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Motherboard, o el infinito de nuestros tiempos

PLÁSTICA

 

Último museo de las últimas vanguardias, el Dia:Beacon se inauguró no hace mucho en las afueras de Nueva York. Fluxus, pop, conceptualismo, minimalismo y otros ismos conviven en el monumental espacio que, en sintonía con lo que muestra, no oculta su pasado industrial. “El arte existe allí –observó Hal Foster– en un momento perpetuo de experiencia intensa.” Aquí, la crónica de un recorrido por las galerías del Dia, abierto a la intensidad de los reflejos, las grillas, las series indefinidas.

 

Dedicada desde 1974 a preservar y difundir el arte contemporáneo, y a servir como espacio de performance y discurso crítico interdisciplinario, la Fundación Dia Art ha añadido a su sede original en el barrio de Chelsea de la ciudad de Nueva York, un nuevo museo: Dia:Beacon Riggio Galleries, inaugurado el domingo 18 de mayo de este año. Situado en la ribera del Hudson en Beacon, pueblito a menos de dos horas de Nueva York, el museo ocupa una antigua fábrica del año 29, donde se imprimían cajas de cartón. Robert Irwin, a quien la fundación invitó a diseñar el plan general, que comprende el edificio y los espacios exteriores, tuvo buen cuidado de no borrar la fisonomía típica de la construcción industrial moderna. Dados los exorbitantes precios del metro cuadrado en Nueva York, es más que razonable la idea de situar un museo en las afueras, al alcance de los habitantes de la ciudad, que pueden llegar en auto o en tren. Pero no carece de extrañas consecuencias. Aislada del bullicio ciudadano, de calles, perros, oficinas, cafés, gatos imperturbables enmarcados en ventanas, teatros y sirenas de ambulancias, policías o bomberos, esta fábrica tan cuidadosamente conservada se ha separado del lugar y el tiempo del trabajo: al Dia:Beacon se va un día feriado, como cuando se quiere pasar un día de campo. Con todo, la sustitución de ciudad por campo no es tan neta como podría esperarse: no se ve el Hudson, el preámbulo del museo es una playa de estacionamiento y un atrio con cuatro o cinco mesas, apéndice de la cafetería; ya adentro, las ventanas altas ofrecen luz pero no permiten ver nada que no sea el arte de las salas. El espacio total de exposición, de una amplitud inusitada –más de 12.000 metros cuadrados con luz natural–, es ideal para buena parte de la producción de los últimos cincuenta años que, por su carácter y su escala, no se acomodan fácilmente en locales de ciudad. Integran la colección permanente del Dia:Beacon obras de algunos de los artistas más importantes del último medio siglo: Louise Bourgeois, John Chamberlain, Hanne Darboven,Walter De Maria, Robert Irwin, Donald Judd,On Kawara, Imi Knoebel, Sol Le Witt,Agnes Martin, Blinky Palermo, Gerhard Richter, Robert Ryman, Richard Serra,Andy Warhol. La lista continúa, pero estos nombres bastan para advertir que a los curadores del Dia:Beacon no les interesa exponer una muestra variada del amplio espectro del arte contemporáneo, sino que quieren concentrarse más bien en un grupo de artistas animados por una visión afín o por lo menos compatible. Nacidos la mayoría de ellos en la década del 30, constituyen ya una vanguardia canonizada.

