise entre tanta gente inmóvil, mesmerizada. Lleva una remera donde se lee “Sun Ra” escrito con fibra indeleble. A sus pies, una guitarra criolla rota (se la regalaron para que grabe los “ruiditos” que resulten de frotar las cuerdas). Se trata de un salteño, de paso por Buenos Aires, solo con su mochilita. No sabe en qué cama prestada dormirá mañana. Vive en “random”. Es fan de Reynols. Más todavía: es como la encarnación del devenir-Tomasín que la banda promovía. Según su MySpace, se llama Lucas y firma su obra como “Lucas y su computara” (sic). “Ningún significado, todos los significados” reza el eslogan de su página, en cuyo “suena a” tipeó dos palabras: “Todo y nada”.
Escuchas. Alan Courtis, Las sales fundentes (Om:Discos, 2007); Antiguos dólmenes del Paleolítico (Sedimental, 2006).
Lecturas. Reseña de Unstringed Guitar & Cymbals por Nick Cain (en The Wire, N0 295, setiembre de 2008, p. 68); John Cage: “El futuro de la música”, en Escritos al oído (Murcia, Colegio de Aparejadores y Arquitectos Técnicos, 1999); Lester Bangs: “The Greatest Album Ever Made”, en Psychotic Reactions and Carburetor Dung (Nueva York, Vintage Books, 1988); Sun Ra: “Words and the Impossible” (poema), en John F. Szwed: Space Is The Place: The Lives and Times of Sun Ra (Nueva York, Pantheon Books, 1997).
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