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Horizontalidad de las categorías y dimisión crítica

POESÍA

 

Cuanto más se acerca la poesía a los ritmos de la lengua oral, más la función del crítico es leerla sin recurso a la antropología.

 

Desde hace al menos ocho siglos, cada vez que la poesía en Occidente se encuentra amenazada de rigidez la lengua coloquial aparece como el elemento salvífico. Setecientos años exactos hace de que Dante escribiera en El convivio: “Pues la bondad de ánimo que espera este servicio reside en aquellos que por torpe abandono del mundo han dejado la literatura a quienes la han convertido de dama en meretriz; y estos nobles son príncipes, barones y caballeros, y otra mucha gente noble, no solamente hombres, sino mujeres, que son muchos y muchas en esta lengua, vulgares y no letrados”. Dante pensaba, ya entonces, en la “literatura” como algo que podía corromperse por un “malvado descuido”, que podía degradarse en meretriz. Prostitución de la poesía escrita en latín medieval, que quedaba ya, a esa altura, encerrada en la corte (convertida en cortesana). De hecho, Dante había concebido El convivio como un conjunto de catorce tratados, de los que sólo llegó a escribir tres, y lo abandonó para aplicarse de lleno a la Divina Comedia. Erich Auerbach comenta: “Aquí [en El convivio], por primera vez, se apela al público que debía transformarse en portador de la nueva educación europea; porque los monumentos de la vida intelectual europea que la fundaron y ampliaron se escribieron desde ese momento en las diferentes lenguas vulgares y para el público que Dante había pensado; extraen la fuerza de su expresión vivaz del sustrato lingüístico del que proceden hablantes y escribientes, pero todos confluyen en la concepción del volgare  illustre”.

Esta “apelación al público” iba a tener larga y poderosa descendencia. No mucho después de que Auerbach escribiera su ensayo sobre Dante como “poeta del mundo material”, George Orwell argumenta que James Joyce, en Ulises, convierte al hombre corriente, al individuo medio, en héroe épico: “Leopold Bloom es un ejemplo, si bien excepcionalmente receptivo, de hombre de la calle […] lo que hace interesante a Bloom es precisamente que se trate de un hombre ordinario, no cultivado…”. El público apelado era, ya entonces, centro de la ficción; y no precisamente de la literatura popular. Otra de las novelas definitivas del siglo XX, y quizás la más influyente hasta la actualidad, es asimismo incomprensible sin el tratamiento artístico de la lengua popular y del argot: Viaje al fin de la noche, de Céline. Ulises se construye con el inglés de Dublín que Joyce evoca en el exilio; Viaje…, con el francés vulgar con el que Céline había convivido en las trincheras de la Primera Guerra Mundial. En opinión de Julia Kristeva –en Poderes de la perversión–, el gran asunto de Céline es la abyección, y por eso la lengua misma entra en estado de descomposición. Y en un exhaustivo y brillante estudio sobre Céline –Misère de la littérature, terreur de l’histoire–, Philippe Roussin muestra cómo, en la década de 1930, el debate en torno al uso literario de la lengua vulgar es paralelo e indisoluble de la polémica sobre las relaciones entre cultura masiva, literatura popular y arte serio o elevado.

En el principio del malestar estuvo el auge de la industria del cine. Pensado como arte, el cine debía ser, al fin, la suma de todas las disciplinas, la amalgama definitiva de las formas de expresión. Pero, convertido en diversión masiva, se hacía herramienta de dominación y embrutecimiento. En 1929 Dwight Macdonald proclama que el cine es el gran arte del siglo XX; diez años más tarde se retracta: “La separación entre Arte Popular y Alta Cultura […] corresponde a la fina línea trazada entre el pueblo bajo y la aristocracia. La irrupción de las masas en la escena política ha arruinado esa división, con desastrosos resultados para la cultura”. También para Adorno la cultura popular, como la propaganda, es sólo una forma de sometimiento y control. En su argumentación, la estética realista y el uso de la lengua popular en la literatura carecían de entidad artística. En Minima moralia escribe (§ 65): “Oponer el argot de los trabajadores al lenguaje culto es reaccionario. El ocio, y aun el orgullo y la arrogancia, han prestado al lenguaje del estrato superior algo de independencia y autodisciplina […] El lenguaje proletario obedece al dictado del hambre. El pobre mastica las palabras para saciarse con ellas. Espera obtener de su espíritu objetivo el poderoso alimento que la sociedad le niega; llena de ellas una boca que no tiene nada que morder. Se venga así en el lenguaje […] Si el lenguaje escrito codifica la alienación de las clases, esta no puede eliminarse con la regresión al lenguaje hablado, sino sólo como consecuencia de la más rigurosa objetividad del lenguaje. Sólo el habla que conserva en sí el lenguaje escrito libera al habla humana de la mentira de que esta es ya humana”.

