Otra Parte es un buscador de sorpresas de la cultura
más fiable que Google, Instagram, Youtube, Twitter o Spotify.
Lleva veinte años haciendo crítica, no quiere venderte nada y es gratis.
Apoyanos.
Efectos de una noche tokiota con Kan Mikami y un recuerdo de Mungo Jerry como coda.
Bar Yellow Vision de Tokio, 27/3/14, 19.30 horas. Finalmente, todo pub de rock –porteño, berlinés o tokiota como este– cumple con una atmósfera seriada: un neblinoso claroscuro, datado en unos ochenta de comic noir. Detrás de nuestra mesa se aprieta un hombre calvo o rapado, de remera y jeans para invisibilidad de transeúnte. Se inclina levantando el chopp. Su anillo de barba blanca encierra unos labios demasiado carnosos y rojizos para pertenecerle a un oriental. Un Luca Prodan, de haber sido realmente sumo.
Este hombre cumplió sesenta y cuatro años hace una semana nomás. Se llama Kan Mikami, o Mikami Kan (los japoneses prefieren primero el apellido). Como cantautor y actor, es una de las máximas leyendas del underground nipón (ese que esta noche cuen ta con dos argentinos como espectadores, merced a lo cual se logra la suma de quince personas a ciento treinta pesos por cabeza). Desde comienzos de los setenta se dedica a boicotear a ese “Bob Dylan japonés” que la prensa esperaba de él tras su exitosa actuación en el festival Nakatsugawa Folk Jamboree (Woodstock del Sol Naciente). En Occidente, se lo bautizó equívocamente “El trovador del acid folk oriental”; aquí prefieren acertar con la autodefinición que él diera de su música, “Japanese blues”. En 1972, la censura terminó por popularizar su imagen de outsider y agent provocateur (formó parte de los mayos 68 de la militancia estudiantil tokiota), al prohibir su versión sobreerotizada de un hit sentimental del momento, “El sueño florecerá por la noche”.
Siempre había leído que la experiencia en vivo de Mikami es superior a la mera escucha de sus registros fonográficos. YouTube había terminado de cebarme. Ahora lo presiento aquí atrás, a sólo dos vasos de distancia. Fuma y fuma; me vuelvo y noto cómo va borrándose detrás de la reflexiva impasibilidad de un Confucio que se jubiló de beatnik. Vuelto tempura de sus propias bocanadas, se agazapa a la espera de su turno, cuando deba caminar una docena de pasos, subir un escaloncito y completar el exiguo escenario. Al verlo colgarse la Gibson blanca aplaudimos, produciendo un solo golpe hueco, el de alas batidas por una paloma que escapa (el mismo desapasionamiento protocolar se oye, antes de cada improvisación, en el disco live Daikanjyo, que Mikami grabó con Shoji Aketagawa y Toshiaki Ishizuka en 2002).
Bajo una dieta de somníferos, con el fin de sobrellevar las veinticuatro horas de vuelo y el posterior jet lag, a Japón se lo habita, los primeros días, como si fuera una Daydream Nation. En esa somnolencia espectral, Mikami se me dibuja y desdibuja en un aura de luz roja, gravitando robusto y rústico, como el hombre de campo trasladado a la ciudad que es. A la segunda canción, el naufragio comunicativo comienza a dejarnos en las orillas de Lost in Translation. Seguimos los punteos que puntúan el lamento cuarteado de la voz, porque las palabras han sido perdidas. Sabemos que sus versos navegan el “surrealismo sucio” (penes aceitosos de marineros, ropa interior de tibetanos sudorosos y así), pero la definición no nos tranquiliza, uno no deja de sospechar que un resto intraducible resiste en esos ideogramas. (La sensación en Japón es siempre esa, que la comunicación se reduce a la función fática, y a lo fáctico, a lo más instrumental, que nunca nos vamos a entender por más que hablemos el idioma). Mi amiga Emiko trata de traducirme literalmente las estrofas que Kan le superpuso a la canción clásica “El sueño florecerá por la noche”: “Siete y dos son nueve / Pero nueve es mucho mejor / Cuatro y cuatro son también nueve”. Al rato, me explica: nueve se pronuncia “Ku”, que significa “sacrificio” y “angustia”, mientras que el cuatro coincide con la palabra “Shi”, “muerte”. Semejantes complicidad y complejidad semánticas me dejan afuera. Porque, por si fuera poco, en la interpretación vocal Kan escupe/gime/ expectora sílabas que no podríamos saber si las elige la música o el sentido. Digo, me identifico con Laura Nyro cuando estira la cadencia del fonema “tear” en “New York Tendaberry”, pero aquí sólo podría dejarme llevar por el espasmódico melodrama de Mikami. “Lo importante para mí es que, aun cuando esté cantando en japonés, el público que no sepa mi lengua me entienda”, declaró el cantautor. De ser así, ya estamos conectados. Otra vez, Japón me impone una regresión al infante (no sé hablar) iletrado (no sé leer) que alguna vez fui: ¿y si fuera este estado regresivo el ideal para experimentar la “paraverbalidad” de las canciones, una percepción libre que siempre ansié?
