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La playlist del torturador

MÚSICA

 

Para una historia contemporánea de los usos del sonido y la música en el control social y la confesión obligada.

 

En 1906, tres años antes del primer manifiesto futurista y la exaltación del automóvil rugiente (“más bello que la Victoria de Samotracia”), Leopoldo Lugones publica en El Diario su cuento “La fuerza Omega”. Un científico descubre la potencia devastadora del sonido y pagará el precio por su comprobación. Ha fabricado un disco semejante a un reloj de níquel. Su apariencia decepciona. Pero esa “cajita redonda”, con sus “cuatro diapasoncillos” en el interior y un botón externo que hace funcionar “una bocina microfónica”, es cualquier cosa menos inofensiva. Su onda sono ra es “un verdadero proyectil etéreo” de una “potencia incalculable”. Sólo el inventor puede utilizarla. Relata el narrador: “Un adoquín que calzaba la puerta rebelde se desintegró a nuestra vista, convirtiéndose con leve sacudida en un montón de polvo impalpable”. Pero días más tarde, el científico es encontrado sin vida. La pared se hallaba cubierta de una capa grasosa, “una especie de manteca”. Era su sustancia cerebral. La “fuerza Omega” se había vuelto contra el hombre que había querido manipularla o que, en una de esas, se había suicidado al advertir el peligro que encerraba el hallazgo.

El cuento de Lugones, con toda su carga positivista, anticipa, desde una ciudad remota del sur, un desvelo que recorrerá el siglo xx y se proyecta sobre el presente biopolítico y global: la creación de armas sónicas y el uso del sonido como instrumento disciplinario. Extremely Loud. Sound as a Weapon, el libro de Juliette Volcler publicado en 2013, ofrece un sorprendente catálogo de esas obsesiones técnicas que se intersecan con la fantasía y deja entrever cuáles son sus proyecciones. “Considerado desde una perspectiva militar, el oído es un blanco vulnerable: no puedes cerrarlo, no puedes elegir lo que escucha. Los sonidos que lo alcanzan pueden alterar profundamente tu estado psicológico y físico. La segunda mitad del siglo xx vio el desarrollo de la investigación científica de los usos militares y policiales del sonido. El objetivo ya no fue emitir una alarma o reunir a las tropas, sino explotar sus efectos biológicos”.

A la autora tal vez le habría gustado saber de la existencia del cuento de nuestro Poeta Nacional, porque su libro parte de la certeza de que las armas acústicas, “con su naturaleza intocable, invisible, mágica, han alimentado una literatura demasiado apasionada para molestarse en separar el hecho de la ficción, demasiado fascinada para distinguir la ciencia de la publicidad promovida por los fabricantes de armamento o los teóricos de la conspiración”. No son las armas en sí mismas lo que constantemente estamos redescubriendo, sino “el hecho de que existen realmente fuera de las películas y novelas”.Volcler se apoya en el concepto de hiperstition que Steve Goodman expone en Warfare. Sound, Affect, and the Ecology of Fear para designar entidades ficcionales que devienen reales o una realidad transformada en ficción, y avanza por la misma senda. Se propone trazar un camino entre lo no dicho y lo que se imagina en un mundo donde los programas de armas son secretos y sólo aquellos que han sido desclasificados o documentados son de alguna manera accesibles.