La frontera entre obra y observador, objeto casi proverbial de jugueteos osados, pero a la larga tímidos, en el fondo siempre respetuosos, desaparece o es sometida a serias presiones y violencias. Ahora la obra literaliza aquello de que el arte nos envuelve. La escultura de Richard Serra, una espiral alta y masiva, de anchísimo metal –tan ancho que no suena cuando lo golpeo– sofoca el espacio en sendero que debo recorrer, y me somete a leve claustrofobia. Mientras camino, pienso en los antiguos laberintos, no construidos para proponer el tonto problema de encontrar una salida a quien entrara en ellos, sino para invitarlo a meditar. Éste no es un laberinto; no tengo más opción que la de volver por donde vine o seguir avanzando. El sendero se angosta, tambalea, pero no se bifurca. Además, contra lo que invita a pensar la fuerza poderosa de esta alta y sinuosa plancha de metal oscuro, es breve. Apenas un par de vueltas, tres a lo sumo, alrededor del centro, donde la claustrofobia se resuelve en algo de alivio gracias a que el espacio se ha ensanchado en un círculo. He llegado al centro. Y el centro está vacío. Pero no; allí estoy yo. Richter hace algo parecido en una de sus instalaciones: dos descomunales planchas enfrentadas de plexiglass –pantallas en gris oscuro y brilloso– me reflejan a derecha y a izquierda como en off. Me encuentro en seguida repitiendo los movimientos de la pareja que me precedió en esta galería. Cuando entré, los dos inspeccionaban el modo en que se habían instalado las planchas. Desdeñando las pantallas, yo termino también entre el plexiglass y la pared. No sé muy bien por qué lo hago; carezco de todo interés por los problemas técnicos que pudo haber planteado esta instalación. Me pregunto cómo es que, en estos tiempos tan adictos a la personalidad, cuando el arte nos devuelve con literalidad nuestra propia imagen, la evitamos. Ensayo varias respuestas, y ninguna me satisface del todo. La escultura de Serra o la instalación de Richter son minihappenings, donde cada observador se vuelve prop, protagonista incidental, transeúnte, que garantiza, al cerrarse el museo, que la espiral herrada o el brilloso plexiglass queden vacíos, libres de toda sospechosa trascendencia. De las alturas en las que solía vivir, el arte ha bajado a nuestros pies. En el piso ha instalado Walter De Maria su hilera de bordes redondos y cuadrados de metal pulido. Lo mismo ocurre con uno de los cuadros de Robert Ryman, colocado a unos pocos centímetros del piso, perpendicular a la pared. Lienzo y figuras, como las instalaciones de Judd, Sandback y Smithson, me obligan a mirar de cerca y desde arriba. Está claro que en estas salas el arte intenta, una vez más, desafiar creencias y expectativas, y de hacerlo sin estridencia ni sutilezas.

 

El cuadro aspira a lienzo. Los rectángulos de Ryman imitan el lienzo blanco. Contra siglos de tradición que enseñaron a suponer que el cuadro decía o representaba algo, el arte contemporáneo es lo que es, no trata de decir nada (¿como impulsado a desandar camino, a llegar a un grado cero?). Aquí la obra aspira al lienzo. Cerca de Ryman, encuentro los lienzos grises claros con ganas de rosados o de blancos, de Agnes Martin. Me gustan. Después del instante en que capto la totalidad, mis ojos merodean por las finas rayas paralelas, diseñan ochos acostados, sospechan temblores en las grillas firmes. Las grillas delicadas se vuelven fondo y el fondo, superficie de dibujo virtual que trazo con mi mirada. En uno de esos lienzos, sobre superficie rayada en puntillismo, encuentro juegos del gris, matices de lo abstracto o lo indecible. Nada más lejano del pobretón lenguaje de los sentimientos, que congela parcelas en cubeteras de colores sólidos, que vuelve el indecible fluir en pesados sustantivos: tristeza, gozo, angustia, azoramiento. Estos mareos me hacen sentir: más, algo, horizontal, un poco pero, antes, arriba, menos, menos, atrás, íntimas diagonales que juntan puntos distantes de mi vida. Motherboard.

 