Don Kan sale y entra de la zona del micrófono, meneando la cabeza que chorrea como vela de sudor, con los ojos cerrados, bueno, más cerrados de lo que sus mirillas umbilicales ya están. Su rostro lunar se aja, pez globo llevado por un anzuelo de expresividad. Demasiado esfuerzo por no parecer un crooner fallido. Cuando se usa “enka blues” como sinónimo de Mikami se está en lo cierto: el enka es la balada triste que cruza ingredientes del folclore local con las orquestaciones importadas del Tin Pan Alley. El resultado impone a los cantantes una especie de Parkinson sentimental, que interpretan en estado de sollozo, anudando cada verso con una gárgara de melisma. Mikami retomó esa tradición lacrimógena, valiéndose de la crudeza expresiva del blues del Delta para su reinterpretación. Por su mirada “cubista” al acercarse al blues, por su vocalización legitimada por la influencia de Howlin’ Wolf y su lírica dadaísta, no sería exagerado definir a Kan Mikami como el “Captain Beef heart japonés”.
Eso en lo que a blues se refiere, porque en el Planeta Enka nuestro hombre es romantisísmico. Si bien no subvierte del todo sendos códigos emocionales de los géneros, al menos recurre a la infraestructura afectiva que los sostiene para pervertirlos, hasta dar con su propio mapeo sentimental.
Mientras el Dylan tardío sigue descendiendo a la cavernosidad de la afasia y la amnesia verbal, tras haberlo dicho todo subido a la nariz de su estatura de Poeta, Mikami intenta sostener quiebros con una voz ya quebrada para siempre, como si lo hubiera gritado todo de una vez. Estamos enfrentando una voz cicatrizándose aún, en estado wabi sabi, que carga orgullosamente la marca del tiempo. La rugosidad de su ronquera no funciona como un defecto elevado a opción tímbrica (como sucede en Rod Stewart, Joe Cocker, Tom Waits y –por qué no– Louis Armstrong): es la sustancia misma de su interpretación. Como él mismo lo definió con el título “Barking Practice” [Práctica de ladrido], sus vocalizaciones se enfrentan a un desafío gutural por canción, lejos de toda voluntad de mera afinación; vaya como ejemplo extremo el primer track del álbum Sichisiki, que grabó con el trío Vajra, donde se dispone a sostener durante dos minutos una carcajada sobre feedback que ni el Guasón más vengativo habría soportado. Espejo invertido del cantante virtuoso, Mikami no teme perder la voz en busca del hara kiri definitivo, quién otro si no podría comprometer sus cuerdas vocales hasta la afonía, emitiendo chillidos, relinchos y rugidos en el oceánico track cinco del Sichisiki. Bueno, sí, hay otra: Yoko Ono. Volveremos a ella.
Del modo en que se trenzan, ya punteos atropellados y entonaciones disfónicas, ya rasguidos resbaladizos y recitativos expectorantes, no podría resultar una expresión “acabada” sino más bien todo lo contrario. Ítem clásico de la literatura japonesa del siglo xx: ese traumatismo de una expresividad imposible que quedó focalizado en la tartamudez del protagonista de El pabellón de oro (Mishima, escritor favorito de Kan). “Antes de que hable, tartamudeo en mi mente, y entonces mi yo cultural trata de corregir ese tartamudeo convirtiéndolo en una oración limpia”, escribía Yoko Ono en el booklet de su Onobox. La mujer de Lennon se alimentaba de esa matriz pregramatical: en sus discos, gritaba todo lo que su marido hubiera querido bajo receta del Dr. Janov, pero los dogmas y la burocracia de la canción no se lo permitieron. El modo en que Ono fue condenada en su momento ejemplifica que el rock no estaba preparado para dar un salto definitivo fuera del pop, fuera de la canción, para relacionarse con sus materiales en crudo, es decir, el grito y el ruido. Mikami no se adapta sin reparos al código emocional del blues eléctrico anglo, como su compatriota Carmen Maki (Blues Creation, 1969), pero tampoco se interna del todo en territorio infralingüístico como Yoko. O Masonna, un artista del llamado japanoise, cuya especialidad es distorsionar sus propios gritos hasta lo inaudible. “Keiji Haino es interesante para mí, porque en su música él trata de expresar las emociones básicas antes de que tomen las formas de las palabras”, decía Mikami en 2008 a The Wire sobre su compañero del proyecto Vajra, para concluir que su interacción con Haino era fructífera porque mientras él buscaba las palabras y su articulación en letras, el otro lo boicoteaba.
