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La incomodidad

TELEVISIÓN

 

Curb Your Enthusiasm. Productor, guionista e intérprete: Larry David. HBO.

 

Larry David no es un provocador. La incomodidad que puede producir Curb Your Enthusiasm, la serie de la que es autor e intérprete, no tiene que ver con la provocación. El provocador es alguien que evalúa cuál podría ser su público y apuesta a sorprenderlo. Generalmente, elige el mismo grupo social al que él pertenece, mucho más si lo que busca es hacer reír: la risa es un test de comprensión, antes que de empatía. Sólo si se hubiera equivocado, y el que respondiera a su apuesta fuera otro público que el que esperaba, lograría irritarlo. El público, por la vía de la provocación, se educa (de hecho esa educación es la verdadera obra del provocador, así como la propia vida era la verdadera obra del artista romántico).

Pero que Larry David no sea un provocador no quiere decir que sea lo contrario, alguien que compite en el mismo terreno que el provocador, con sus mismos supuestos, pero con otra postura; es decir, un crítico social (o un crítico cultural o un crítico de costumbres). Al humorista devenido crítico también le preocupa que la catarsis exceda el momento de la recepción. Por eso, igual que el provocador, quiere de público a miembros de su grupo de pertenencia, pero por otras razones. No porque sólo ellos conocen el mundo del que está hablando, sino porque son el único público en condiciones de ser influido por su obra. Únicamente a los que simpaticen de antemano con su programa podría movilizarlos (el término “movilización”, que proviene del léxico político-militante de las sociedades de masas, da a entender el carácter pasivo y apático que se supone en quienes son convocados bajo esa consigna).

La mirada de David sobre la ciudad de Los Ángeles (que es lo que permitiría confundirlo con las especies citadas) acusa el mismo tipo de extrañamiento que ciertos críticos culturales norteamericanos (Martin Jay, Fredric Jameson) encuentran en el Adorno de Minima moralia, una obra escrita entre 1944 y 1947, durante su exilio en California, cuyo subtítulo, “Reflexiones desde la vida dañada”, puede dar una idea del tipo de extrañamiento al que se alude. Se trataría, según ellos, de la mirada despectiva sobre la cultura de masas propia de un europeo formado en la alta cultura, que se exilia en Estados Unidos cuando el consumismo de inspiración keynesiana afectaba también a los bienes culturales. Por supuesto que el norteamericano centrismo de esa observación no merece mayores comentarios (de hecho, no es muy distinto lo que se dijo, como elogio, de las comedias intelectualmente sofisticadísimas que Ernst Lubitsch filmó en Hollywood para esa misma época). El caso, sin embargo, es que algo de eso que los críticos norteamericanos perciben en la mirada extrañada y desdeñosa de ciertos europeos de alta cultura le cabe también a Larry David, quizá por ser neoyorkino, o por ser judío o por ambas cosas (un aspecto étnico que, como marca de sofisticación y humor negro, lo hace parecerse al Woody Allen de la buena época).

El extrañamiento de David sólo explicaría la incomodidad que padece el propio personaje, pero no la incomodidad que su incomodidad le causa al espectador. Ese personaje es alguien llamado Larry David, el autor y productor de Seinfeld pero no el de Curb Your Enthusiasm, con lo cual, dado que dentro de la ficción no existe la serie que el espectador está viendo, Larry David no hace exactamente de sí mismo, sino de un productor y guionista rico y ocioso, instalado con su esposa en una mansión de Los Ángeles. El espectador, de hecho, ve que el personaje está incómodo, no porque se sienta ajeno a la vida de nuevo rico que empieza a llevar en Los Ángeles, sino por la facilidad con que se adapta a ella. A lo largo de las seis temporadas concluidas (se está emitiendo por HBO la séptima), el espectador va descubriendo hasta qué punto el personaje no es lo que cree de sí mismo y, al final de la sexta, hasta qué punto la pesadilla permanente en la que vive podría ser el paraíso de ese otro yo que estaba solapado (o simplemente reprimido) en la atmósfera cosmopolita de Nueva York.