Si la conmistión entre lengua culta y nivel coloquial era ya inevitable, Adorno aboga por que el habla se deje impregnar por el registro culto, no al revés. No es muy distinto, en este punto, del pensamiento del último T. S. Eliot, para quien el poema debía escribirse en la lengua de la conversación, pero en un registro transversal y que tendiera a lo elevado. En esto residía, precisamente, lo que llamaba “La función social de la poesía”: “No hay arte más porfiadamente nacional que la poesía […] Donde mejor se expresan la emoción y el sentimiento, pues, es en la lengua común del pueblo; es decir, en la lengua común a todas las clases: la estructura, el ritmo, el sonido, los modismos de una lengua expresan la personalidad del pueblo que la habla […] Daré por sentado que un pueblo encuentra la expresión consciente de sus sentimientos más hondos antes en la poesía de su propio idioma que en otras artes […] Y, cuando una civilización es saludable, el gran poeta tendrá algo que decirles a sus compatriotas de todos los niveles de instrucción […] [El poeta] descubre nuevas variaciones de la sensibilidad de las que pueden apropiarse otros. Y expresándolas desarrolla y enriquece el idioma en que habla”.

Ensanchar el idioma del poema para que, más tarde, toda la sociedad use una lengua más rica: tal es la ilusión que, en 1943, sostiene Eliot en la mencionada conferencia. Muchos años antes, en el prólogo a Lunario sentimental (1908), Lugones había expresado una idea no muy distinta: “El lenguaje es un conjunto de imágenes comportando, si bien se mira, una metáfora cada vocablo; de manera que hallar imágenes nuevas y hermosas […] es enriquecer el idioma, renovándolo a la vez. Los encargados de esta obra, tan honorable, por lo menos, como la de refinar los ganados o administrar la renta pública, puesto que se trata de una función social, son los poetas. El idioma es un bien social, y hasta el elemento más sólido de las nacionalidades”. Atribuirle un provecho nacional a la poesía significaba justificar un lugar central del poeta en la sociedad del capitalismo avanzado, que lo condenaba irremediablemente a los márgenes y la circulación gremial. No es casualidad que Lugones y Eliot hayan derivado hacia posiciones cada vez más reaccionarias, aristocratizantes y contrarias a la democracia (lo que Eliot resume, como de pasada, en su idea de una civilización saludable). Basta ver otro prólogo muy significativo de Lugones, el de El Payador (las conferencias, leídas frente al presidente que promulgó la ley electoral, eran de 1913; el prefacio es de 1916): “La plebe ultramarina, que a semejanza de los mendigos ingratos, nos armaba escándalo en el zaguán, desató contra mí al instante sus cómplices mulatos y sus sectarios mestizos. Solemnes tremebundos, inmunes con la representación parlamentaria, así se vinieron. La ralea mayoritaria paladeó un instante el quimérico pregusto de manchar un escritor a quien nunca habían tentado las lujurias del sufragio universal. ¡Interesante momento!”. Inmigrantes, mestizos, diputados: todos mezclados en la horda que, para instaurar el embrutecimiento social, debe cometer el crimen ritual del poeta, máximo exponente de la cultura elevada y del proyecto egregio de cultura nacional. Lugones se pone en lugar dantesco y apela, como diría Auerbach, “al público que debía transformarse en portador de la nueva educación”. Un público selecto, el del patio de butacas, no el que hace bulla en la calle, el del “sufragio universal”.

Lugones y Eliot forman parte, en este punto, de la última resistencia aristocrática contra la ola del arte para la masa. Poetas de voluntad vanguardista y de mentalidad conservadora, encarnan la lucha sin esperanzas contra el auge del kitsch –lucha ambigua, por otra parte, pues ¿no es ya, en cierto modo, el Lunario sentimental una deriva del kitsch dentro de la vanguardia aún incipiente? En “Vanguardia y kitsch” (1939), uno de los mayores valedores de la vanguardia estadounidense, Clement Greenberg, se refiere al kitsch como “un nuevo producto, un sucedáneo de cultura” destinado a “una población insensible a los valores artísticos auténticos, y sin embargo ávida de esa diversión que sólo la cultura, bajo cualquiera de sus formas, puede ofrecer”. El kitsch aparece como el pivote entre el arte autónomo, elevado, y el sucedáneo producido por la fórmula mecánica y prefabricada. El kitsch mide el espesor de la falla abierta entre el arte como objeto inmotivado, único, y el producto destinado a la distracción que –dice Greenberg– “utiliza como materia bruta los simulacros empobrecidos y academizados de la verdadera cultura”. Protofascistas, aristocratizantes, marxistas de Frankfurt, promotores del expresionismo abstracto: hay un momento en el que todos participan del espanto ante el kitsch, ante el simulacro de arte o de poesía.