Al principio, es decir en plena Guerra Fría, los investigadores y militares se interesaron en los infrasonidos y las bajas frecuencias por su capacidad de entrar en resonancia con frecuencias del propio cuerpo. Este potencial dañino fue descubierto por el acústico francés Vladimir Gavreau, quien manejaba el Laboratorio de Mecánica y Acústica (LMA) del Centre National de la Recherche Scientifique (CNRS), en Marsella. Un día de 1967, Gavreau estaba en su estudio con su colaborador Albert Calaora cuando, de repente, se sintió descompuesto. La cabeza parecía salírsele del cuerpo y estar a punto de estallar. Era una sensación insoportable. Gavreau detectó la presencia de un sonido de siete hertz que venía del sistema de ventilación. Esa era la fuente de los trastornos. “La intensidad del infrasonido era tan fuerte que todo vibraba”. Gavreau intentó diseñar una máquina que pudiera emular lo que había surgido de un error. Incluía setenta y cuatro tubos de órgano incrustados en concreto y activados sincrónicamente. Luego construyó un instrumento que llamó “pistola acústica”. Sus frecuencias de ciento noventa y seis hertz a ciento sesenta decibeles generaban una “dolorosa resonancia” en los cuerpos. Más tarde montó otro artefacto que emitía una frecuencia de treinta y siete hertz y que hacía vibrar todo. Su uso hizo ladrar a los perros del vecindario. Cundieron rumores inverosímiles. Pero después no se realizó ningún experimento más en Marsella. La comunidad científica, por otro lado, siempre dudó de las conclusiones de Gavreau.A William Burroughs esas dudas no le importaron demasiado. Durante la entrevista que le realizó a Jimmy Page, y que publicara Crawdaddy en 1973, el escritor habló con entusiasmo de Gavreau: “Tenía una instalación de infrasonido que podía activar y matar a cualquiera dentro de un radio de cinco millas. También podía derribar paredes y romper ventanas. Lo que me estaba preguntando –le dice al guitarrista de Led Zeppelin– era si una música rítmica en una especie de frontera con el infrasonido podría ser usada para producir ritmos en la audiencia”. Es poco probable que Gavreau conociera en los sesenta a Burroughs, pero quizá había leído con cierta perturbación El asunto Tornasol, una de las aventuras del detective-periodista Tintin dibujada por el belga Hergé en los años cincuenta. Hergé toma explícitamente prestada una imagen del libro del coronel estadounidense Leslie Simon, director de los laboratorios de investigación balística en el campo de pruebas de Aberdeen y autor de German Research in World War II. Es la imagen de un arma secreta: un reflector parabólico diseñado secretamente por el ministerio que dirigía Albert Speer. Ese reflector, de 3,2 metros de diámetro, podía provocar a trescientos metros de distancia fuertes dolores y poner fuera de combate a un soldado mediante la emisión de frecuencias que iban de los ochocientos a los quince mil hertz. El profesor Tornasol, a quien Tintin debe proteger, irá más allá del modelo revelado por Simon. Su arma emitirá frecuencias más bajas, de veinte hertz. El desarrollo de las armas infrasónicas nunca fue fructífero, pero dejó esa estela misteriosa. Lo que el complejo militar desechó pudo reciclarse en el mundo espectacular. Burroughs lo intuyó. Si bien se tomó ciertas libertades con el experimento de Gavreau, “vio correctamente”, señala Volcler, “las posibles explotaciones de las bajas frecuencias por la industria cultural y también, sin duda menos conscientemente, por la religión”. El cine sacaría su primera tajada en 1974 con Terremoto. En los noventa, de la mano de la “no letalidad” que se incrusta en el corazón de la doctrina de seguridad, las investigaciones tecnológicas se dirigieron, con mayor eficacia, al uso de las frecuencias medias y altas. Volcler cita algunas de las aplicaciones concretas: las bombas sónicas utilizadas en Gaza e Irak y el Long Range Acoustic Device (LRAD), un “instrumento” de largo alcance, de aproximadamente quinientos metros, que puede causar pánico, dolores de cabeza y, en algunos casos, sordera.

En su adaptación de Minority Report, de Philip K. Dick, Steven Spielberg muestra cómo las publicidades se personalizan al emitirse a los consumidores por un escáner de retina. En el momento en que circulaba la película, se estaban investigando varias aplicaciones de las cualidades altamente direccionales del ultrasonido. El colectivo catalán Escoltar, dirigido por el antropólogo y artista sonoro Chiu Longina y el musicólogo Juan Gil López, viene denunciando esos nuevos dispositivos. En su “Lectura-manifiesto contra las armas acústicas” recuerda que estas han sido desarrolladas por contratistas que trabajan para el Departamento de Defensa. Escoltar hace referencia al Mosquito Device, un emisor de ultrasonido con presión de noventa y cinco decibeles (emite diecisiete mil quinientos hertz), fabricado por Compound Security (País de Gales) en 2004 y en funcionamiento desde 2006. El sonido que emite El Mosquito no puede ser escuchado por mayores de treinta años, debido al envejecimiento natural del oído. “Ese es el punto diabólico que tiene El Mosquito, pues es un aparato que instalan adultos para repeler a los jóvenes”. Se trata de un “arma acústica de control social que además no deja marca en la superficie de la piel y eso hace imposible documentar un ataque con ella”. El hypersonic sound es escalofriante y propio del universo Dick. Emite una frecuencia “de forma paralela y dirigida”, como si fuera un haz o un rayo de sonido que sólo escucha una persona que esté en un lugar específico. Ha sido utilizado en Estados Unidos para promocionar la serie de televisión Paranormal. “El setenta por ciento de las personas cree en fenómenos paranormales. ¿Y usted?”. El experimento era como sigue. En el piso se hacía una marca. Si alguien se paraba ahí, escuchaba una voz como si fuera la de Dios. Pero esa voz únicamente le llegaba a una persona. Las demás no se enteraban. “La posibilidad de dirigirse a un solo individuo puede tener otros usos. Imaginen una manifestación de veinte o doscientas personas con pancartas y que a cien metros un policía apunte al rostro de un manifestante con ese dispositivo acústico y lo amenace. Ninguno de los que lo rodean sabrá que le han hablado y él nunca podrá demostrar que lo han amenazado. Ese es el poder del hypersonic sound”, dice Longina.