Concebir, luego ejecutar. Ryman refresca su Varese Wall, un inmenso rectángulo que se extiende en eje horizontal, cada vez que la expone. La idea de pintar un rectángulo absolutamente blanco acerca esta pintura a la música: como la partitura en el concierto, el cuadro se actualiza en la exposición. Tal actividad revela que el acto creador está situado en el momento de concebir, y no es simultáneo con la ejecución, como ha ocurrido siempre con la pintura o la escultura, como ocurría también con los cantos épicos yugoeslavos, donde actuación y composición eran aspectos simultáneos de una misma actividad, antes de que interviniera la escritura. Esa linealidad –primero concebir, luego ejecutar –nunca fue tan precisa en el arte tradicional. La concepción era alterada, superada para bien o para mal, por el momento de la ejecución. No aquí. Aquí se concibe. Luego se ejecuta. Y la ejecución puede repetirse incesantemente. ¿Como las partituras de Satie? No del todo. Porque, para bien o para mal, la partitura tendrá el sello del ejecutante, pero la pared blanca de Ryman sería, pintada por otro, exactamente igual. Si el acto de crear está reducido a la concepción, el destino de estas obras está signado: desaguarán sobre todo en ejercicios y placeres hermenéuticos. El mismo principio de separar el momento de concebir del tiempo de la ejecución anima en la Today Series de On Kawara. En el amplio espacio de paredes blancas se han colgado rectángulos negros en los que se lee una serie de fechas: “NOV.3, 1989”, “OTT.17, 2001.” Las variantes de estas escuetas notaciones son apenas perceptibles, pero tratando de hacer sentido de lo que veo, llego a advertir que el nombre abreviado de los meses aparece en diversas lenguas, todas asimiladas por la misma factura. También noto diversidad en el tamaño de los rectángulos, que –leo luego en la cartilla– varían de 20 a 25 cm por 1,50 a 2,20 m en el eje horizontal. En poquísimos casos –recuerdo uno solo– encuentro dos fechas iguales, una encima de la otra: día prolífico para On Kawara. Porque en la cartilla el artista explica que cada fecha indica la fecha en que pintó la fecha, y que la abreviatura del mes responde a la lengua hablada en la ciudad donde la pintó. Un cierto placer produce leer esa cartilla. ¿Y de la fecha en que no pintó nada, no quedan rastros? ¿Hacer es ser? ¿Narcisismo exacerbado? ¿Y las fechas en las que no pintó nada, que son las más en el tramo de unos veinte ó treinta años, serán el marco, serán la pared blanca en la que se sostienen las fechas señaladas? Pero éstas y otras preguntas en las que me ha metido la cartilla (más que los cuadros mismos) son juego conceptual, desarrollable, transmisible por medio de mi propio lenguaje no tocado por la gracia del arte.

En cierto momento tengo la sensación de que faltan un guión y otra fecha, y de ahí recabo que estas fechas son como las que encierran el tramo de una vida en la parca notación de las tumbas. Estas fechas, con sus letras y números de molde, carentes del temblor de mano alguna que pudiera sugerir la vibración de un día, son signos de que el día ha muerto y descansa ahora prolijamente en su nicho, listo para exhibir. Me detengo otra vez. Estas reflexiones, pura operación intelectual, fueron inspiradas por la factura de las fechas, que se resisten a todo sensualismo, a toda vibración. ¿Se resisten? Claro que no. Hay sensualidad en la letra de molde. Dan placer a los ojos los contornos, hasta la falta de espacios, el punto y la coma, tan puntualmente iguales, de cada una de las muchas fechas en que pintó sus fechas On Kawara. Conozco bien esa sensualidad de los límites, del orden, del comercio de papel blanco y tinta negra (aquí invertidos) y de las definidas letras de molde. Conozco esos placeres del letrado, que nada tienen que ver con pensar ni con sentir sino con la pura sensualidad de las formas. Placer de la nitidez, que nuestro tiempo ha descubierto con más fuerza que otros tiempos, acaso por el borroneo constante al que estamos sometidos.

 