Que uno se entere de que David (el personaje) siempre se había creído adoptado (adoptado por una familia judía sobreviviente de los campos de concentración nazis) se diría un indicio de que más ajeno aún que su presente le parecía su pasado. El pasado más ajeno a la levedad de su presente termina siendo el que heredó de sus antepasados europeos. Eso, por lo menos, es lo que muestra el episodio en que David sienta juntos, en una cena de amigos en su casa, a dos sobrevivientes de tragedias que no pueden compararse, pero cuyo relato a él le resulta igualmente insoportable, para que se entretengan hablando de su tema predilecto: su tío, sobreviviente de un campo de concentración nazi, y un sujeto que sobrevivió a un accidente.

Pero a partir del episodio en que David, por un equívoco estúpido que parece confirmarle la sospecha de que es adoptado, encuentra a su presunta familia biológica (unos cristianos sureños de clase media convencional, con los que empieza a convivir y se siente muy a gusto), el espectador ya se considera libre de asimilar el humor de la serie a la práctica metadiscursiva más común en el humor contemporáneo: la de poner al progresismo contra sí mismo. Enfrentar una forma de pensamiento con ella misma equivale a juzgarla con las mismas herramientas de juicio que ella les ha aplicado a otros, y demostrar que no ha sido consecuente con su propio programa. Pero el progresismo nunca llegó a ser un modo de pensar; fue un modo de hablar. En otro tiempo era un modo de hablar identificado como culposo; sólo que hoy en día ya no lo parece. Precisamente por esto, y porque sigue siendo exigida –aunque no se sepa por quién–, esa culpa, en vez de desaparecer por completo, debe ser mostrada. Bajo esta nueva obligación el progresismo se ha convertido en un modo de hablar inauténtico y en una etiqueta de la que todo aquel que la recibe abjura (porque nadie puede sentirse progresista: el progresismo no es un sistema de pensamiento). “Progresista” siempre se dice de otro, del que uno busca diferenciarse, puesto que no se advierte la inautenticidad propia, pero sí la ajena.

Antes de ser puesto contra sí mismo, el progresismo se había mostrado semejante en muchas cosas a la ilustración dieciochesca, salvo en su paradoja; una paradoja que, en realidad, era la de la clase social que la encarnó históricamente, la burguesía. Cuando la burguesía tomó conciencia de que tendría que compartir sus privilegios (entre ellos, la cultura) con una nueva clase en ascenso (el proletariado), se volvió reaccionaria. En el siglo XX, en cambio, cuando la burguesía ilustrada se vio en la misma situación, simplemente devino relativista: todas las opiniones sobre valores, ideales de vida y concepciones del mundo las tomó por igualmente insignificantes. En ese relativismo, que obliga a practicar la tolerancia por falta de argumentos para hacer valer algo como universal, consiste ontológicamente el ser progresista.

Que a esta altura del siglo XXI la palabra “progresista” sobreviva como una descalificación (sobre todo, cuando sirve para mostrar que se está a la izquierda de cierta persona), indica que toda la hipocresía que encerraba la levedad relativista ha quedado en evidencia, incluso para los progresistas que reniegan de serlo. Hay tan pocas personas capaces de llamarse a sí mismas progresistas como personas capaces de reconocer que son “de derecha”. Pero aun si alguien aceptara reconocerse de derecha y descalificara a otro tildándolo de “progre”, lo haría para mostrar que lo único que permite al progresismo semejante grado de relativismo (semejante despolitización) es el hecho de que nadie (cualquiera sea su posición política) cree próxima una revolución socialista. El progresismo sólo pudo existir como posicionamiento legítimo antes de que el comunismo aspirara a transformar la sociedad real (en el siglo XVIII, bajo la forma del pensamiento ilustrado) o inmediatamente después de la caída del comunismo en la órbita soviética, que coincidió con el auge del neoliberalismo en Estados Unidos, Europa y América Latina (con excepción de Cuba, que se vio perjudicada por la caída del comunismo). En ese contexto neoderechizado, el relativismo le daba un toque izquierdista a lo que, en otro caso, sólo hubiera sido una resignada aceptación de la democracia formal.