Volcler dedica el último capítulo de su libro a la “tortura musical” como método de interrogación. Llamativamente, no hace referencia a The Big Combo, una película noir y anticipatoria dirigida por Joseph H. Lewis e interpretada por Cornel Wilde. Hagamos un breve resumen: el señor Brown, que en un tiempo se desempeñó como carcelero, dirige ahora una de las organizaciones mafiosas más poderosas y sanguinarias del país. Manejan el negocio del narcotráfico y las apuestas clandestinas, secuestran, roban y extorsionan. Hasta que el teniente de policía Leonard Diamond (Cornel Wilde) emprende una cruzada para terminar con esta red criminal. No la tendrá fácil al principio, porque es capturado y sometido a una tortura sónica. Atado a una silla, es obligado a escuchar la radio y la voz del rufián a través del audífono. Primero, a un nivel normal. Pero de inmediato, la música sube y se cuela en uno de sus oídos. El cautivo da muestras de dolor intenso. Han encontrado una manera de someterlo sin dejarle huellas en el cuerpo. El jefe le pide a uno de sus matones que grite, y que ese grito sea captado por el micrófono, que esa vehemencia estentórea llegue al oído de Diamond, lo que le provoca un sobresalto. El espectador se entera de qué música le provoca al prisionero tanto dolor: es una orquesta de swing. Cuando la batería cierra la sección, el torturador sube aún más el volumen. Hasta uno de los guardias siente el efecto de tanto decibel en un espacio acotado. En la escena siguiente vemos a Diamond en su casa, tratando de curar su dolor en el oído derecho. La posibilidad de que los confeccionadores de los manuales de tortura de la CIA y, más tarde, los interrogadores de Guantánamo y Abu Ghraib hayan visto The Big Combo no es descabellada.

Curiosamente, la utilización de la música por fuera de sus funciones históricamente específicas durante los últimos siglos (placer desinteresado, ritual social o privado, distracción amena, modo de conocimiento), su conversión en un instrumento al servicio de la confesión obligada, ha tenido defensores. Estos la consideran un castigo más liviano que todo el que deje en el cautivo marcas irreversibles e incluso irremediables. Jessica Wolfendale sostiene que la expresión “tortura sin contacto” mitiga la severidad de las consecuencias de los métodos de interrogación y perpetúa una definición equivocada de tales actos de tortura. “¿Qué es lo que podemos saber sobre nosotros mismos en Estados Unidos cuando nos enfrentamos a dicha perspectiva? ¿Qué nos dice sobre nosotros y nuestros antagonistas el uso que hace nuestro gobierno de la música?, se pregunta Suzanne Cusick, una investigadora de la Universidad de Nueva York que, desde la década pasada, ha abordado este asunto con fuerte énfasis, y a quien Volcer glosa profusamente. Los tipos de músicas que se utilizan por lo general no exceden el paradójico rango del “pop ligero”, aunque no suelen faltar la canción infantil, el rap o el heavy metal. Por los altavoces se han escupido, a decibeles intolerables, temas de Christina Aguilera, Metallica (“Enter Sandman”), Nine Inch Nails (“Mr. Self Destruct”), Queen (“We Are the Champions”) y las melodías que identifican programas como el del dinosaurio Barney o Plaza Sésamo. Thomas Y. Levin, de la Universidad de Princeton, se ha interrogado, no sin escozor, sobre el sentido de esta suerte de “playlist”, un criterio de selección realizado por los propios torturadores, muchas veces jóvenes. ¿Qué tipo de praxis y experiencias los llevan a la construcción de esos repertorios? “La cuestión que surge de la práctica de la música como tortura está más cerca de casa. Esto no significa para nada trivializar el sufrimiento real, sino también insistir en que el terrorífico acto de violencia sónica demanda que nos enfrentemos con las que podrían ser cuestiones dolorosas sobre el estado general de la escucha”.

Según Volcler, el rápido desarrollo de las armas o dispositivos sonoros a partir del año 2000 evidencia un cambio en la aplicación de las leyes, que de alguna manera toleran la tortura musical, y, por sobre todo, de la concepción de la esfera pública y nuestra relación con lo que nos rodea. Enfrentar estos problemas requiere estrategias tan audaces como creativas. Sostiene Goodman que la mayor parte de las discusiones teóricas sobre las relaciones entre el poder y el sonido, al sustraer la vibración, tienen una dimensión faltante que llama “políticas de frecuencia”. Allí hay un agujero negro. Y debe ser abordado desde la filosofía, la ciencia, la ficción, la estética, la cultura popular.

 

Imágenes [en la edición impresa]. Alberto Goldenstein, serie Flâneur #5 y #6, 2004.

Lecturas. Juliette Volcler, Extremely Loud. Sound as a Weapon (Nueva York y Londres, The New Press, 2013); Steve Goodman, Warfare. Sound, Affect, and the Ecology of Fear (Cambridge, MA, MIT Press, 2010). Thomas Y. Levin, “Music, Torture and the Aesthetic Politics of the Playlist”, Harvard Sawyer Seminar, noviembre de 2013. Además, taller/tecnologias-sonoras-de-control-social/.

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