Los nichos de la historia. Tres o cuatro inmensas salas ocupa la Kulturgeschichte de Hanne Darboven. La extraordinaria apariencia de orden de estas paredes empapeladas de marcos me hace pensar en esas cajas en las que uno guarda el detrito de su historia personal: fotos, textos, alguna hoja de algún bosque, algún perfil o un par de palabras dibujadas en servilletas de papel frágil, postales, fragmentos de partituras o periódicos. El atractivo de esas cajas de zapatos es el del arte: a diferencia del álbum de fotografías, tan irremediablemente tedioso, encuentra uno allí fragmentos que se acomodan disparatadamente y ponen en contacto pedazos de vida que de otro modo jamás habrían convergido. En la Kulturgeschichte, los fragmentos se han reunido y alineado para siempre, de a 6, de a nueve, de a doce o dieciocho unidades por marco fino de madera clara. Muchas veces la disposición de las postales o las fotos o los textos va dictada por el espacio posible creado por el marco, que es como el canto firme de esta sinfonía que no logro oír. Así, la iglesia de una postal se coloca acostada, y la aguja de su torre, que ya no apunta al cielo, resulta un garabato. Rige esta composición la necesidad de acomodar un cierto número de unidades en un marco de tamaño estable. Los fragmentos enmarcados forman unidades mayores, parejas esta vez, una lindando con la otra, emparedando por completo las cuatro paredes, asfixiando el espacio. La variedad de unidades queda encerrada, y al mismo tiempo admitiría la posibilidad de continuar indefinidamente, en el espacio de otras salas, otros museos, otros muros. Se ha serializado. Acaso la disposición de los fragmentos guarde alguna coherencia, pero no me importa. No puede importarme, porque me superan las paredes. La coherencia está dada por la manipulación del espacio, al que se subordina el tiempo de la historia. El espacio, que equivale a las “líneas” mayores que disciernen el historiador o el sociólogo, a las que subordinan los aconteceres. Las “grandes líneas,” respondiendo a intereses ideológicos conscientes, o simplemente a la ficción necesaria que acompaña todo acto interpretativo, los ponen en fila.

Lo cierto es que a primera vista, estos rectángulos son nichos donde se ha apretujado con aparente prolijidad y en serie lo que alguna vez fue río. Río inmóvil ahora, parcelado. De a ratos –concesión al espectador o variatio necesaria–, los marcos encierran fotos grandes de Marilyn o James Dean, una gran foto de familia, Elizabeth Taylor, Katherine Hepburn. Cada foto grande, marginada por dieciocho rectángulos pequeños de fotos, de puertas por ejemplo. Textos impresos en alemán. En algunos alguien ha escrito un número al final de cada línea. Y aunque son sospechosamente decenas –40, 30, 20…– me detengo a contar las letras de cada línea. No, los números no responden a las letras. Como notaciones de corrector de galeras, el texto es tumba, exige unos retoques antes de guardarlo. También hay aquí paneles de lo que al principio me parecen garabatos. Pero no. Son demasiado parejos. Estos “garabatos” son mímesis de escritura en la que los trazos de la pluma se han homogeneizado hasta perder su carácter de signos. Garabatos prolijos, escritura también serializada, potencialmente infinita, vaciada, en la que el grafema pierde su función de indicar un sonido particular. Como nosotros en el mundo contemporáneo, el significante se aplana, se adecenta, se empareja, aspira a insignificante. Y lo logra. Entonces pienso en lo que pasa con la imagen en la transmisión a distancia. Necesita volverse un manojo de puntos para atravesar las distancias, y sólo en el lugar de la llegada, el receptor recupera de los puntos una forma. Se trata, claro, de un aparato que recibe, procesa y desenvuelve el paquete de puntos de diferente densidad. Sabemos, en fin, que en cierta clase de comunicación, achatar el significante y perder el significado son condiciones necesarias para que el mensaje llegue intacto. Pero aquí se representa el proceso, no la llegada, tampoco la emisión. Estamos en el imperio de los medios. Así, a distancia, estas salas de la Kulturgeschichte son otra imagen del motherboard. Una especie de aleph serializado.

 