Si la división se sostenía aún, la alta literatura estaba en la vanguardia y en el experimento, y fuera del circuito comercial; las fórmulas de la ingeniería cultural, en los géneros que venden diversión. Es en estos, paradójicamente, donde se mantenía vivo cierto vínculo importante con la tradición. En su agudo y muy influyente estudio sobre la “poesía de la experiencia” (1957), Robert Langbaum concluye: “La Poética de Aristóteles tiene mucho que enseñarnos sobre literatura moderna –precisamente porque, de manera ejemplar e iluminadora, jamás se aplica–.[…] Cuando el placer estético se compra y se ignora la verdad, cuando escritor y lector, ávidos de diversión, están dispuestos a asumir la objetividad de una moral sentimental o meramente legal, podemos decir que, entonces, la literatura de acción descrita por Aristóteles todavía florece, como sucede en la profusa diversidad del melodrama, desde la pieza dramática lograda y el best-seller hasta la novela policial, el western y la historieta”. El mismo Antonio Gramsci ¿no se había atrevido acaso a ironizar que el superhombre de Nietzsche era una especie de héroe de historieta? En los Cuadernos de la cárcel escribe: “Cada vez que uno se encuentra con algún admirador de Nietzsche es oportuno preguntarse e investigar si sus concepciones ‘superhumanas’, contra la moral convencional, etc., son puramente de origen nietzscheano, es decir, son producto de la ‘alta cultura’, o bien si tienen orígenes mucho más modestos y si están, por ejemplo, vinculadas a la novela de folletín. (Y el mismo Nietzsche ¿no habrá estado influido en algo por las novelas de folletín francesas? Es necesario recordar que tal literatura, hoy reducida a los corredores y covachas, se difundió mucho entre los intelectuales, por lo menos hasta 1870, tal como hoy están difundidas las llamadas novelas ‘de la serie negra’.)”.

Volvamos por un momento a Dante. O, mejor dicho, a la imposibilidad de un Dante americano. La lírica americana no tuvo la ocasión, la dicha de crearse al mismo tiempo que se fraguaba la lengua, como pasó en Europa. Por eso una buena parte de la poesía americana, y de la argentina en particular, tendió a escribirse en la lengua vulgar, como si el castellano fuera todavía un latín del que pudiera derivarse un nuevo idioma particular y propio. Desde el Martín Fierro hasta hoy, la tensión entre escribir como se escribe y escribir como se habla es visible incluso dentro de un mismo poema. Dos experimentos tan opuestos y decisivos como Argentino hasta la muerte de César Fernández Moreno y En la masmédula de Oliverio Girondo son prácticamente simultáneos. En Estados Unidos, William Carlos Williams había dicho ya que el poema debía incorporar “the rythm of modern speech”, lo que para él significaba “escribir en el idioma americano […] Para mí, la construcción rítmica de un poema está determinada por la lengua tal como se habla, la lengua oral, no el inglés clásico […] una lengua que ha roto los vínculos con un mundo limitado y se despliega abiertamente sobre un nuevo y vasto continente”.

William Carlos Williams pone el acento en el elemento rítmico porque su nacionalismo cultural no contemplaba en absoluto la posibilidad de que el poema se convirtiera en una mera transcripción del habla de la calle. El trabajo artístico consiste, precisamente, en la formulación de una poética que incorpore la lengua oral en un proyecto estéticamente ambicioso. Es allí donde la lectura crítica tiene su función indeclinable: en la razonada evaluación de los resultados de tal empresa. El crítico que se identifica con su objeto, que lo publicita y promueve como bandera de algo nuevo o incomprendido, como provocador o inquietante por su mera existencia, dimite de su función, por demagogia o por ansiedad de encontrar, en el reordenamiento del campo intelectual, su lugar visible. Así, lo estético se acaba juzgando por su interés antropológico, y es allí donde se produce la verdadera abolición del poema como entidad artística, la nueva prostitución de la literatura, en términos de El convivio. Cuanto más plano es el registro de lengua, cuanto más confundidos están las esferas, las categorías, los procedimientos de lo alto y lo bajo, mayor es el requerimiento de la inteligencia crítica. Entenderlo al revés es entregarse a la corriente massmediática que tiende a abolir la necesidad de cualquier tipo de intermediación letrada, bajo la fórmula que podría resumirse así: lo que gusta, lo que vende, es lo que vale, y lo demás son artefactos pasados de moda.

 

Lecturas. Dante Alighieri, El convivio (Alicante, Biblioteca Virtual Cervantes, 1999, traducido por Cipriano de Rivas Cherif). Erich Auerbach, Dante, poeta del mundo terrenal (Barcelona, Acantilado, 2008, traducción de Jorge Seca). Robert Langbaum, La poesía de la experiencia (Granada, Comares, 1996, introducción y traducción de Julián Jiménez Heffernan). Philippe Roussin, Misère de la littérature, terreur de l’historie. Céline et la littérature contemporaine (París, Gallimard, 2005). Julia Kristeva, Poderes de la perversión. Ensayo sobre Louis-Ferdinand Céline (México, Siglo XXI, 1988). T. S. Eliot, Sobre poesía y poetas (Barcelona, Icaria, 1992, traducción de Marcelo Cohen). Clement Greenberg, “Vanguardia y kitsch”, en Arte y cultura. Ensayos críticos (Barcelona, Paidós, 2002).

Edgardo Dobry es poeta, crítico, traductor y profesor de Literatura Latinoamericana en la Universidad de Barcelona. Publicó, entre otros, los libros de poemas El lago de los botes y Cosas, y la colección de ensayos Orfeo en el quiosco de diarios.

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