Hay algo patético en el progresismo actual, ya vaciado de todo contenido (vuelto una mera manera de hablar), que lo hace fácilmente ridiculizable por las mismas personas que lo ejercen como obligación. Por eso, así como los chistes de judíos no son considerados antisemitas cuando los hace alguien de origen judío, el humor por el que el progresismo se ilustra a sí mismo (y revela su autoconciencia) nunca se juzga como reaccionario. Pero la incomodidad que genera Curb Your Enthusiasm sería tal si David se mantuviera dentro de los límites de la autoconciencia del progresismo. Cada vez que su personaje debe demostrar corrección política en un contexto donde parece ser el único que cuestiona su propia hipocresía, el espectador se enfrenta con la que tal vez sea su verdadera paradoja, que es la de todos los que, viviendo bien en medio de la injusticia, consideramos poca cosa el ser culposo del progresista: el tacto al hablar puede ser falsa cortesía, pero su ausencia puede querer decir que uno ya no se siente avergonzado por la injusticia, salvo cuando lo toca personalmente.

Las múltiples variantes de esta paradoja, prodigiosamente puestas en escena por David, hacen que la serie logre incomodar más allá de lo metadiscursivo. Como sucedía en aquel episodio de Seinfeld en que Jerry y George eran tomados por homosexuales. Cada vez que aclaraban que no lo eran, tenían que agregar, en la misma frase, que si lo fueran para ellos no tendría nada de malo. En los extras del DVD de la serie, Seinfeld cuenta que los directivos del canal tenían miedo de que el episodio fuera acusado de homofóbico. Entonces David sugirió agregar, cada vez que Jerry y George aclaraban que no eran homosexuales, la frase “pero no tiene nada de malo”, solución que al canal le pareció perfecta y a ellos, la clave del humor del episodio. Curb Your Enthusiasm, de algún modo, podría pensarse no tanto como un derivado más o menos directo de ese episodio (o como su continuación por otros medios), sino como una propuesta de explorar, y elevar a la máxima potencia, la solución que encontró David aquella vez para convencer a los directivos del canal de que no serían acusados de homofóbicos.

En la necesidad de demostrar lo que se es, pero sobre todo en su variante negativa (en la necesidad de demostrar que no se es lo que otros podrían pensar que uno es), aparece el problema de qué se es. ¿Qué es lo que el personaje de David tiene que demostrar que es o que no es? (En un capítulo puede tratarse de que no es homofóbico; en otro, de que no es pedófilo.) Al tener que demostrar que no piensa lo que otros sospechan que piensa, él termina dudando de sí mismo. Descubre que quizá no sea lo que cree que es. El personaje se extraña de sí mismo porque permanentemente se ve obligado a desdoblarse. Como parte de este procedimiento, termina cuestionando todas las convenciones, desde las más insignificantes de la vida cotidiana hasta las bases no escritas de la corrección política. ¿Qué le quiere decir alguien a otro a quien apenas conoce de reuniones sociales, un amigo de sus amigos, cuando le dice que “le estará eternamente agradecido” si lo recomienda para una beca? ¿Cuál es la hora de la noche después de la cual un llamado telefónico resulta inoportuno? Pero también: ¿por qué quien hace una donación anónima es más aplaudido que quien la hace con su nombre y apellido? O bien: ¿por qué quien hace todo lo posible por no donarle un riñón al que necesita un transplante, esperando que se lo done otra persona, es considerado un mal amigo? Es en el reclamo del personaje por su derecho a no ser una persona altruista (sin que eso implique hacer daño) y a vivir una vida superficial, donde la serie cuestiona, más allá de lo metadiscursivo, el progresismo como mera fallutería. El deseo profundo de superficialidad, expresado por un personaje inteligente, resulta más incómodo que cualquier exhibición de autoconciencia.

 

Imágenes [en la edición impresa]. Eduardo Navarro, Cassette de relajación (2008), dibujo en lápiz sobre hoja A4.

Curb Your Enthusiasm es una sitcom creada por Larry David (el creador de Seinfeld), que es el productor, guionista e intérprete principal. En Argentina la suele emitir HBO. Las seis temporadas anteriores se encuentran en diversos sitios web.

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