Motherboard: metáfora madre de nuestro tiempo. Walter De Maria construye círculos y cuadrados de metal, y los fija en tándem sobre el piso de madera clara, en línea recta, a lo largo de un espacio inmenso, como de depósito sin estrenar, impecable en su perfecta vaciedad. De tan pulido, el metal refleja los mínimos titubeos de la luz, casi agua, casi aire apenas encarnado, que producen la placentera ilusión de algo que no responde al rígido esquema de las formas.O acaso el placer provenga de advertir que esos movimientos de la luz están encarcelados en los marcos de metal, viven su corta vida en los confines limitadísimos de esos bordes pulidos, no se continúan en la madera del piso, que se niega a reflejarlos. Lo cierto es que el atractivo de esta geometría depende de la composición del espacio que habita, del cual el artista no es responsable sino a medias. ¿Se trata de una instalación o una escultura? Las explicaciones de la cartilla dicen que cada figura de metal es una escultura en sí misma y yo lo dudo. Aunque, me recuerdo, estamos en una época en la que la total sumisión en que vivimos nos impulsa a compensar: y así nos consolamos en la fantasía de creernos cada uno dueño y señor del significado de las cosas, centro del universo; vivimos tiempos en que sólo es alcohólico quien declara que lo es, en que un objeto es arte si alguien así lo define; tiempos en los que la obediencia es literalmente ciega y por eso se viste de anarquía y se dedica al chato culto del yo. Más que esas fórmulas geométricas que marcan los tramos de mi caminata de un extremo al otro de la galería, lo que me atrae aquí es la sugerida expansión ad infinitum del espacio. La sala es acaso menos de una cuadra de longitud, pero la alargan las paredes pintadas de blanco que amplifican la luz derramada por las claraboyas. (Claraboyas que al principio no veo porque se ocultan en repliegues rígidos del techo; repliegues que, a diferencia de la trayectoria de un rayo, se repiten a intervalos perfectamente regulares y por eso terminan haciéndose invisibles.) Es consabido que la luz amplía el espacio (“oscura” ha sido, por siglos, el epíteto natural de “cárcel”), y sin embargo… La ilusión de vastas expansiones pertenece a quien vive confinado en una celda, a diferencia del campesino, que quiere su casa pequeña y sus ventanas diminutas, porque vive al aire libre. Alguna vez el universo fue luminoso, sonoro e inmenso pero dotado de límites precisos. Luego, se lo pensó cielo silencioso y oscuro, e inspiraba soledad y pavor. Nuestro tiempo hereda de los románticos el infinito, pero exige nuevas metáforas. El pavoroso espacio celeste pero negro de Pascal, que hemos domesticado en mapas que bautizan estrellas invisibles al ojo desnudo ya no nos sirve. Con todo, acaso aquel pavor romántico sea todavía responsable de nuestra notable devoción por la luz. Vivimos en el imperio de las cárceles blancas y las ciudades vidriadas.

Fiel a sus tiempos, el artista occidental, que fijó primero su mirada en figuras divinas y reales, pasó luego a la figura humana y de allí a su entorno material para escrutar, en la producción que llamamos contemporánea, el interior de objetos y de seres. Trayectoria en picada, en cuyo fondo encuentra otra vez un infinito. Creo que, esta vuelta la nueva constelación de metáforas que viste ese infinito son variaciones del motherboard, el tablero madre de las computadoras. Serializaciones que confinan al mismo tiempo que alumbran y se expanden indefinidamente.

 

Los números del ritmo. Unidades seriadas, seriales. Repetitio cum variatio.Aquí, ahora, en el magro jardín de Irwin, después de haber visto más serializaciones de las que hubiera querido –de cubos (Sol Le Witt), de imágenes (Andy Warhol), de espejos, de planchas de aluminio que repiten el mismo patrón en variedad placentera de colores (Blinky Palermo) –oigo pájaros. Este canto es también repetitio cum variatio, corazón del ritmo. Ritmos. El del tren, el de las dos hileras de árboles, el de las salvias mexicanas serializadas a ras del suelo; ritmo de las hileras de ventanas constituidas de paneles de siete rectángulos por cuatro; veintiocho rectángulos por panel, tres paneles por ventana, ochenta y cuatro rectángulos en total, en los que se distribuiría el horizonte (distribuiría, digo, porque desde adentro, como dije, el horizonte resulta inaccesible). Pero el ritmo se siente, no se cuenta.Y hay algo en las ventanas, en el modesto jardín, que me impulsa a contar. Miro las escaleras que parodian las anchas escalas de la opulencia del Hollywood de otras décadas (por donde bajaba Lana Turner), que se abrían como en abrazo generoso antes de confluir simétricamente en un centro. Aquí, los dos brazos escuálidos de escaleras se repiten, pero con humildad deliberada, y no son de mármol sino de acero grillado, y esa grilla se multiplica en la sombra de la pared al sol, rayada de luz y de sombra. Repetitio cum variatio. Hay algo de cárcel aquí. Ahora me explico la sorpresa que sentí al descubrir que sí era posible abrir la puerta lateral y salir por un rato a fumar un cigarrillo. Recojo en el jardín lo que acabo de mirar adentro: imágenes seriadas, que imitan la reproducción industrial, opera macchinae. Y acaso por eso, y por la disposición igualmente seriada de árboles, de plantas y de arbustos, las florcitas blancas en el otro extremo de este jardín rectangular parecen incongruentes, se escapan –no mucho– de la expectativa que todo lo que he visto me ha creado, no se levantan todas en unísono, algunas se asoman más al cielo, otras se quedan retaconas.