“¿Podés adivinar lo que estoy pensando?”. Esta pregunta le formula Mikami, haciendo del Teniente Ito, a David Bowie, en Feliz Navidad Mr. Lawrence (1983), la película de Nagisa Oshima. Acto seguido, el nipón tumba al rubio de una piña. “Forzar a otro / a que capte tus sentimientos / antes de que vos mismo los entiendas / está totalmente fuera de lugar”, canta Mikami en “The Fascination of a Big Sheep” (2003). Finalmente, algo de este orden, o desorden, sucede en un concierto (o desconcierto) de Mikami cuando no se comparten su idioma y su cultura: ¿Qué estará pensando? ¿Qué estará sintiendo? ¿Qué le pasa? ¿Qué dice? Frente a Mikami, como occidental, uno reacciona afectivamente ante una coreografía de gestos performáticos que se desvían de nuestra lógica del sentido, de nuestra sintaxis emocional. Nos histeriza. Como escribe Kazuko Yamamoto en las liner notes de 1979, “a veces la gente llora sin una causa definida. Este álbum nos acerca a esa clase de sentimientos”.
Vuelo EK 247 a Ezeiza, 11/4/14, hora indefinida. Insomnio. Recurramos al archivo de música disponible en el avión. Listado por año de hits en la bbc de Londres. 1970: “In the Summertime”, de Mungo Jerry. Hacía cuarenta años que no escuchaba esta canción. No recordaba que en su inocente hamaca skiffle pulsaba un “oh oh oh” que remitía sin ambages al ritmo de una “pene-tracción”. El “Di di dí / da da dá” lo tenía más grabado, claro. Es que entonces yo era un niño que no sabía inglés y todavía no leía, pero más que nada no estaba listo para tener “Mujeres en la cabeza” y pensar qué podía hacer con ellas, como se oye ahí.
Puede existir un efecto traumático del pop del que poco se ha escrito. Traumático, porque se trata de no poder metabolizar un estímulo (erótico) que se recibe de los adultos. En mi caso, el primer trauma pop se llamó Sandro. ¿A qué se debían esos ataques que tenía en el programa de Mancera?
Cuando tomé un éxtasis, fui a una rave y bailé acid house, cumplí con los requisitos subculturales para experimentar lo más plenamente posible una música determinada. Pero ¿qué pasa cuando no se produce una sincronía psicofísica con una música popular? Entre la indiferencia, la incomprensión y el trauma hay varias opciones. Nunca pensé que gracias a un recital de Kan Mikami al otro lado del mundo iba a revivir esa experiencia traumática (pero también gozante) de soltar el cuerpo, dejarse afectar, mientras la cabeza no entiende nada. Como hacía de chico, con aquel hit de unos tal Mungo Jerry.
No quise que el final del relato se ensombreciera con otro de esos desolados aplausos tras el último tema. Menos aún, cuando el silencio que siguió fue tal anticlímax de desencanto: entrevemos al músico desenchufando la guitarra, solo, mientras cerramos la puerta del pub y alguien junta los vasos.
Imagen [en la edición impresa]. Alberto Goldenstein, serie Flâneur #8, 2004.
Escuchas. Si tuviera que elegir sólo seis álbumes de una obra tan prolífica que llega a la cuarentena de álbumes, separaría: 1979 (2003), Bang! (1974), Mandala Cat Last y Sravaka (2002 y 1998, respectivamente, ambos firmados como el trío Vajra, que se completa con la guitarra nihilista de Keiji Haino y la percusión marcial de Toshi Ishizuka), Jazz Sono Ta (1995) y Juw (2008). También, Yoko Ono, Don’t Worry, Kyoko (Mummy’s Only Looking For Her Hand in the Snow) (1971, en Fly) y Masonna, Ejaculation Generater (1996). Es recomendable consultar YouTube.
Lecturas. Brian Massumi, “The Authonomy of Affect”, en Parables for the Virtual: Movement, Affect, Sensation (Durham, Duke University Press, 2002). Susan Buck-Morss, “Estética y anestésica”, en Walter Benjamin, escritor revolucionario (Buenos Aires, Interzona, 2005). Marina Tsvietáieva, Mi madre y la música (Barcelona, Acantilado, 2012). Oliver Sacks, Con una sola pierna (Barcelona, Anagrama, 1998). Roland Barthes, “Sin palabras”, en El imperio de los signos (Barcelona, Seix Barral, 2007). Yukio Mishima, El pabellón de oro (Barcelona, Seix Barral, 1985). David Novak, Japanoise: Music at the Edge of Circulation (Durham, Duke University Press, 2013).
Para una historia contemporánea de los usos del sonido y la música en el control social y la confesión obligada.
En 1906, tres...
¿Y si en la regresión nos esperara el progreso de la canción?
Salí, soñá, corré / Bailá, mirá allá, ¿no ves?...
De cómo continuar o refutar la estética del fracaso de John Cage.
Silencio sacramental en la sala. Estamos en Buenos Aires. Pero podría...
Send this to friend