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Cuando trabajaba en editoriales en el Reino Unido, una de mis tareas era llamar a las distintas librerías de la isla para “asegurar que tuvieran existencias” de nuestros últimos títulos (es decir, para insistir en que vendieran nuestros libros). Muy pronto descubrí que los libreros que contestaban el teléfono habían sido entrenados para hacer una serie de preguntas, la más importante de las cuales era si el libro tenía algún interés local. Yo pensaba que habría sido una pregunta sensata si uno hubiera vendido guías turísticas o libros de historia; una guía de Norwich, digamos, habría vendido bien en Norwich, pero cuando de clásicos modernos europeos se trataba, no veía la relevancia. Lo que tardé en captar es que a la gente le gusta leer sobre sí misma: si vive en Norwich, hay más probabilidad de que compre una novela con personajes que viven en Norwich, etcétera. La lógica dicta, entonces, que si uno puede identificar su mercado más probable y escribe sobre gente como ellos, tiene buenas probabilidades de éxito. La fórmula sería así: una vez que se identifica que el público serán norteamericanos de clase media alta, hay que poblar los cuentos con gente de esa clase, agregar algunos temas del día y después introducir alguna que otra anécdota estrafalaria, pero no demasiado estrafalaria, el tipo de cosa que podría pasarle a alguno de sus primos o tíos lejanos, y ¡voilà!
Tal es la fórmula de Jeffrey Eugenides, autor de la celebrada y sombría Las vírgenes suicidas (1993), llevada al cine por Sofia Coppola. En esta colección de once cuentos, el primero escrito en 1989, el último en 2017 —la simple intermitencia parece indicar que efectivamente no es un cuentista—, los personajes son más o menos pudientes, pero no lo suficiente; su gran pecado —el del universo eugenidesiano— es endeudarse en busca de más riqueza, o bien el equivalente emocional: poner en peligro su felicidad en busca de más felicidad. Los temas son actuales —actuales en el momento en que fueron escritos: los cuentos de los noventa llevan el peinado Rachel; los de los noughties se quejan de Bush; los más recientes están llenos de referencias a Skype y Facetime—. Si algo los salva, en ocasiones, son las anécdotas: Eugenides es un escritor competente, sabe cómo hilar una trama y su sentido del humor no está mal (aunque en este aspecto chocamos con la aplicada traducción de España. Por cierto, ¿soy yo o las traducciones de latinoamericanos suelen ser bastante superiores a las de sus colegas europeos? Por lo menos parecen entender mejor los chistes).
He visto esta colección descrita como una exploración de la crisis de la masculinidad o algo parecido, pero no sé si los personajes merecen representar a un género entero (aunque no descarto que las torpezas que cometen lo representen bastante fielmente), y en verdad no creo que quepa hacer afirmaciones tan hiperbólicas. Denuncia inmediata muestra a un escritor profesional trabajando profesionalmente. ¿Habría que leerlo? Digamos que si alguien quiere leer cuentos de un escritor norteamericano contemporáneo y David Foster Wallace le resulta demasiado intenso, George Saunders demasiado fantasioso, Lydia Davis demasiado neurótica, Joy Williams demasiado feroz (y hay tantos más), o si le ha gustado alguna de las novelas del autor, bien podría leer Denuncia inmediata. Si no, en fin…
Jeffrey Eugenides, Denuncia inmediata, traducción de Jesús Zulaika Goicoechea, Anagrama, 2018, 312 págs.
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