¿Pero no es que la vida, si no el vivir, es una repetitio cum variatio? Estos artistas me ofrecen los números del ritmo. Abstraen. Sin contemplaciones, me dan los hechos desnudos: repetitio cum variatio. Claro que la repetición que ejecutamos en nuestras vidas sólo puede verse a distancia, con la mirada retrospectiva del que ha vivido lo suficiente como para poder entretenerse en encontrar patrones, ritmos, bleeps y bloops. Claro que allí donde yo percibo repetición otro encuentra novedad. Claro que repetición no equivale a igualdad. La repetición es muchas veces el efecto de componer percepciones diferentes y asimilarlas, quitarles el espacio de vida y diferencia, homogeneizarlas como el aparato digestivo aplana sabores, colores y texturas en esa masa marrón que elimina y con la que abona la tierra. (Imposible no pensar en la banderita del multiculturalismo, esta monótona Babel de nuestros tiempos donde los ríos del mundo van a dar al inglés.) Igual que se reúne y subsume la variada y sucia paleta del pintor en la luz que llamamos blanca. Repetitio cum variatio. Producción seriada de lo que comemos, vestimos, oímos y tocamos. Hileras infinitas de sandalias, de polleras, de sillas, cámaras, lentes de sol, el color del pelo y de la angustia. En el patio del Dia:Beacon tomamos un café frío en otro espacio que admite el verde apenas para afirmar el imperio de los bordes. El cemento del piso, en forma de panel de abejas, encarcela el pasto, que crece en hexágonos perfectos, que acaso crea que crece simplemente. Serializar el pasto. Pienso en los serial killers, que comienzan con la ciudad: son artistas seriales, con doble desafío. Repiten su modus operandi y calculan con cuidado de artesanos las variaciones de una obsesión que sin ellas, los delataría demasiado temprano. Habitan la cárcel de su propia obsesión, mientras nosotros, como el pasto, creemos que vivimos libres de culpa, de cargo y de mandatos.

 

 

Imágenes [en la edición impresa]. Vista aérea del Dia:Beacon, foto de Michael Govan, p. 30. Robert Ryman, Vector (Vector), 1975/97. Vista de la instalación en Dia:Beacon, foto de Bill Jacobson, p. 32. Hanne Darboven, Kulturgeschichte, 1880-1983 (Historia cultural, 1880-1983). Vista de la instalación en Dia:Beacon, foto de Florian Holzherr, p. 33. Blinky Palermo, To the People of New York (Part IX), Al pueblo de la ciudad de Nueva York (Parte IX), 1976-77. Vista de la instalación en Dia:Beacon, foto de Bill Jacobson, p. 35. Andy Warhol, Shadows (Sombras), 1978-79. Vista de la instalación en Dia:Beacon, foto de Bill Jacobson, p. 36. Las fotos son cortesía de la Fundación Dia Art.

Lecturas. El sitio de Internet del Dia:Beacon (www.diabeacon.org) incluye breves ensayos sobre los artistas que integran la colección.

Ana Diz estudió Letras en la Universidad de Buenos Aires. Desde 1967 reside en los Estados Unidos. Es profesora titular de Literatura en la City University of New York. Sus publicaciones incluyen dos libros sobre textos españoles de los siglos xiii y xiv. En los últimos años, se dedica a reflexionar sobre cuestiones de estética en artes visuales, música y literatura.

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